“Una sociedad enferma”

A sus apenas veinte años de edad, la vida de Martín Castellucci -hijo de Oscar, querido amigo y colaborador de Causa Popular- fue segada de modo violento, absurdo, increíblemente gratuito y sin sentido. ¿Sus asesinos? El grupo de “patovicas” encargados de regular la entrada a “La casona”, uno de los tantos boliches bailables frente a cuyas puertas se forman largas colas de adolescentes en espera de que un par de subnormales, con el cerebro estragado por los esteroides, tengan a bien determinar quién puede divertirse y quien no, quien pasa indemne, quien es mirado de reojo, quien rechazado y quien asesinado a golpes.

La muerte de Martín no es la primera ni -todo permite suponerlo- será la última, en mayor medida porque la clausura de numerosos boliches en la ciudad de Buenos Aires a raíz de los mayores controles establecidos luego de la noche de Cromañón, promovió el éxodo de los jóvenes porteños hacia los locales de baile de la provincia de Buenos Aires, donde la actividad de ese “personal de seguridad” no se encuentra regulada por ninguna legislación.

Regulada por ninguna legislación o por una legislación que no se cumple. ¿No sería ese mismo, en un punto al menos, el propio caso de Cromañón, de mirarse más allá de la distorsión mediática, la manipulación política y de la casi demencial desesperación de muchos padres?
Se dice que es un problema de legislación y de control. Se dice.

“Esta es una sociedad enferma. Todos estamos enfermos. Usted está en enfermo. Yo estoy enfermo”, dice a su vez Oscar, conteniendo su dolor, y una vez más, como siempre, tratando de extraer de la propia -y en este caso, terrible- experiencia personal, algo que pueda ser de utilidad a los demás.

Y la nuestra es, en efecto, una sociedad enferma. En primer y principalísimo lugar, porque mata a sus propias crías, cuando no las desatiende y desentiende de ellas, de todas las maneras imaginables, en todos los lugares y circunstancias. Una sociedad que prescinde y carece de futuro: matar a los jóvenes es matar el futuro ¿qué otra cosa si no?

Seguramente cada uno de nosotros quiere ocuparse de los suyos, y a veces hasta lo consigue, pero ¿cómo evitar que esos boliches, esas largas colas frente a los boliches, esos “guardias”, bestiales o no, más, menos o nada educados, a veces hasta “respetuosos”, encargados de decidir en base a códigos no escritos -aunque no muy misteriosos, ya que todos sabemos de qué se trata- quién entra y quien no, sean un espejo exacto de nuestra sociedad? Unos están adentro y otros no, unos “pertenecen” y otros resultan excluidos, y la brutal tragedia consiste en que, como en los boliches, todos aspiran a formar parte.

De la música, del baile, de la diversión, de la compañía de los demás. Estar en el lugar, si afuera no hay nada.
No hay sitio para todos, de ahí el “(Para vos), no hay lugar”.

El “para vos” está implícito, y no podría ser de otro modo. Es un asunto variable, y las razones pueden ser múltiples. Los motivos de la discriminación pueden ser cualesquiera y según las circunstancias, ya que no tiene razón de ser en sí misma: la discriminación es hija de la exclusión y de ahí proviene. Es su instrumento. Ese es el hecho y lo demás son explicaciones post facto, construcciones ideológicas y culturales que apenas apuntan a justificar la exclusión.

La enfermedad de nuestra sociedad, la destrucción de sus crías, no es un acto de voluntad ni una política conciente, sino otra forma en que se manifiesta esa exclusión constitutiva de la propia sociedad. Una sociedad que festeja satisfecha su posibilidad de bailar y divertirse en su boliche, indiferente a las largas colas que forman afuera quienes nunca podrán entrar. Es una sociedad imposible, que se funda y sostiene en base a la desigualdad. El mal de fondo de nuestra sociedad: para que unos gocen, otros deben sufrir. Para que unos puedan entrar, otros deben permanecer afuera. Esa es la condición.

Martín Castellucci no era de esa clase de gente. Estaba adentro. Había entrado al boliche y pretendió salir en cuanto advirtió que un amigo suyo había sido excluido.

Quiso salir por amistad, o por solidaridad, que no es otra cosa que compartir la suerte del otro. Fue entonces que lo mataron.

Las circunstancias, las “aleccionadoras”, en cierto modo perversas circunstancias de su muerte, las viriles y generosas razones de Martín, tal vez sirvan para suavizar en una pequeña parte el inmenso dolor de sus padres, para quienes no tenemos palabras que resulten capaces de expresar nuestro propio dolor, solidaridad e indignación.

Los responsables de su muerte serán probablemente identificados, tal vez juzgados, en una de esas hasta condenados. Las razones, en cambio, permanecen ahí, propiciando la diaria, cotidiana muerte, el tributo de cada día que exige nuestra sociedad para seguir siendo lo que es.

COMPARTÍ ESTE ARTÍCULO

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin

Recibí nuestras novedades

Puede darse de baja en cualquier momento. Al registrarse, acepta nuestros Términos de servicio y Política de privacidad.

Últimos artículos

Entre los delirios de los agentes de la ultraderecha y los desafíos de quienes necesitamos labrar el tejido de una nueva esperanza. Por Carlos Zeta
Casi nadie creyó que la muerte del juez federal Pablo Seró, tras caer de una azotea el pasado jueves, se tratara de un suicidio. ¿Por qué nuestra sociedad tiende a buscar otro tipo de causas frente a estos acontecimientos? Por Américo Schvartzman, desde Concepción del Uruguay.
El “boom” de la construcción porteña arrastra los peores efectos de la especulación inmobiliaria hacia la población más vulnerable de municipios como Hurlingham, Lomas de Zamora, Quilmes, y Vicente López. Por Guillermo Risso