Yo contra el campo

¿Tenemos que seguir pagando impuestos? ¿Tenemos que pagarle el sueldo a D’Elía? ¿Tenemos que pagar la payasada del miércoles en Plaza de Mayo? ¿Cuánto nos va a costar? Ya sabemos que la gente que se reúna va porque la llevan y le pagan. ¡Basta de estos nazi-fachistas de los K!!!!
Cacerolero pro-campo en un grupo de Facebook.

Pensar que el conflicto entre el campo y el gobierno es largo y tortuoso porque alguna de las dos partes involucradas —y conste que escribo esto un viernes, ocho de la noche, estoy mucho menos bélico que de costumbre— es prepotente, necia o estúpida es esas tres cosas a la vez: prepotente, necio y estúpido. Una manifestación divertida de la inteligentzia lumpen reaccionaria de nuestras clases medias urbanas cuya amplificada voz es, como su momento argumental más sobresaliente y así estamos, el gorilismo del sentido común de Quintín, por ejemplo; y dicho esto por no poder decir «neogorilismo», porque de actualización doctrinaria tiene poco y nada.

Huelga una primera idea: si el conflicto es largo y tortuoso, si es hasta violento, o si se sirve muchas veces (y enhorabuena) de una retórica que tiende a anclar en símbolos sumamente poderosos de la historia política argentina, aún hoy con una capacidad de interpelar con notable eficacia a los sujetos individuales que pugnan por expresar «su opinión» «libremente» (eso que la misma inteligentzia lumpen-bucólica llama «anacronismos»), en fin, es porque lo que está en discusión (ni siquiera en discusión, en lucha pura y dura) es algo que hacía mucho no se discutía en este país, por lo menos desde el ’89: la torta. En tren de embalarme completamente: si ambos sectores en pugna se arrogan el derecho —y la virtud— de ser prepotentes, autoritarios e intolerantes esa es la consecuencia de aquello que está en debate, y no la causa, en fin, de la prolongación y la virulencia (hoy por hoy, potencialmente ad infinitum, pero sólo conceptualmente) del «conflicto campo-gobierno».

Viva, pues, la prepotencia. No hay, en rigor, ni gobierno ni campo. Hay sí, en cambio, los dos conglomerados políticos que más fuerza concentran en la Argentina actual. Ambos productos inobjetables de los procesos de acumulación económico-políticos que vivió la estructura ídem nacional desde 2001-2003 hasta esta parte. Ambos sectores alimentados mutuamente, uno nacido con el apoyo más o menos explícito del otro y viceversa: si el sector agropecuario se enriqueció fantasiosamente gracias a un tipo de cambio favorable y subsidios en todas las áreas periféricas de su producción (transportes, combustibles, etc.) fue en calidad de único sector de la economía argentina competitivo en el mercado mundial (aunque no el más dinámico, como bien prueban las estadísticas, esa cualidad le cabe la industria automotriz, con índices de crecimiento altísimos), capaz de producir las divisas que hoy habilitan la estabilidad en política cambiaria y el proceso de expansión económica.

Entre el 2003 y hoy, entonces, ambos sectores crecieron y se fortalecieron a la par, obviando temporalmente sus contradicciones —digamos burdamente— «naturales», y tratando de concentrar, más o menos, sus fuerzas para el momento, inapelable, en que los intereses contrapuestos estallaran y debieran dirimirse, sí o sí, con un conflicto prolongado y tortuoso, que los enfrentara primorosamente; esto es: esto sobre lo cual nos toca pronunciarnos hoy.

El gobierno definió su estrategia de acumulación política, más o menos claramente. Por un lado, consolidó como estructura de poder privilegiada y casi exclusiva al Pejota. Por otro, procuró en los términos virtuales y maleables en que hoy se puede pensar esta «alianza de clases» alla peronismo clásico —post década de los 90—, la inclusión dentro de sí de los intereses de la burguesía urbana industrial (la UIA) y el movimiento obrero sindicalizado, no sin sus contradicciones internas (la feroz disputa por la dirección de la CGT; la «reconciliación» entre Moyano y la Jotapé), pero más o menos efectivamente.

Esto redundó en algunos errores: a la hora de los bifes, el Pejota no estaba ni tan disciplinado ni era tan orgánico, y aunque la CGT lo respaldó gracias a un hábil e ingenioso sistema de prebendas (una maravillosa capacidad de gobierno), lo que se llama el «movimiento social» lo impugnó en buena medida, con excepción de los piqueteros comandados por el gran as de la política poco elegante de coyuntura, Luis D’Elía. A la vez, la base social que se confió en tener entre los sectores medios urbanos rápidamente se demostró contraria al estilo retórico de Cristina, volcando sus adhesiones mediopelo hacia el «campo» con una demostración muy divertida de «la historia como farsa».

El resultado fue, más o menos, el que conocemos. El gobierno se confió en que a los sectores agropecuarios los disciplinaba caminando y se encontró de pronto con buena parte de su poder licuado, en un mes, y un conflicto que le era imposible destrabar por la mera inercia de su fuerza. Así, ocurrió lo que se puede interpretar bastante acertadamente como un «empate hegemónico»: un panorama en donde las dos «alianzas» de sectores mayoritarias, con poder de incidencia en la política nacional, tienen la suficiente fuerza para impugnar las acciones del otro sin terminar de imponer totalmente el propio proyecto de acumulación político-económico.

Cómo se desempata

Es así: si gana el «campo», no hay modelo redistributivo posible. Si gana el Estado, en cambio, puede haber como puede no haber y, en todo caso, sólo esa puede ser la condición de posibilidad de nuestras futuras luchas. Únicamente el disciplinamiento de la oligarquía sojera (históricamente indisciplinada), su subsunción a los intereses del Estado, pueden habilitar la inclusión social, la redistribución positiva del ingreso y el fortalecimiento de un modelo que privilegie a la industria por sobre el esquema de dependencia a la producción agropecuaria. Aún sin ser ridículo, digo, el berretín de argumento que pide al gobierno nacional demostrar una clara voluntad redistributiva, no basta la ausencia de esa voluntad (que no es tal, pero supongamos) para restar apoyo al gobierno, ni para impugnarlo de ninguna manera sensata. Es ingenuo, a la vez, pensar que este gobierno no tiene voluntad de redistribuir la riqueza, en tanto esa es la condición primera y básica de su fortaleza —retórica, política— frente a los sectores en que se hayan en disputa y para consolidar su hegemonía.

Incluso para las mentes más bienpensantes y políticamente correctas que se horrorizan ante la posibilidad de que los asuntos de política nacional se rijan según la lógica baja, vil, macabra, burda, abyecta de los partidos de fútbol —la fiesta populachera par excellence!—, es necesario reconocer (después descartaremos esta matriz, sólo coyuntural, digamos para evitarnos los alaridos) que hoy hay que tomar posición como se hincha en la cancha o, mejor, como se dirimen las internas en las barras bravas.

Aliverti (sin ser yo alivertista ni nada), dice, con bastante claridad mental y un poco de retórica trincherista (sólo se puede pensar desde el campo difuso de lo impresentable): «¿Desde cuándo les importa a estos tipos que las rentas del Estado vuelvan al pueblo en salud, educación, vivienda, servicios públicos? La discusión primaria no puede basarse en si es justificable la atribución del Estado para tomar porciones de lo que produce la economía. Para qué se usa esa retención es un debate que viene después, y que los fiesteros pretenden poner antes».

Este es el aspecto fundamentalmente positivo del conflicto tan berretamente llamado «del campo y el gobierno»: que rápidamente ha cimentado la tendencia a la politización de la sociedad que se intuía desde el 2003, y eso que uno llama, un poco desorientado, la «vuelta del peronismo». Por supuesto, la politización de amplias capas medias urbanas de la población es regresiva y, mal cogida la pequeñaburguesía, opta «por la riqueza», en un forma sumamente llamativa de recrear las identidades políticas históricas de la Argentina. A la vez, el trotskismo alegre clama ser protagonista de una «rebelión campesina» y, una vez más, se alía con la derecha en contra de los intereses populares que jamás supo interpretar y, evidentemente, jamás sabrá, confirmando que su impresentabilidad política no es esa incomodidad del pensamiento sino mera ridiculez.

Como dice Kortatu: es el rock de la línea del frente, que se note que estás presente. De lo que se trata, entonces, es de construir visiones de mundo, una retórica entera, que dispute la hegemonía del Poder y no se deje imponer agendas siempre y cuando esa matriz contrahegemónica no inhabilite los consensos parciales con un modelo progresista y redistributivo (peronista) de país.

Hoy, quien antaño acuñó el slogan celebérrimo «ni peronismo acrítico, ni antiperonismo colonialista», suscribe el siguiente párrafo (con razón): «Pero la restauración conservadora en marcha, con el impulso de un sector de la izquierda que imagina protagonizar una revolución agraria, no cuestiona los defectos sino los aciertos del gobierno, al que intenta imponerle sus intereses económicos por encima del interés general, sin reparar en costos ni en métodos. Cuestiona la reconstrucción de la autoridad del Estado luego del colapso de 2002, el saneamiento de la Corte Suprema de Justicia, el juicio a los responsables del Estado terrorista, el drástico descenso de la desocupación, la recuperación del régimen jubilatorio estatal, el establecimiento de un haber para las personas mayores de 70 años que no tenían ninguno, el aumento del presupuesto educativo, la creación de un ministerio de ciencia y tecnología, la política exterior independiente, en asociación con los gobiernos democráticos de Sudamérica. No busca un avance sino un salto atrás».

Este debate, más que ningún otro, es tema obligado en cualquier agenda cultural consciente, y rehusarlo es un error que muchos piensan se pueden atribuir a una difusa pero constantemente interpelada figura retórica: la «formación política», que se ampara en el fantasma de identidades cerradas en sí mismas, incapaces ya de entrar en diálogo, de hacer metamorfosis, de dejarse influir. En un mail un amigo hace una pregunta muy atinada. Dice: «¿Qué posibilidades hay de hacer un planteo por izquierda —salud, educación, salarios, terminar con la precarización laboral— a un gobierno que está enfrentándose contra el golpismo de la oligarquía?». Esas posibilidades son, naturalmente, que el Estado gane la partida.

La poesía, la policía

Los grandes hechos de la historia y sus personajes se repiten dos veces, una como tragedia y la otra como farsa. Frase de Marx que alcanzó la celebridad en la Argentina de mayo de 2008 cuando sirvió como propedéutica de esa categoría brillante de la retórica política contemporánea: los «piquetes de la abundancia». Jamás me reivindicaría a mí mismo un poeta, porque la poesía es para putos. El peronismo trabaja con la prosa dura de quien toda su vida fue un compadrito, ganador, chanta versero y en el último momento, el verdadero momento solitario de la última instancia, se da cuenta que fue un boludo. Y sin embargo, sólo puede haber poesía, en la Argentina, después del peronismo: las épicas de las clases populares, el barro sublevado de la patria, el romántico arco abnegado que va de la derrota a la ilusión de emancipación a la derrota total, perpetua y personal. Podemos construir voluntades anti-mitológicas, intentar interpretar la «verdad» (la «realidad»), horrorizarnos por los pases poco elegantes de las retóricas fruncidas. Podemos, pero no es convincente, señor intelectual cacerolero.

Publicado en http://la-contrarreforma.blogspot.com/

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