Uruguay. Acceso a la información: tú pides y yo decido

Marcelo Pereira, gentileza de Semanario Brecha, especial para Causa Popular.- El gobierno de izquierda no parece haber identificado aún la diferencia que existe entre divulgar informaciones y transferir a la sociedad el poder de conocerlas. Es un hecho que democratizar el acceso a la información no ha estado entre las prioridades del actual gobierno nacional. En los siete meses transcurridos desde la asunción de Tabaré Vázquez, la mayoría parlamentaria con que cuenta el oficialismo no se ha puesto en juego para aprobar iniciativas en la materia, y en el caso particular de la información relacionada con el terrorismo de Estado, el Poder Ejecutivo va obviamente por otro camino.

Esa conducta está lejos de lo esperado por muchos ciudadanos, pero es discutible que signifique un apartamiento de los compromisos centrales asumidos en la campaña electoral del año pasado.

Vázquez prometió hace poco más de un año* poner “efectivamente a disposición de las uruguayas y los uruguayos las estadísticas y datos oficiales” e instrumentar “los mecanismos pertinentes para que la ciudadanía acceda a una información que, en última instancia, le pertenece”, pero no dijo cómo ni cuándo.

De modo aun más vago anunció que iba a defender y estimular “la democratización de los medios de comunicación, tanto públicos como privados”, sin que se sepa hasta ahora de qué modo se propone llevar a cabo tan loable propósito.

En todo caso, el elocuente discurso de los actos sugiere que cuando este gobierno habla del derecho a la información, piensa sobre todo en lo que él mismo puede y quiere hacer en materia de recolección y difusión de datos, y no en facilitar procesos a partir de la iniciativa de cualquier ciudadano.

La distinción no es menor: una cosa es que el Estado decida dar algo a la sociedad, y otra es establecer que, desde la sociedad, cualquier persona tenga derecho al conocimiento de lo que legítimamente pueda interesarle. La evidente diferencia es que en el primer caso todo depende de la buena voluntad de las autoridades, en función de lo que ellas consideren necesario y conveniente.** En otras palabras, el problema es si se transfiere o no un poder, o sea si realmente se democratiza.

Hay excepciones, por lo menos en primera instancia. La Comisión Ciudadana para la Auditoría de la Deuda Pública Externa e Interna, creada este año, pidió al Banco Central informaciones básicas sobre la cuestión que quiere indagar, y esa institución estatal asegura que los datos serán entregados (véase la página 13).

Complicaciones y doctrina. En otras situaciones, quedan en evidencia problemas relacionados con la actitud del gobierno y algunos de alcance más vasto, que determinan por ejemplo la diferencia entre ser informado y poder comprender.

Es el caso de la información sobre los proyectos en curso para instalar grandes fábricas de celulosa: por una parte, se han presentado dificultades de acceso a datos necesarios para evaluar qué impacto ambiental pueden tener esos proyectos, pero además ocurre que los informes y previsiones en la materia se apoyan en conocimientos técnicos que la mayoría de los ciudadanos no poseemos.

Por lo tanto, y dadas las discrepancias entre personas que se presentan como expertos, la formación de opinión pública sobre esto puede depender de factores ajenos al fondo de la cosa, como la capacidad de persuasión de los contendientes o lo confiables que parezcan.

En términos generales, la información es poder, pero los conocimientos necesarios para interpretar la información son una variable que puede anular o multiplicar ese poder.

Para democratizar la información no basta, por lo tanto, con facilitar la entrega de papeles y otros documentos, si ésta no es acompañada por una auténtica disposición a promover y difundir, para todos los interesados, el contrapunto de distintas opiniones fundadas acerca de los hechos, y no sólo de las posiciones gubernamentales.

Lo que pasa es que a veces las autoridades consideran que no ha llegado el momento propicio para divulgar y discutir datos disponibles. Por ejemplo, los recogidos en una investigación de las consecuencias para la salud de las mujeres que tienen las actuales normas, políticas y prácticas relacionadas con la interrupción voluntaria del embarazo.

El derecho de acceso a la información en poder del Estado es reivindicado a menudo por periodistas e investigadores, pero el desarrollo teórico de este concepto abarca a todos los ciudadanos, y no sólo a quienes tengan intereses profesionales o de índole estrictamente personal en alguna cuestión.

El artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (ratificada por Uruguay en 1985) reconoce a cualquier persona “la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole”.

En nuestro país, una memorable nota de jurisprudencia del profesor José Aníbal Cagnoni señaló, también en 1985, que el derecho a la información “es esencial al régimen democrático, como el secreto es la garantía de la supervivencia del régimen autocrático”.

Y en la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión, aprobada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se afirma: “El acceso a la información en poder del Estado es un derecho fundamental de los individuos.

Los estados están obligados a garantizar el ejercicio de este derecho. Este principio sólo admite limitaciones excepcionales que deben estar establecidas previamente por la ley para el caso de que exista un peligro real e inminente que amenace la seguridad nacional en sociedades democráticas”.

La sellada. El asunto más candente que afronta este gobierno en el campo del acceso a la información es, sin embargo, uno que puede ubicarse en ese campo pero lo desborda.

El acceso de la sociedad a los datos estatales sobre la violación de los derechos humanos por parte de fuerzas represivas, antes de la dictadura, durante la misma y -en el caso de los delitos que no prescriben- hasta hoy no es, por supuesto, un problema equivalente al de la información acerca de deudas comerciales.

Las muchas diferencias abarcan el tipo de valores involucrados, el hecho de que las informaciones están dispersas y en proceso reservado de averiguación, y sobre todo el significado de cualquier movimiento de la barrera que separa lo secreto de lo conocido.

Aunque un frívolo y vidrioso manejo de las noticias tienda a transformar toda la cuestión en una siniestra búsqueda del tesoro, aquí no está en juego sólo el derecho de los familiares de las víctimas, sino también el de la sociedad en su conjunto a conocer su historia; y no sólo la posibilidad de establecer autorías, móviles y complicidades en el área de las responsabilidades penales, sino también, y quizá con mayor importancia, en el terreno de las responsabilidades políticas.

Se trata entre otras cosas de la posibilidad de dirimir, ante la ciudadanía, el sentido de cada violencia, y la consolidación de una opinión social sobre el pasado constituye, sin duda, un poderoso factor ideológico en la lucha por la hegemonía actual y futura.

En ese contexto, el Poder Ejecutivo (en un sentido muy acotado, que apenas incluye al presidente de la República y a unos pocos allegados) juega cartas por debajo de la mesa, sin enunciar qué se propone.

Pero da la impresión de que negocia y presiona, alternativamente, para llegar hasta donde pueda, siempre y cuando eso no agite demasiado las aguas (cuya quietud el gobierno considera un valor prioritario), ni comprometa los intentos de establecer una alianza sin precedentes entre un pequeño grupo de dirigentes de izquierda y altos mandos en actividad.

Cuando el abogado paraguayo Martín Almada visitó Uruguay a mediados de este mes, invitado por la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Representantes, y trajo consigo una lista de casi 50 uruguayos que estuvieron detenidos en Paraguay en el marco de la coordinación represiva de las dictaduras, las autoridades de nuestro país le pidieron que no diera a conocer esa nómina.

Cabe que hayan invocado razones de delicadeza, la necesidad de averiguar y verificar datos, la voluntad de no generar expectativas infundadas y un largo etcétera de sensateces.

Pero también es claro que el intento de asordinar esa información (aunque cualquier uruguayo puede viajar a Paraguay y obtenerla) es funcional a la voluntad de conducir un proceso muy controlado, con el mínimo posible de “desbordes” que puedan disminuir la capacidad de maniobra de Vázquez.

Es otro cantar que ese modus operandi resulte viable. Y para ver dónde residen las debilidades del plan, puede ser útil considerar la situación creada por la irrupción en escena del profesor de historia e investigador Óscar Destouet, que logró acceder a datos inéditos sobre el terrorismo de Estado y ha comenzado a divulgar algunos de ellos.

Destouet no es un advenedizo en este terreno. Militante desde la resistencia a la dictadura en la Universidad, y vinculado desde entonces con los familiares de detenidos desaparecidos, participó hace dos años en el destape de archivos policiales logrado por integrantes de la llamada Generación 83.

Sin embargo, su presencia en el escenario no estaba prevista, y no integra el grupo al que el secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández, encargó el estudio, el análisis y la publicación, con las explicaciones que consideren adecuadas, de los datos recogidos por la Comisión para la Paz durante el gobierno anterior, los aportados por las Fuerzas Armadas este año y eventualmente otros.

Además, la labor de Destouet se apoya en la premisa de que existen archivos de la represión, si no completos por lo menos relevantes, y los logros parciales que ha exhibido hasta ahora tienden a confirmar esa hipótesis, que contradice bases importantes de la estrategia impulsada por Fernández.

No está de más señalar que la existencia de esos archivos significa, por ejemplo, que la metodología de la propia Comisión para la Paz fue poco eficiente, al confiar en testimonios orales cuando había fuentes menos sospechosas. Y que esa debilidad metodológica puede deberse, por ejemplo, a que los doctores Vázquez y Fernández hayan sido engañados por el anterior Poder Ejecutivo, cuyo canciller, Didier Opertti, aseguró a los otros dos poderes del Estado que no había, en el Ministerio de Relaciones Exteriores, documentos como los que Destouet encontró allí en cantidades industriales.

Esas interesantes implicaciones del trabajo del investigador tienen contrapartidas que no se ajustan a la pureza doctrinaria en estos asuntos.

Destouet se ha ubicado en una posición importante para el desarrollo de esta historia sin que mediaran una designación oficial, el aval político de alguna organización social o política ni una posición académica indiscutible, y a partir de esa situación se dispara todo tipo de dudas e impugnaciones.

Hay quienes temen que se convierta en instrumento de operaciones militares de inteligencia. Otros que desbarate transacciones largamente negociadas.

Otros cuestionan sus criterios para difundir la información a la que ha podido acceder, y en especial el hecho de que dé prioridad a medios masivos que, durante muchos años, fueron cómplices de la mentira.

Y quizás haya, incluso, algunos agraviados por el simple hecho de no estar en su lugar.

Sea como fuere, se alega con razón que el manejo de este tipo de informaciones conlleva, entre muchos otros riesgos, el de ensuciar memorias y debilitar causas nobles.

Por ejemplo, cuando aparezcan datos sobre presuntas delaciones por parte de personas torturadas, como parece inminente que ocurra.

Entre las restricciones aceptadas para que un Estado no entregue una determinada información, según la Convención Americana sobre Derechos Humanos, están las que sean necesarias para asegurar “el respeto a los derechos o a la reputación de los demás”.

Sin embargo, es preciso preguntarse si esos peligros dejarían de existir en el caso de que una persona cualquiera, en este caso el profesor Destouet, cesara su intervención en el proceso.

Y la respuesta es claramente negativa, por lo menos mientras el Estado no se haga cargo de definir qué busca, y cómo quiere alcanzar su objetivo.

En otras palabras, es obviamente riesgoso que una persona asuma, a título individual y desde la trama de sus contactos personales, que no se hacen públicos, responsabilidades tan relevantes, pero también es cierto que, en las actuales circunstancias, cualquier actuación en este terreno conlleva peligros parecidos, así sea la de un académico, un periodista o un alto funcionario del Poder Ejecutivo.

Precisamente porque falta una forma muy específica del acceso a la información: el conocimiento de lo que el gobierno desea lograr y de los medios que ha elegido para ello.

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– * El 20 de setiembre de 2004, en el Salón Azul de la Intendencia Municipal de Montevido, durante el ciclo denominado “Una transición responsable” y bajo el título “El Uruguay democrático”. Algunas de estas promesas se reiteraron, sin mayor concreción, durante el discurso de Vázquez, ya como presidente de la República, frente al Palacio Legislativo en la noche del 1 de marzo.

– ** La Secretaría de Prensa de la Presidencia de la República, por ejemplo, considera necesario y conveniente aumentar su capacidad propia de producción. Para ello ha comenzado a editar el boletín Uruguay Cambia, cuyo número 1 da cuenta con bastante atraso de lo ocurrido en la reunión del Consejo de Ministros que se realizó en Pando el 3 de agosto, y se propone invertir en la obtención de medios materiales que le permitan realizar piezas audiovisuales.

Es obvio que esto no responde a demandas sociales ni de los medios de comunicación a los que se ofrecerán dichos productos.

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