Uruguay. Entre rendijas y apuros: paradojas de una verdad desaparecida

Por Carlos María Domínguez, gentileza Semanario Brecha, especial para Causa Popular (*).-Este país modesto en el número, solemne en el ocultamiento, discreto en la verdad, descubre otro resquicio del crimen sepulto bajo la losa de su democracia. Entre la proliferación de argumentos que giran alrededor de los homicidios militares, una voluntad se reitera: la de “dar vuelta la página”, la de “cerrar el capítulo”, la de “poner fin a la historia”. Cada vez que el tema regresa, irrumpe el apuro por cerrarlo. Hasta los que promueven conocer la verdad -como en este caso, el presidente Tabaré Vázquez-, invocan la necesidad de poner un punto final. Es una verdad que no puede permanecer abierta. Es una verdad que mientras se oculta, regresa, y cuando se muestra, no se tolera. Dicen unos: hay que buscarla. Y dicen otros: hay que deshacerla. Terrible por lo que dice y por lo que calla, los antiguos griegos, que se toparon una vez con el problema, la llamaron aletheia, cuya traducción tiene, en el batallón de Toledo, una imagen literal: desocultamiento.

La verdad que nos toca, por conciencia y por historia, es una verdad sustraída que atormenta en ausencia. No tiene voz. No tiene cuerpo. La palabra no la encuentra. Y no la encuentra porque el secuestro del cuerpo ha sido, también, el secuestro del delito, y el secuestro de la palabra que debía nombrarlo. En esta verdad sin objeto y sin palabra, nadie sabe a qué atenerse.

Cuando el terrorismo de Estado eligió el camino de la desaparición instaló en Uruguay esta alternancia de la aparición y la sustracción. De expedientes, testimonios, pruebas, huesos. Cautivo de una pretensión mágica destinada a borrar la historia, el recurso infantilizó la política. “Ahora no está.” “Acá está.” Y frente a la ominosa prestidigitación, desde entonces muchas voces repiten “Nunca más”, como si el coro de la exhortación garantizara su eficacia.

Mientras tanto, los desaparecidos se hacen presentes desde lo que no son, desde el lugar incierto, supuestamente deshecho, supuestamente disuelto, que la política les ha adjudicado. En treinta años, sin embargo, han puesto al país en las situaciones más apremiantes. Cobran fuerza del secreto que los guarda y que los niega, como una mala conciencia. Son, en un sentido maldito, otra vez, clandestinos.

“Las fuerzas vivas”, ahora, como entonces, cubren ese no lugar, preciso, de discursos. Cada uno con su propia racionalidad. Es que las razones abundan cuando algo no se puede explicar. Los informes de los comandantes de las Fuerzas Armadas revelan su lógica: “Consecuentes con lo que somos y con lo que nos identifica (…) no perdemos de vista que, en esta coyuntura histórica, estamos haciendo lo que las circunstancias imponen como sabemos también que los camaradas que nos han precedido en esta responsabilidad cumplieron cabalmente con su deber (…)”, dice Ángel Bertolotti.

La razón jurídica, con sus debates alrededor de la prescripción de los delitos y los alcances de la ley de caducidad, la razón política, con su necesidad de negociar una salida institucional, y los organismos de derechos humanos, con su voluntad de juzgar lo juzgable, apelan a su propia voluntad de coherencia. Y sin embargo, ausente, la verdad promueve zancadillas, contrasentidos, empuja las lógicas a su abismo.

Por curiosa paradoja, las razones riñen con la verdad. Debían llevarnos a ella, siendo lo mejor que tenemos. ¿Por qué razón, la razón que debía salvarnos, se muestra impotente?

Todas las razones que se invoquen pueden desplegar el abanico de su inteligencia y de su responsabilidad con argumentos contundentes, pero no pueden borrar su punto de partida. Se pudo eliminar a la víctima, pero no hay cómo deshacer el crimen. Y el crimen arrastra su desasosiego. En estos días Uruguay asiste a la asunción oficial del delito, no por sujeción del criminal a la justicia. Por beneficio de su impunidad. A pedido de la sociedad civil, que se ha inhibido de juzgarlo. La confesión es un gesto de buena voluntad. El verdugo otorga. Da, de la muerte, lo que quiere.

De este modo que cambia un comportamiento por otro; de este modo que revela en las instituciones lo aberrante, el país no enfrenta ya un problema del pasado, sino la perversión histórica de uno de sus fundamentos. Es una frontera primitiva e insoslayable. Cómo organizar la igualdad, cómo dar realidad a la pretensión universal de su democracia. La idea de Uruguay ha quedado, fatalmente, reñida con su historia.

Naturalmente, no es el único pueblo que ha extraviado el camino de las ideas a las cosas. La región ha conocido crímenes de una escala mucho más ominosa, pero la comparación no disculpa y la verdad no perdona. Una vez más, pone en juego una oportunidad y la templanza.

En Argentina, los comandantes golpistas han sido juzgados, amnistiados, vueltos a juzgar. Los campos de exterminio han sido revelados, el horror, condenado. Y su vida política sigue siendo caóticamente argentina. Ni punto final ni soluciones mágicas. Uruguay debe hallar su propio dominio. Cabe suponer que no lo encontrará con apuro por dar vuelta la página, cerrar el capítulo, poner fin a la historia inconclusa.

El problema no es cómo cerrarlo. Es cómo convivir con el problema abierto, soportar su verdad, resolverlo en el tiempo, donde el crimen se hizo. Los familiares de los desaparecidos llevan treinta años con su dolor a cuestas, ¿por qué el resto de la sociedad uruguaya quiere quedar exenta de esa templanza, clausurar lo que de hecho le pertenece, no por obligación de la memoria sino por vocación de su presente?

Mientras prevalezca la alternancia de la aparición-desaparición, no hay poder de la racionalidad posible. Las razones están condenadas a justificar, con mayor o menor pulcritud, su extravío. Mientras el país siga a merced de esta lógica invertida donde el criminal concede y la justicia se prohíbe a sí misma, con cada nueva información la muerte vuelve a darse, reproducida. No se trata de una página, de un capítulo, de un libro. No somos lectores del pasado.

En todo caso, somos el libro, y lo que aún no encontramos es el camino a la veracidad de los hechos y los días. Se puede vivir así, se sabe. Lo que no se puede es renunciar a cambiarlo.

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(*) La presente nota es parte de la contratapa de la edición 1024 del Semanario uruguayo Brecha, cedido gentilmente a Causa Popular para su difusión.

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