El 7 de diciembre de 2010 una horda conjunta de la Federal y la Metropolitana acababa de desalojar en el parque Indoamericano a 350 familias que ocupaban pacíficamente un sector del barrio Los Piletones. Consultado por la prensa, el ministro porteño de Espacio Público, Diego Santilli, quien se encontraba en la retaguardia de los acontecimientos, se permitió la siguiente consideración: “Es un operativo valioso y prolijo; con algún problemita, claro, pero sin incidentes graves”. Justo entonces los noticieros comenzaron a informar la existencia de 12 pobladores heridos y dos muertos con balas de plomo.
Semejante yerro no enturbió su carrera. Además de ser el actual vicejefe de Gobierno de la Ciudad, Santilli es –desde el 26 de noviembre– el encargado de velar por la vida y hacienda de sus habitantes. Cabe destacar que su debut operativo consistió en tres batallas libradas en apenas una semana; a saber: la militarización del centro para impedir –con motos policiales que atropellaban a familias con niños– un acampe frente al Ministerio de Desarrollo Social; el ataque –con gases lacrimógenos, balas de goma y bastonazos– a simpatizantes de River que festejaban en la zona del Obelisco la obtención de la mal llamada Copa Libertadores de América y otro operativo similar, aunque esta vez para apalear a simpatizantes de Boca que celebraban el “Día del Hincha” alrededor de la Bombonera. Un record de “productividad”.
Pero por aquellas horas había surgido un inconveniente que a Santilli lo enfurecía de sobremanera: la cautelar del juez Roberto Gallardo que impide en el ámbito metropolitano la aplicación del reglamento ideado por su par a nivel nacional, Patricia Bullrich, para habilitar el uso policial de armas letales ante cualquier “peligro inminente”, incluso por la espalda. En esa furia subyace un interrogante: ¿Cuántos casos de “gatillo fácil” está dispuesto aquel hombre a cargar en su consciencia? Cosas de la disciplina partidaria.
Porque ni siquiera es ya un secreto que dicho protocolo (cuya resolución fue publicada el 3 de diciembre en el Boletín Oficial) es en realidad el primer acto de campaña del macrismo con vistas a las elecciones de 2019. Porque fue elaborado con tal fin a sabiendas de su inutilidad fáctica, dado que su letra está en las antípodas del Código Penal y los tratados internacionales. Y porque les hace creer a los uniformados que son impunes ante crímenes perpetrados bajo el ilusorio amparo de un estatuto no vinculante. Una verdadera “turrada” hacia el personal policial.
Pero matar es un negocio. Demagogia punitiva engordada al calor de las encuestas y los focus group. La “gente” quiere sangre. Lo ricos, disciplina social y criminalización de la pobreza; los pobres, un orden ciego e inmediato. Así es el atajo hacia el Estado policial.
Ya a raíz del crimen del joven mapuche Rafael Nahuel, el discurso del macrismo apuntaba en esa dirección. “Hay que volver a la época en que la voz de alto significaba entregarse”, fueron las palabras del Presidente. Tal postura coincidió con otras prestigiosas voces que se hicieron escuchar en esos días; entre estas, la de Gabriela Michetti (“El beneficio de la duda siempre lo tienen las fuerzas de seguridad”), la de Germán Garavano (“La violación de las leyes va a tener sus consecuencias”) y la de Bullrich (“El Poder Ejecutivo no tiene que probar lo que hace una fuerza de seguridad”). Ella hasta fue más lejos al rubricar una resolución para que los uniformados “no obedezcan órdenes de los jueces si consideran que no son legales”. Lo cierto es que en Argentina el “gatillo fácil” empezó a ser entonces política pública.
Así fue como, a principios de año, de la “reglamentaria” del suboficial Luis Chocobar salió un disparo de luz. ¿La famosa “luz al final del túnel”?
Era la primera vez en la historia que un presidente constitucional recibía a un policía acusado de matar por la espalda. La ministra Bullrich observaba la escena con una expresión entre cariñosa y comprensiva. Tal vez en el futuro sean evocadas sus declaraciones radiales de entonces: “Estamos cambiando la doctrina”. Agregó que el nuevo protocolo del accionar policial “le otorgará al efectivo el beneficio de la duda”. Y dijo: “¿Si no cómo cuidamos a la gente?”.
No menos cierto es que, a partir de ese momento, el “gatillo fácil” como política pública empezó a ser una estrategia electoral. Y en el medio, el horror.
En términos numéricos, desde el inicio de la era democrática hasta fines de 2015 hubo 4737 asesinados por fuerzas de seguridad; es decir, un promedio de aproximadamente 152 víctimas anuales. Del total, 2653 murieron en casos de “gatillo fácil” y 2084, en situaciones de cautiverio, mientras que otros 73 fueron matados durante movilizaciones y protestas.
Pero bajo el régimen macrista el conteo creció de manera exponencial: 725 víctimas entre comienzos de 2016 y fines de 2017. O sea, 362 víctimas por año, lo cual establecía una muerte cada 23 horas, según cifras coincidentes de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels).
De aquella cifra global, el 40% (144 casos anuales) murió en cautiverio y 44% (160 casos anuales) bajo la ley del “gatillo fácil”. Y con una frecuencia de un fusilado cada dos días. En un 60% sus verdugos son policías, gendarmes y prefectos fuera del horario de servicio.
Pero bien se puede considerar al policía Chocobar como el “influencer” del año. De hecho, su acto potenció muchos otros similares.
Exactamente cuando la señora Bullrich hablaba para la prensa de cómo “cuidar a la gente”, dos balas policiales impactaban en las piernas de la titular del Juzgado de Trabajo Nº 63, María Dagnillo. Otro tiro hería en una rodilla al prosecretario del Juzgado Civil Nº 9, Ezequiel Allende. Ocurrió en la zona de Tribunales por donde circulaban cientos de personas, durante una desaforada persecución de la Policía de la Ciudad a tres pistoleros que habían asaltado una joyería. En medio de tal huracán de proyectiles, esquirlas y cristales rotos, sólo un asaltante fue atrapado al recibir un tiro. Un premio consuelo.
No fue la única expresión de esa “doctrina” en el mismo día. Era aún de madrugada cuando Fabián Enrique, de 17 años, fue asesinado a tiros por la espalda en un arrabal de Quilmes. Su victimario fue el integrante del Grupo Halcón de la Bonaerense, Brian Montes. Este, acompañado por su jefe, acudió luego a la Comisaría 3ª de aquel partido para denunciar “un intento de robo” evitado por él con su pistola. El pibe estaba desarmado. Y el expediente fue caratulado como “homicidio”. Un simple tecnicismo. Porque el matador sabía que en aquella coyuntura las autoridades políticas lo respaldarían y que las autoridades judiciales no se irían a ensañar con él. Por lo pronto, sobrelleva su procesamiento en libertad.
Una biblia al respecto fue el caso de Facundo Ferreira, de solo 12 años, asesinado en marzo con un tiro en la nuca por la Policía de Tucumán. Es una paradoja que su matador, el suboficial Nicolás Montes de Oca, fuera detenido recién a fines de septiembre, pero por el arrebato de una cartera.
En lo estadístico, los casos de “gatillo fácil” se dispararon (nunca mejor utilizado este vocablo) tras la visita de Chocobar a la Casa Rosada. Unos 300 asesinatos, según la abogada de la Correpi, María del Carmen Verdú, con la aclaración de que aún no han sido cargadas las cifras de seis provincias.
Ella, además, aportó otro dato no menor: “Tal política también causó un incremento exponencial de causas archivadas o simplemente caratuladas como “legítima defensa”.
Garantismo de ultraderecha a la orden del día, tal como corresponde a una sociedad que no atraviesa su mejor momento.