Bajo la luna de la Paternal, un pibe se va a dormir. Soñará con Sandokán o con Poncho Negro mientras el libro se desliza hacia la alfombra y allí, al pie de la cama, también soñará que este pibe lo lee.
Años después, y bajo la misma luna, ya no es un pibe y recuerda.
Teodoro recuerda y escribe. Y escribe bien. Y Punto de Encuentro publicó sus “memorias”, las Memorias de un niño peronista.
En estos recuerdos hay un tono, una mixtura que, a mí, personalmente, me parece su mejor rasgo: el humor, la política y la nostalgia. Una nostalgia que no se regodea en la extrañura del barrio y los vecinos, de los tíos y los amigos, sino que se pone al servicio del desarrollo de una idea: el tiempo pasado fue mejor porque la Argentina era mejor.
Esas son las aguas en que navega su personaje, y no es que sean más seguras, no: son las turbulentas corrientes de los 50 y en ese barco pirata va su pibe peronista con el jopo engominado, los gomicuer lustrados y La razón de mi vida en la valija.
Hay un criterio estético argentino –¿porteño?– hasta la médula en esa memoria terca que se niega a entregar las llaves del barrio, del paraíso perdido. La niñez del pibe peronista es el paraíso perdido y extrañado, pero es también el alucinado mundo de Archie Moore y el capitán Gandhi, bailando y jugando en las veredas perdidas.
Pero la memoria no es un ejercicio narcisista ni la almohada del ensueño cómodo y seguro, sino la trinchera desde donde el pibe Boot, los pibes Boot, dan la pelea.
¿Es esa patria, la niñez, una disneylandia idealizada por los tremendos golpes y la paliza que nos dio el crecer en la Patria tomada por asalto?
No.
Boot sabe que en los patios, donde espiamos el escote de la hija de la vecina bajo la sombra de la parra o de la funesta higuera, se cocinan otros pucheros.
Entonces la resistencia de los caños y el bufoso enterrado entre los malvones (minga de resistencia cultural). Y el tío calavera de bigote anchoita que se va con los muchachos a escuchar cómo duelen las piñas de Prada o de Lausse, mientras el moscato y la fainá son el rancho de campaña de la guerra no declarada –¿o sí?– y entonces Teodoro pone en el centro de esa pieza de barrio, en ese paisaje cotidiano, a sus héroes.
Los anónimos muchachos de entonces.
Los que se recuerdan porque no habrá olvido, porque no.
Porque ya salió el maltrecho y cachuzo barco pirata para ir a rescatarlos a la isla del olvido.