No se trata de una mirada nostálgica y derrotista de lo ocurrido durante estos doscientos años, sino de un profundo análisis de la historia real, de los protagonistas y de sus pensamientos, en lucha contra la colonización cultural expresada en la Historia Oficial mitrista.
La lucha unificación-balcanización y proteccionismo-librecambio marcó el contenido de las guerras civiles del siglo XIX a lo largo de todo el continente, con resultados inversos para las dos naciones que hoy se encuentran al sur y al norte del Río Bravo.
Esta disputa comienza en Nuestra América inmediatamente después del triunfo de las revoluciones democráticas, pero se intensifica a partir de la década del 20, una vez que la revolución -ya transformada en nacional desde el regreso de Fernando VII- concreta, con la batalla de Ayacucho, la separación de España. Desde ese momento la cuestión central residirá en la organización de una gran Confederación de Estados, como se planteará en el Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826, pero los sueños de los libertadores se verán frustrados por el predominio de las tendencias disgregadoras. En 1825 se había creado Bolivia ante la desidia rivadaviana; en 1827 nacerá Uruguay; en 1830 la Gran Colombia se desmembrará con la secesión de Ecuador y Venezuela, y un lustro después estallará en pedazos la Federación Centroamericana de Francisco Morazán.
La existencia de fuerzas centrífugas en los puertos y de fuerzas centrípetas en los interiores, se repite en toda Latinoamérica: aquí recibió el nombre de unitarios vs. federales. Los puertos, dominados por las burguesías comerciales que se adueñan de la revolución, buscan establecer sólidos lazos con Inglaterra, el país que asoma como potencia hegemónica. De allí que su proyecto político sea netamente antinacional -entendiendo que la nación es América Latina-, probritánico y antipopular, basado en un liberalismo económico que aniquila las incipientes producciones del interior, lanzando a la desocupación a miles de hombres y generando la resistencia popular que en las Provincias Unidas se expresará mediante las montoneras federales. En cambio, las zonas interiores levantan la bandera de la unidad latinoamericana y la formación de Estados sobre los límites de los viejos virreinatos para luego confederarlos, propugnando un desarrollo económico autónomo, con participación popular, un fuerte mercado interno y según las necesidades propias.
Al calibrar la mira en las Provincias Unidas, vemos que existe una contraposición de intereses entre tres regiones distintas: el interior, el litoral y Buenos Aires. Esta contraposición es la que permite explicar el predominio del unitarismo en Buenos Aires y la existencia de distintos tipos de federalismo en las otras dos regiones. En el interior (de Córdoba hacia el norte y el oeste) levantaban la bandera del proteccionismo económico con el objetivo de defender sus incipientes industrias de carácter artesanal de la competencia extranjera, principalmente británica, en tanto que el puerto de Buenos Aires y el litoral (comerciantes y estancieros) eran partidarios del libre comercio que les permitía ubicar sus producciones en el mercado inglés, ávido de materias primas para continuar su Revolución Industrial. Respecto de los intereses del litoral, también tenían puntos de oposición con los de Buenos aires: la libre navegación de los ríos, el puerto único y la renta de la Aduana. Es la disputa alrededor de la renta aduanera la clave de la guerra civil en el Río de la Plata, ya que perdidas las minas de Potosí se constituirá en el recurso fundamental del tesoro público, al que aportaban todas las provincias y que una sola usufructuaba.
Resulta fundamental entender el papel de Gran Bretaña, pues una vez concretada la independencia política de España su lugar será ocupado por ella, “…cuya industria, mucho más adelantada, exigía la apertura de todas las zonas precapitalistas para sus artículos y para proveerse de materias primas. […] Inglaterra, si absorbía los productos del Litoral, arruinaba con los suyos -similares- a las provincias mediterráneas que no podían competir con ellos” (Enrique Rivera, José Hernández y la Guerra del Paraguay), pregonando, así, la división internacional del trabajo y la política del “divide y reinarás”.
Es decir, a la alianza entre las burguesías del puerto e Inglaterra se terminarán plegando los grandes propietarios de tierras y de minas de las distintas regiones de América Latina, que compartían con aquellos la necesidad del libre comercio para ubicar sus producciones en el mercado mundial.
En las Provincias Unidas la vinculación entre la elite porteña y Gran Bretaña encontró terreno fértil durante la presidencia de Bernardino Rivadavia, cuando con el empréstito Baring Brothers en 1824 se inaugura la triste historia de la deuda externa, un arma de dominación que cumplirá una doble función opresora como imposición de planes económicos expoliadores y como saqueo permanente de recursos en toda Latinoamérica, además de dar lugar a un festival de corrupción. El posterior fusilamiento de Manuel Dorrego a manos de los unitarios será la antesala de una feroz represión conducida por Juan Lavalle y un anuncio de lo que la violencia oligárquica es capaz de hacer.
Los estancieros de la Pampa Húmeda, en su etapa de formación como clase, no se hallan subordinados políticamente a la burguesía comercial ni sus producciones al mercado europeo. El rosismo es la expresión más nacional y popular de ese momento de los estancieros bonaerenses, lo que hace comprensible la ley de Aduanas y la defensa de la soberanía ante los bloqueos anglo-franceses, por la cual José de San Martín le lega al “Restaurador” el sable de la Independencia. Sin embargo, de la posterior confluencia entre los estancieros de la Pampa Húmeda y los comerciantes del puerto nacerá la oligarquía terrateniente, cuyo jefe político será Bartolomé Mitre. Esto ocurrirá a partir de 1852, luego de la caída de Juan Manuel de Rosas. También en ese momento el urquicismo mostrará el carácter conciliador del litoral, en tanto encuentra coincidencias y oposiciones con las otras dos regiones.
Los intentos del urquicismo por federalizar Buenos Aires y nacionalizar la renta aduanera -tareas que el rosismo no realizó- serán rechazados por la oligarquía mitrista, que también se oponía a la igualdad de representación de las provincias en el Congreso Constituyente. Esto explica que Buenos Aires no envíe sus diputados, rechace la Constitución del ’53 y se separe de la Confederación hasta 1862, pretendiendo incluso crear la República del Río de la Plata. Habrá que esperar hasta 1880 para dar por concluida la guerra civil, cuando el roquismo venza por las armas al mitrismo, federalice Buenos Aires y nacionalice la Aduana. Pero esta victoria llegará demasiado tarde: las bases del modelo agroexportador, es decir de una economía complementaria y subordinada a la británica, ya han sido echadas durante la presidencia de Mitre entre 1862 y 1868, con la instalación de bancos ingleses y el trazado de los ferrocarriles en abanico hacia el puerto de Buenos Aires.
Pero no alcanza con referirnos a la definición del caso argentino para entender la inserción dependiente de nuestras economías en el mercado mundial. El carácter latinoamericano no sólo atraviesa a la Revolución de Mayo sino también a las guerras civiles y a su resolución.
El único país que en la primera mitad del siglo XIX logra llevar a cabo un desarrollo autónomo es Paraguay, cuya temprana independencia en 1811 fue el modo que tuvo esta provincia de resguardar sus derechos frente al centralismo porteño. Encerrado en sus fronteras, Paraguay experimentará un desarrollo económico autocentrado, autónomo e insólito para la región.
Resulta interesante rastrear los puntos de contacto entre las soluciones de los líderes paraguayos Gaspar Francia, Carlos López y su hijo Francisco y las propuestas planteadas por Mariano Moreno en el Plan de Operaciones, así como con la política llevada a cabo por San Martín en Cuyo. Ante la ausencia de una burguesía nacional, el Estado ocupa su lugar como motor del desarrollo, buscando los recursos allí donde estos se encuentren: confisca y estatiza las tierras, monopoliza el comercio exterior, regula la entrada de productos extranjeros, interviene en el comercio interior mediante tiendas de propiedad estatal, lo que impide la formación de una burguesía comercial urbana, germen de una futura oligarquía.
Los resultados son sorprendentes: Paraguay construye ferrocarriles y telégrafos, instala fábricas de pólvora y altos hornos como semilla de una industria pesada, diversifica sus cultivos, agrega valor a sus materias primas de exportación mediante incentivos tributarios, construye una flota fluvial y marítima y alcanza elevados niveles de educación. La independencia económica se constituye como base de la soberanía política y este proceso que se realiza sin capital extranjero cuenta con una marcada aceptación popular.
Por ello era un mal ejemplo para sus vecinos, pues la prosperidad del Paraguay refutaba la supuesta incapacidad congénita de los americanos para progresar por sí mismos, debiendo acudir a la panacea del capital extranjero. De allí la necesidad de aniquilar esta experiencia como condición para resolver la guerra civil del sur de Latinoamérica, coronando la última etapa iniciada en la batalla de Pavón (1861). La guerra civil se resuelve mediante un triple genocidio: la represión a las montoneras federales (1862/1870), la guerra del Paraguay (1865/1870) y la mal llamada “Conquista al Desierto” (1879).
La guerra del Paraguay asume así un carácter de guerra civil latinoamericana, por el cual las oligarquías de Buenos Aires y Montevideo junto con el Imperio del Brasil -instigados y financiados por el gran beneficiario de esta contienda: el Imperio Británico- se enfrentan al pueblo paraguayo y a los federales argentinos y uruguayos.
Esto sucederá al mismo tiempo que Estados Unidos define su propia guerra civil (1861-1865). Mientras que allí el norte industrial vencerá al sur esclavista -partidario de la exportación de tabaco y algodón y de la importación de manufacturas europeas- iniciando un intenso proceso de crecimiento de la industria y del mercado interno, protección aduanera, unificación y expansión geográfica, aquí las fuerzas centrífugas de los puertos se impondrán a los interiores proteccionistas: “…estos Estados, que Bolívar y San Martín hicieron lo posible por reunir y confederar desde los comienzos, se desarrollan independientemente, sin acuerdo y sin plan […] (saltando) a los ojos el contraste entre la unidad de los anglosajones reunidos en una nación única, y el desmigajamiento de los latinos, fraccionados en veinte naciones”, como remarca Manuel Ugarte en su libro El Porvenir de América Latina.
¿Cuál es -se pregunta Ugarte- la causa del “progreso inverosímil” del Norte? “Lo que lo ha facilitado es la unión de las trece jurisdicciones coloniales”, en cambio “la América hispana comprende algunas comarcas de prosperidad inverosímil, pero en conjunto prolonga una etapa subalterna […] sólo importa productos manufacturados y sólo exporta materias primas”.
De esta manera, al crearse 20 países donde debía fundarse una nación, se frustran los ideales de Mayo y las aspiraciones de los libertadores: el proceso de balcanización, el “desmigajamiento”, convertirá a los países “independientes” en semicolonias subordinadas al imperialismo británico (América del Sur) y al naciente imperialismo estadounidense (América Central), según la división internacional del trabajo. Y estos modelos basados en la exportación de materias primas o extracción de minerales se apoyarán en Estados oligárquicos.
Dependencia económica, injusticia social y elitización política, serán el corolario.