Por Carlos De Nápoli (*), especial para Causa Popular.- Viajé a España por primera vez en julio de 1976. El dictador Francisco Franco había muerto poco tiempo antes y la sombra del Caudillo de España por la Gracia de Dios aún se percibía en cada rincón del reino. Llegué en un viejo 707 al por entonces relativamente pequeño aeropuerto de Madrid y en tren viajé hacia Gerona. Tenía amigos argentinos y uruguayos que trabajan en un restaurant de un pueblo pequeño, Estartit, muy cerca de la desembocadura del río Ter, mientras otros vivían en Bañolas. A mitad de camino entre Barcelona y Gerona, comenzó a invadir el aire un nauseabundo olor a podrido, fétido, casi infernal. Viajaban en el tren turistas que en todo tipo de idiomas cuestionaban el suceso. De pronto un español viendo la escena espetó: «es el olor a la Torras».
Por supuesto todos (los que habían entendido algo) repreguntaron al locuaz. ¿Qué es la Torras? Por toda respuesta el pasajero, bastante incómodo ante la mirada inquisidora del resto respondió: – La Torras Hostench hombre, la papelera de Sarriá del Ter.
Mientras observaba cómo un grupo de turistas franceses increpaba al pobre hombre, como si él fuese el culpable del olor, el tren llegó a Gerona. Mi amigo Alberto me esperaba en la estación con su viejo Citroen 2CV y luego de los saludos efusivos de rutina entre argentinos que no se veían desde hacía tiempo, le entregué lo que por entonces eran bienes tan deseados como el oro por Colón: dulce de leche y yerba mate.
Mientras Alberto se relamía, inquirí sobre el olor a podrido que cada vez se hacía más fuerte. Me contestó con señas. De pronto, ya en viaje para la costa, a un costado de la ruta ví una enorme chimenea que sin control alguno contaminaba el aire decenas de kilómetros a la redonda. Esa era la mentada Torras Hostench. En vos baja, sin que yo entendiera porque, me comentó que la papelera había contaminado totalmente el río Ter y que por la noche habría una reunión secreta para tratar el tema.
Al llegar a Estartit, el pequeño pueblo estaba de alguna forma alborotado. Todavía tenía las valijas en el coche cuando nos detuvimos ante una pequeña reunión de tal vez quince personas. Algunas hablaban castellano, otras catalán, y otras una mezcla inteligible.
El olor en la costa del Mediterráneo había cambiado. Ahora un fuerte tufo a pescado podrido invadía el ambiente. El grupo se agrandó hasta formar un círculo de unas treinta
personas, de las cuales tres o cuatro eran argentinos. De pronto, un coche paró y un personaje casi enardecido comenzó a insultar a los presentes.
Era un hotelero de la zona que se quejaba por miedo a que las protestas que se programaban asustaran a los turistas en plena temporada. Lo calmaron y partió raudamente. No había pasado un minuto cuando desde una ventana una mujer comenzó a gritar con histeria: «rojos, rojos, volvieron los rojos, llamen a la Guardia Civil».
El grupo se dispersó en silencio y durante la semana fui parte de uno de los primeros reclamos ecológicos que se hicieron en Cataluña. Era una España muy diferente a la que hoy conocemos. El reclamo era contra la desastrosa contaminación que la Torras perpetraba contra el medio ambiente. Aire irrespirable y cientos de miles de peces muertos.
Algunos años después la papelera debió cerrar la apestosa factoría.
– Treinta años después…
Treinta años después de aquel pequeño levantamiento popular catalán, me encuentro ante el mismo problema. Un grupo de intereses trata de instalar una papelera y otro grupo de intereses trata de frenar la instalación. Pero aquí hay algo más.
Alrededor del 80 por ciento de las inversiones industriales no petroleras se realizan en Brasil y Argentina. Uruguay virtualmente carece de grandes industrias y según el sitio oficial de la CIA (Central Intelligency Agency -www. cia.gov – The World Factbook), que utilizan como Biblia casi todas las empresas occidentales, posee un producto bruto inferior aún que el de El Salvador.
Debió haber llamado la atención que ciertas empresas intentaran instalarse, con grandes factorías, en países que, como en el caso de la República Oriental del Uruguay, depende totalmente de los combustibles líquidos del exterior. Esta limitación es muy importante cuando se evalúan inversiones industriales. Poner una industria que es gran consumidora de energía en un país que carece de gas y de petróleo, es muy llamativo. Y este no es un asunto menor para Uruguay, ya que todo el mundo sabe que estas plantas son contaminantes.
La inversión necesaria para que estas empresas no contaminen el ambiente son multimillonarias. El olor que producen es nauseabundo. Si por cuestiones políticas se decide seguir con la construcción, y se demuestra que la planta es contaminante, la producción será embargada y tarde o temprano las plantas cerrarán. En un mundo globalizado las acciones unilaterales carecen de todo sentido: no hay mejor ejemplo que el embargo de soja argentina que promueve la empresa Monsanto, más allá de si le asiste o no razón.
– La cuestión de fondo
Pero la cuestión de fondo no pasa por las papeleras. Uruguay, que carece de un aparato industrial importante, ve con buenos ojos cualquier inversión que se realice. Hace poco tiempo, una empresa minera productora de oro iba a realizar cuantiosas inversiones en el sur argentino.
Generaría cientos de puestos de trabajo bien remunerados, en un país donde tampoco sobra el empleo. Sin embargo, referéndum mediante, se rechazó la inversión. Este es un buen ejemplo de dignidad.
El crecimiento de la industria uruguaya no puede basarse en recibir lacras expulsadas de sus países de origen. La mejor oportunidad para Uruguay es un buen plan para evitar la dependencia de combustibles del extranjero.
Puede aprovechar la energía eólica, la mareomotriz, la minihidráulica, la solar, e incluso utilizar grasas animales o aceites quemados para producir biodiesel. Si se encara un plan serio, sin duda habrá trabajo para todos y la continua emigración se frenará.
Desde el comienzo del milenio, el problema de la energía está marcando la problemática mundial. Casi todos los países adelantados del mundo, incluyendo a los Estados Unidos de América, han tomado al toro por las astas y están sumidos en programas de sustitución de combustibles líquidos masivos. La reciente decisión del gobierno de los Estados Unidos los independizará de los problemas de Medio Oriente en 20 años. Sin embargo, la producción de alcohol ya es tan cuantiosa que posiblemente con las ayudas económicas propuestas en diez años no existirán compras al exterior de petróleo.
La pregunta es si el gobierno uruguayo se planteará esta cuestión de fondo, algo mucho más importante que las papeleras y de estrecha vinculación.
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(*) Carlos De Napoli es Licenciado en Administración de Empresas y fue becado por la General Motors de Argentina. Nació en 1950 en el porteño barrio de Villa Pueyrredón. En 1981 escribió “Urbis 3000” y en 2002 junto al periodista Juan Salinas publicó por Editorial Norma “Ultramar Sur, la última operación secreta del Tercer Reich”, obra que ya superó la quinta edición en Argentina y que acaba de ser publicada en España.
Este libro ha recibido un amplio reconocimiento por ser la investigación que mejor explica y revela, con buen criterio periodístico, todas las peripecias de los U-Boot alemanes en los mares de sur. En 2003, también por Norma publicó “Evita, el misterio del cadáver se resuelve”. Su último libro es “Nazis en el Sur” obra que ha estrenado en librerías la segunda edición de la misma casa editorial.