Querer describir exhaustivamente los cambios que están sucediendo en la economía mundial a partir de la gran crisis de 2008 podría parecer prematuro. Lo cierto es que nunca fue del todo superada, y la pandemia actual ha ido agravando una situación ya de por sí caótica.
Que quede claro: los problemas originados por los cuarenta años de neoliberalismo y globalización de la economía ya estaban latentes, y sólo la miopía de una clase dirigente global podría negarlos. La pandemia aceleró los tiempos y puso los problemas sobre la mesa, en lugar de barrerlos bajo la alfombra.
La derrota de Trump o el triunfo demócrata en EEUU, puso grises sobre un futuro cercano -incierto de por sí-. El fracaso de Trump, más allá de sus payasadas y exabruptos, puso fin al intento de sectores proteccionistas en EEUU de cerrarse sobre sí mismos y dejar de lado la globalización. El intento de Trump de recuperar el poderío industrial estadounidense, trayendo a suelo propio las líneas de producción hoy dispersas por el mundo -en especial China y Oriente-, fue derrotado en las urnas, pero logró mucho consenso (especialmente en las zonas otrora ciudades industriales, hoy venidas a menos por la desindustrialización). El proyecto demócrata siempre estuvo alineado con la idea de la globalización económica y productiva y el gobierno global. Iniciativa que también está en crisis, por lo que la principal potencia del mundo está frente a un dilema del cual hoy no puede salir por medio de las urnas. En los próximo meses se verá cómo evoluciona la situación interna yanqui. Cualquiera sea el camino emprendido, tendrá consecuencias globales.
El resto del mundo pareciera encaminarse a situaciones de economías cerradas, a fin de preservar el trabajo, el ahorro, el mercado interno. Para impulsar la demanda doméstica, las potencias occidentales están implementando políticas que desarmen los incentivos a la deslocalización de la producción en Asia. Así Japón acaba de disponer una línea de crédito de 14 mil millones de dólares a disposición de las empresas para que repatrien las líneas y procesos de producción, actualmente instalados en China.
Una tendencia similar se nota en Europa, que ha decidido mantener la nacionalización de empresas estratégicas, como las aéreas. Se busca desarrollar una política llamada “relocalización industrial”, e iniciar un proceso de sustitución de importaciones principalmente en sectores semi estratégicos: la producción farmacéutica, la producción de energía “verde”, etc. El fantasma del desempleo se instaló en la vieja Europa, hoy muy convulsionada por conflictos socioeconómicos, raciales y políticos. La destrucción masiva de empleos puede ser un escenario apocalíptico para la UE.
El modelo neoliberal globalizador cruje.
La actual crisis mundial ha mostrado con toda crudeza el fracaso del modelo político y económico encarnado en el neoliberalismo y el Consenso de Washington. Todas las teorías que le dieron sustento han mostrado su inoperancia para dar respuestas.
La crisis del 2008 y la larga recesión que le siguió mostraron, en primer lugar, que la primacía del capital financiero por sobre la organización de la economía mundial destruye sectores a lo largo y ancho del aparato productivo -antes prósperas zonas industriales y productivas-, para llevarlos a regiones del tercer y cuarto mundo, buscando mano de obra barata (casi esclava en algunos casos), destrozando el medio ambiente y saqueando recursos naturales. Aquél es el modelo que tocó su punto límite.
Un segundo elemento es la guerra comercial, larvada detrás del “exitoso modelo de libre comercio”. Políticas de dumping, barreras arancelarias y paraarancelarias, destinadas a restringir las importaciones y aumentar exportaciones. Estas “ventajas”, tienen mucho que ver con vulnerar leyes, convenios y acuerdos multinacionales. Salarios muy bajos, explotación infantil, sobre explotación de los recursos naturales y depredación del ecosistema, guerras por los recursos, etc. Queda claro que este “libre comercio forzado” solo ha provocado crisis sociales, sanitarias y ecológicas.
El modelo neoliberal no tardó en mostrar sus limitaciones, ya que mientras las grandes corporaciones ganaban más dinero a partir de bajar significativamente sus costos de producción, los países centrales veían aumentar sus costos sociales al aumentar el desempleo, el gasto de seguridad social, la recaudación impositiva; un panorama que obligó al desmantelamiento del estado de bienestar de posguerra, con sus implicancias sociopolíticas.
Todo esto pone en tela de juicio la lógica del andamiaje social de la globalización. En teoría, las importaciones de bienes de consumo a bajo precio permiten incrementar el poder adquisitivo de los salarios, pero esas importaciones destruyen los puestos de trabajo internos e incrementan el costo social, restringiendo la tasa de beneficios que el gran capital preveía.
Por último y no menor, el mundo que surge en estas cuatro décadas de neoliberalismo, pone en cuestión la hegemonía global tras la caída del muro de Berlín y la debacle de la Unión Soviética. La hegemonía política y militar norteamericana es hoy disputada por el surgimiento de otras potencias económicas, como China, la Federación Rusa, India o el surgimiento de nuevos bloques económicos y políticos, como el BRICS.
Todos los analistas predicen el reemplazo de la hegemonía yanqui por la china para la década de 2030. Situación que llevará, seguramente, a conflictos comerciales y políticos muy duros. Hay que recordar que estas batallas por el liderazgo regional o mundial siempre se han dirimido a través de grandes guerras.
Las salidas a la crisis post pandemia son limitadas. Una de ellas es continuar con el modelo actual, aceptando el costo que éste ha generado en todos los órdenes, teniendo en claro que la tasa de beneficio se limita considerablemente; otra, es poner límites a la lógica globalizadora del libre comercio y la libre circulación de capitales. Esta podría ser la salida más racional: volver a un esquema de producción con fortalecimiento del mercado interno en detrimento del sector financiero global, el gran (y casi único) ganador de este proyecto fallido. Por supuesto que esto no se hará sin conflictos entre los distintos grupos de poder.
América Latina y argentina.
Hoy Latinoamérica vive en un estado de gran convulsión interna. Todos los países de la región están sufriendo las consecuencias de décadas de políticas neoliberales impuesta por el FMI, el Banco mundial, y otros organismos internacionales destinados a penetrar e instaurar en los países periféricos las políticas del consenso de Washington. Hoy los pueblos, en especial los jóvenes, han salido a la calle, hartos de políticas económicas que les roban presente y futuro. Hay manifestaciones populares en Guatemala, Colombia, Ecuador, Perú, Chile y crisis política en Brasil, donde el gobierno de derecha de Bolsonaro fue derrotado en las elecciones municipales y estaduales de ese país. No es ninguna coincidencia: los países de la región fueron víctimas de golpes de estado sangrientos, instrumentados para instalar las políticas de libre mercado, que solo han empobrecido a su población primarizando su economía, desindustrializando los países y privatizando los servicios públicos. Todo lo cual aumentó considerablemente la concentración de la riqueza en pocas familias, además de saquear recursos naturales y contaminar el medio ambiente.
Frente a la crisis global y regional, el sentido común indica que no se puede volver a las viejas recetas que nos han llevado a esta situación. Es necesario plantearnos como país y como región alternativas de desarrollo sustentable, una política deliberada hacia una mayor soberanía y autosuficiencia nacional. Como decía Aldo Ferrer, un “vivir con lo nuestro”.
La salida de la crisis solo puede lograrse a través de un incremento de la demanda interna, del consumo, de mejores salarios y pleno empleo en el marco de una planificación de gobierno sustentable en el mediano y largo plazo.
Es necesario retomar el camino de la reindustrialización acelerada por sustitución de importaciones, que fue el camino exitoso de crecimiento y desarrollo nacional desde la década de 1930 hasta su destrucción y punto final con el golpe de 1976, que vino a terminar a sangre y fuego con el sueño de una Argentina industrializada.
Argentina cuenta con recursos valiosos para reiniciar este proceso de industrialización acelerada. El caso del petróleo y el litio abren importantes posibilidades, son ejemplos de oportunidades.
El petróleo, por ejemplo, no debería ser sólo para consumo interno, sino también un bien exportable para generar divisas. Es necesario agregarle valor, exportar plásticos en lugar de gas, pero para eso es necesario desarrollar una industria petroquímica. En lugar de exportar petróleo crudo debemos exportar nafta. Pero para eso hay que construir otra refinería. Resulta imperioso desarrollar más tecnología en la explotación petrolera tradicional, para hacer más eficiente y rentable la explotación de Vaca Muerta.
El litio, por su parte, es un mineral estratégico, existente en pocos lugares del mundo y uno de esos lugares es en el Norte Argentino, que limita con Bolivia y Chile. Lamentablemente, la Constitución del 94 entregó la explotación minera a la provincias -con un supuesto fundamento en el federalismo-, y está en búsqueda de recursos para sus arcas. Es fundamental recuperar ese recurso para los argentinos y constituir empresas que agreguen valor, lo cual aplica también para muchos minerales que son extraídos con técnicas que dañan el medio ambiente, dejando muy pocas regalías a las provincias. La meta debe ser agregar valor a todos los productos exportables.
Por ejemplo, a partir de las baterías de litio podemos avanzar en la construcción y desarrollo del colectivo eléctrico y por ende en el auto eléctrico. Industria de gran potencial futuro, en la cual tenemos capacidad de desarrollo.
Lo mismo puede decirse de los desarrollos en energía atómica, pequeños reactores, industria aeroespacial, satélites, comunicaciones, industrias para la defensa, desarrollos 4 y 5G, farmacéutica y salud, etc.
Por supuesto que -y el gobierno está trabajando en ello junto al sector-, está el agregado de valor a toda la producción agropecuaria. Argentina puede y debe ser uno de los principales exportadores de alimentos elaborados del mundo. Argentina está en condiciones de duplicar y hasta triplicar sus exportaciones en alimentos en un corto plazo.
El potencial de desarrollo existe y siempre existió, pero sigue habiendo restricciones internas y externas que dificultan este proceso virtuoso. Uno fundamental es el andamiaje legal del neoliberalismo, que actúa con una lógica saqueadora de acumulación de capitales y su posterior fuga hacia guaridas fiscales. Controlar los flujos de divisas especulativas es crucial, porque son un vehículo de deuda y empobrecimiento. En ese orden no queda otra que desdolarizar la economía y sobre todo lograr el anclaje dólar-precios internos.
La otra restricción que tenemos es la falta de una burguesía nacional. No solo no tenemos una burguesía que pueda liderar un proceso de industrialización, sino que, como muestra la historia argentina, es la misma burguesía la que resignó siempre su rol histórico y sus intereses de clase al servicio de los negocios de la oligarquía y los capitales extranjeros.
En ese marco, un proceso de reindustrialización acelerada solo puede ser liderado por un “estado desarrollador”, que no solamente regule y vigile sino que en ciertas áreas se convierta en un estado empresario, motor de la economía. Un estado que lidere -asociado a los privados, si es posible- un proceso de investigación, desarrollo e innovación científico tecnológica.
Por supuesto que no planteamos un estado omnipresente, que se haga cargo de todo, pero sí de todas aquellas actividades básicas donde el privado no puede o no quiere invertir.
El estado debe fijar el rumbo y las reglas de juego para los actores del proceso económico, y debe premiar a los que las cumplan así como sancionar a aquellas que sacan los pies del plato.
Los países del primer mundo, léase EEUU, Alemania o China, esconden el rol del estado. Mientras nos hablan de libre comercio, libre empresa y ajuste del estado como recetas para nuestros países, ellos tienen estados fuertes, asociados a la actividad productiva, que invierten ingentes sumas en investigación y desarrollo de nuevos productos y tecnologías, luego comercializados por empresas privadas. En estos casos, las industrias militares o la industria espacial fueron el comienzo de las nuevas tecnologías que hoy se usan en la vida diaria, como internet, celulares, GPS, etc., subvencionadas por contratos del estado con empresas privadas.
Vamos hacia un mundo donde se cerrarán fronteras, donde el comercio entre países será complejo, donde los conflictos por los mercados y los recursos naturales pueden llegar a ser violentos. Argentina debe cerrarse sobre sí misma, desarrollar un mercado interno fuerte y sustituir con producción local muchos productos que hoy se importan.
Es probable que estemos en los umbrales de un proceso de integración de bloques geográficos regionales, que disputen el comercio pero también la hegemonía global. En un escenario así, Argentina debe integrarse a Latinoamérica, no sólo por razones de hermandad histórica o cultural, sino por razones económicas y comerciales. Un mercado común latinoamericano es un mercado que permitiría escalar nuestra producción, ya que la industria argentina, a pesar de las políticas de destrucción internas durante los gobiernos liberales, tiene prestigio y mercados seguros en la mayor parte de los países de la región.