Lo que más me gusta de Rosalía es su irreverencia. Puede estar hablando sobre el cuerpo de su novio, salir de fiesta o sobre la angustia más desgarradora y no importa la temática o el ritmo: siempre lo hace con frescura y con altura. No le da vueltas al asunto, no pretende dar enseñanzas o quedar bien con la opinión pública. Si está enamorada lo dice, si está enojada también. Si quiere mezclar ritmo flamenco con reggaetón de Puerto Rico lo hace. Y si la critican, contesta: “Yo soy muy mía, yo me transformo”.
Cuando sacó el tema Despechá me hizo pensar sobre ese estado vengativo y a veces incontrolable que es el despecho. Como suele ocurrir con los sentimientos más intrínsecos de nuestra naturaleza humana, está mal visto. Por años me dio mucho miedo tener actitudes de despechada. Como si fuera poco que te rompan el corazón, después tenés que estar atenta a comportarte, a mostrarte civilizada y sonreír. Es que el despecho supuestamente siempre nace desde el odio, del sentirse engañada o traicionada, rechazada. El tema es que también existen el odio, el engaño y las traiciones y se espera que frente a ellos siempre ofrezcamos nuestra otra mejilla. Pero, la mayoría de las veces, lo primero que queremos hacer frente a la traición es, justamente, atacar la mejilla traidora.
En la letra de la canción, Rosalía le pide a ese que la lastimó que no la llame, que está ocupada olvidando sus males, que va a salir con sus motomamis y que se va a ir de la disco con alguien, coronada. Y no le importa si actúa desde el despecho, si es una acción dirigida al otro: lo hace y punto. Además, se divierte. Cuando le preguntaron sobre el origen del tema, Rosalía contestó que “hay muchas formas de estar despechá. En este tema es desde la locura y la libertad, sin reservas ni arrepentimientos”. Es muy bello lo que dice porque es cierto que hay algo de locura y libertad en el despecho. Es liberador irse a bailar con amigos cuando tenés el corazón roto. Hay algo que roza el exhibicionismo, el derroche y lo patético cuando liberamos en una fiesta frente a extraños nuestra evidente vulnerabilidad. Y está bien que de vez en cuando eso suceda. Y está bien no arrepentirse.
Hace unos días terminé de ver la segunda temporada de The White Lotus y, no sé si es que estoy muy tomada por el tema o qué, pero noté que el despecho funciona como motor narrativo en numerosos momentos del guión. O quizás en todos. Las historias suceden en un lujoso hotel de Taormina, Sicilia. Turistas y locales que se cruzan y se entreveran con el paisaje italiano de fondo. La historia que más me gustó fue la de los dos matrimonios que viajan juntos y se celan y se engañan con otros y también entre ellos. Lo que hacen estos personajes pareciera ser simplemente respuestas a las acciones del otro: uno engaña a su mujer entonces ella lo engaña, una le da celos a su marido entonces él hace lo mismo. El deseo se pierde y todo pasa a ser una respuesta al daño del otro. Una cadena de despechos mal direccionados. O, quizás, perfectamente direccionados.
También hubo algo que me llamó la atención en todos los capítulos de la serie: unas cabezas de cerámica que están a modo de decoración por toda Sicilia. Aparecen en el hotel, en los castillos y en los palacios. La cámara le da especial atención a estas cabezas, que parecieran estar mirando todo el tiempo a los personajes, siendo partícipes y testigos de sus historias. El otro día me contaron que es una decoración típica de Sicilia, se llaman testa di moro (su traducción sería “la cabeza del moro”) y que surgieron de una leyenda de despecho que se remonta al año 1100, cuando la isla estaba aún bajo dominio musulmán. La historia es algo más o menos así: un moro se enamora de una chica muy joven, la conquista y cuando finalmente ella se enamora, se entera de que el moro está casado y tiene hijos y su familia lo está esperando en otra isla. Una noche, la chica le corta la cabeza y la transforma en maceta. En su interior planta albahaca y la riega y la cuida hasta el día de su muerte.
Mientras escribo esto y miro mis propias macetas, ninguna con albahaca, desde alguna ventana vecina me llega la voz de Shakira. Es la última canción que sacó con Bizarrap. La letra está dedicada a su ex marido y lo defenestra. Y está muy despechada.
Los debates que surgieron a partir del lanzamiento de este tema me dieron muchísimo tedio. Que si la letra es feminista, que si está mal que exponga así sus problemas personales, que si está mal convertir el llanto en dinero. Y se me hizo muy tedioso porque, primero, pareciera que la gente olvida de que todo lo que estamos debatiendo es a base del mainstream y de los algoritmos y que ya casi no elegimos lo que discutimos, sino lo que se impone que se debata. Y, segundo, porque es Shakira y es una mujer y gana millones y todo lo que se haga hoy en día siendo mujer y millonaria va a estar doblemente o triplemente sobre-analizado. Me parece que si queremos ponernos filósofos o reflexionar sobre asuntos más “profundos” quizás es conveniente recurrir a material un poquito alejado del mainstream y lo actual. Y poder disfrutar, si es que nos gusta, los lanzamientos musicales tal como lo que son.
Un lanzamiento que estamos disfrutando mucho con mis amigas es Flowers, la última canción de Miley Cyrus. Podría decirse también que nace desde el despecho y la desilusión: la letra es sobre el “fracaso” de su matrimonio de más de diez años. En el videoclip aparece muy potra y canta que puede comprarse flores a sí misma, sacarse a bailar ella sola y pintarse las uñas de rojo cherry y escribir su propio nombre en la arena. La cantante de Tennesse tiene treinta años, una edad a la que nos estamos acercando con mis amigas, y me parece que nos llega tanto porque con los primeros amores y sus consecuentes fracasos esperábamos mucho y nos dimos cuenta que todo lo que esperábamos, al fin y al cabo, nos lo podemos dar nosotras mismas. Y el despecho de Miley se transforma en amor propio.
Cuando a veces me olvido de tener amor propio, vuelvo a leer el ensayo Self-respect: it´s source it´s power de Joan Didion, que publicó en la edición americana de la revista Vogue en el año 1961 (la autora también estaba cercana a cumplir treinta años). En el texto, se puede identificar otro tipo de despecho, que no tiene que ver con la traición del amado o de la amada, sino con el ser rechazada en otros ámbitos. En este caso, por una universidad: “El día en que no conseguí entrar en la Phi Beta Kappa sí que marcó el final de algo para mí, y es posible que ese algo se pueda describir como inocencia. Perdí la convicción de que todos los semáforos se me iban a poner en verde, esa agradable certidumbre de que las virtudes más bien pasivas que me habían granjeado la aprobación general durante mi infancia no solo me garantizaban de forma automática las llaves de la Phi Beta Kappa, sino también la felicidad, el honor y el amor de un hombre bueno; perdí cierta fe conmovedora en el poder totémico de las buenas maneras, del pelo limpio y de mis elevadas puntuaciones en la escala Stanford-Binet de inteligencia. Yo había adscrito mi amor propio a tan dudosos amuletos, y aquel día afronté el temor perplejo de quien se acaba de encontrar con un vampiro y no tiene ningún crucifijo a mano.”
En el último párrafo, enarbola una frase con manos de orfebre: “Asignarles a las cartas sin responder su importancia real, liberarnos de las expectativas ajenas y devolvernos a nuestras propias manos: en ello consiste el enorme y singular poder del amor propio.” Muchos años después, en una canción pop, una cantante rubia y con el corazón roto dirá lo mismo, pero con otras palabras.