Por Teodoro Boot, especial para Causa Popular.-
Es sabido que las palabras no significan exactamente lo mismo para todas las personas, no evocan los mismos sentimientos ni provocan idéntica secreción de neurotransmisores. Para cada quien, un vocablo estará asociado a diferentes experiencias, circunstancias y preconceptos. Es así y es inevitable que así sea: el uso de un idioma común ni nos iguala ni garantiza de por sí una adecuada comunicación, pero es deseable que exista cierto límite en cuanto a la variedad de significados posibles para cada término. De haberlo, sólo puede surgir de un elemental pudor en la elección de las palabras, alguna perspicacia respecto al momento y los interlocutores, cierto decoro en las maneras, y la humildad suficiente para comprender que nuestra interpretación del lenguaje no es exclusiva, ni excluyente, ni mucho menos la más exacta. Dicho esto, desde luego, entre personas de buena voluntad, que buscan hacerse comprender y comprender al prójimo.
No podemos saber si el señor George W. Bush está animado de la mejor buena voluntad, pero estamos dispuestos a concedérselo a fin de entender el sentido de su extemporánea cita de José de San Martín en la asamblea de la Organización de Estados Americanos. Es de presumir que quiso ser simpático, por más que haya desconcertado a oyentes algunos de los cuales todavía deben estar tratando de averiguar a cuento de qué venía citar en ese contexto a uno de los libertadores de América.
Las interpretaciones posibles son variadísimas, pero sería un ejercicio estéril, de fines puramente académicos. Uno nunca sabe qué quiere decir Bush.
Esta vez, sin embargo, fue bastante comprensible. Está claro lo que San Martín dice: que estaba dispuesto a defender la libertad ahí donde se la conculcara, pero hubo algo fuera de lugar ahí. El señor Bush lo citó correctamente, no se equivocó, ni cometió uno de sus habituales furcios.
No lo hizo, pero lo que dijo sonó tan raro como si la arenga del mismo San Martín al Ejército de los Andes, en esa parte en que compromete a sus tropas a, llegado el caso, “andar en pelota como nuestros hermanos los indios”, fuera usada como eslogan publicitario de un campo nudista. O que el obstetra se limitara a ofrecer “Sangre, sudor y lágrimas” a las mujeres en trabajo de parto.
Hasta el más abombado puede darse cuenta de que de ningún modo San Martín y Bush podrían decir lo mismo aunque pronunciaran las mismas palabras: sus circunstancias y sus puntos de vista son, si no antagónicos, al menos muy diferentes.
Para San Martín la libertad en América hispánica era un fenómeno inseparable de la independencia de los pueblos respecto a “cualquier poder de la tierra”, tal como se ocupó de hacer constar, valido de la formidable capacidad de persuasión que le otorgaba el importante ejército que estaba reclutando en Cuyo, a la hora de la redacción final de la declaración de la independencia, cuya versión primigenia se había limitado a declararnos “libres de España”.
A pesar de su buena voluntad el señor Bush se verá obligado a reconocer que, al día de hoy, por “otro poder de la tierra” aludiríamos inevitablemente al poder de los Estados Unidos, nación que él mismo representó en la ocasión.
En principio deberíamos desechar la sospecha de que, en tren de dejarse llevar por sus asesores, el señor Bush vaya a completar la Santísima Trinidad justicialista añadiendo a Rosas y Perón a su cosecha de citas, pero aun así, su imprudente mención al libertador lo hizo incurrir en una extraña forma de revisionismo: más de un desatento escolar imaginará al padre de la patria lanzando una andanada de misiles en aquel sitio del planeta donde no impere su particular visión de lo que es la libertad.
En la imaginación infantil, San Martín acabaría disponiendo, como el señor Bush, de un aparatito que le permite medir con gran exactitud la libertad: un libertadónomo laser. Esa clase de distorsiones puede provocar efectos muy perjudiciales en las mentes infantiles, que huelga decirlo, no son exclusivamente las de los menores de edad.
Sin ir muy lejos, durante más de una década, en un país dominado por los golpes militares y las elecciones mañosas, en las cuales el sector mayoritario de la sociedad se veía impedido de presentar sus candidatos, una generación de adolescentes argentinos transitó las aulas padeciendo la desconcertante materia Educación Democrática, cuya vinculación con la realidad y sus posibilidades de aplicación eran equivalentes a las de un curso de astronautas dictado en un sínodo de obipos en el Vaticano.
Ese equívoco llevó a que esa generación tuviera enormes dificultades para comprender el significado de la palabra “democracia” y acabara por desechar el mismo concepto por engañoso. Es lógico que ocurriera: los párvulos de entonces estábamos firmemente convencidos de que “democracia” no significaba, como etimológicamente significa, “gobierno del pueblo”, sino que aludía a una suerte de “gobierno de los democráticos”, que venían a ser aquellos que le negaban al pueblo el derecho a gobernar y gobernaban en su nombre, porque consideraban que el pueblo no era democrático. Porque no los votaba a ellos, sino a otro.
El equívoco surge de una confusión entre el contenido y las formas, evidente en la curricula de aquella infausta y aburrida materia escolar: la superposición entre “democracia” y “sistema republicano de gobierno”.
He ahí el engaño, que no sólo es tal, sino que puede llevarnos a la desopilante conclusión de que, siendo monarquías, Suecia, Holanda, Inglaterra o España no son democracias.
Quien quiera creer que el tiempo nos ha librado de los perjudiciales efectos del colegio secundario, está en un error. Hace pocos días, por ejemplo, la señora Elisa Carrió afirmó lo más suelta de cuerpo que el plebiscito es un recurso fascista o neofascista.
No fue original: parafraseó a Graciela Fernández Meijide (permítasenos acotar que, al momento de disparatar, Bush muestra mejor gusto en materia de “padrinos”). Por aquellos viejos tiempos de la Educación Democrática, la señora Meijide era profesora. De francés, pero Educación Democrática la dictaba cualquier tarambana. Elisa habrá sido alumna, o habrá aprendido la gansada en casa porque -y viene a cuento aclararlo- la confusión de los escolares, hija de una confusión curricular, era consecuencia de una confusión general.
De niño, uno suele incorporar un aparente saber, a menudo proveniente de mitos de época o de clase social y los arrastra consigo en carácter de verdades establecidas hasta que las circunstancias nos obligan a confrontarlas con la realidad, lo que puede llegar a ocurrir demasiado tarde, o nunca.
Nadie está libre de eso, y para ilustrarlo, siguiendo el método evangelista, confesaré mi propio pecado: hasta hace no mucho vivía convencido de que los “bichitos colorados” -a los que ahora, desde que estoy avivado, supongo jejenes- que en mi niñez asolaban los parques porteños, eran unos insectos que se introducían debajo de la piel produciendo ronchas rojizas y una comezón tan insoportable que sólo podíamos mitigar a base de vinagre.
El vinagre mataba al “bichito”. Me lo había dicho mi madre. Eso es. Me extrañaba, claro, no haber visto jamás ninguno, pero cuando supe de la existencia de animales microscópicos, me tranquilicé.
No fue sino hasta hace unos meses que la carcajada con que mi madre, mi propia madre, comentó una afirmación mía al respecto, que no advertí que toda mi vida estuve equivocado -por no decir engañado-, convencido de un mito infantil y razonando como un orate.
Nunca es tarde para avivarse. Sería entonces bueno que la señora madre de Elisa Carrió, si se avivó de la tontería, trate de avivar a la nena para que desista de repetir macanas.
Por las dudas. Señora Carrió (madre): un plebiscito es un método de legitimar una resolución política sometiéndola a la votación de todos los ciudadanos, para que se pronuncien a favor o en contra. En otras palabras, consiste en preguntarle al pueblo si aprueba o desaprueba algo.
Si la señora Carrió (hija) insiste en repetir que el plebiscito es un recurso fascista corremos el riesgo de que muchas personas poco avisadas entiendan al fascismo como el mejor método de ejercer la democracia, vale decir, el gobierno del pueblo, lo que está bastante lejos de ser la verdad. Tanto que es su opuesto, ya que el fascismo no es el gobierno del pueblo, sino el de las corporaciones.
Pero la señora Carrió (hija) repite como un loro los mitos infantiles y cree, en base a ellos, disponer de un aparatito de medir la democracia, un democrónomo. Gracias a él puede decir quien es y quien no es democrático, y que el pueblo se meta su opinión donde le quepa y sanseacabó.
Ni el democrónomo de la señora Carrió ni el libertadónomo laser del señor Bush emitirían la menor señal de alarma de pasárselos al señor Tony Blair. Es curioso: basándose en la certeza de un mayoritario voto negativo, el señor Blair acaba de suspender un plebiscito para consultar al pueblo inglés sobre su acuerdo o desacuerdo con la nueva constitución europea. Debe ser porque le escuchó decir a Elisa que se trataba de un recurso fascista. O porque el resultado estaba cantado.
Ustedes dirán, pero ¿Qué tiene de curioso lo que hizo Blair? Que no suspendió el plebiscito a fin de rechazar la constitución, sino para aprobarla, en perfecta conciencia de que esa no sería la voluntad mayoritaria de los ingleses. Hay que admitir que como método democrático resulta un poco extraño. Cabe la posibilidad de que se trate de una excentricidad británica, pero eso no explica por qué el democrónomo ni el libertadónomo laser no emiten señales de alarma. Será que están calibrados para detectar los derechos de las minorías.
Tanto la señora Carrió como el señor Bush, a sus muy diferentes maneras y propósitos, insisten en la imperiosa necesidad de que sean respetados los derechos de las minorías.
Nadie puede negar legitimidad a tal exigencia, a condición de que primero se reconozca el derecho de las mayorías, porque de tanto machacar con los derechos de las minorías se terminan olvidando de que los derechos de las mayorías son -y es una obviedad- mayores. De lo que Tony Blair acaba de brindarnos una demostración por el absurdo.
Si la democracia es el gobierno del pueblo, de la mayoría del pueblo, y la libertad comienza por una libertad primera y esencial, que es la de elegir el propio destino, nos encontramos ante la extraña circunstancia de que los libertadores quieren determinar el destino de los demás y los democráticos le niegan al pueblo la posibilidad de elegir.
¡Y después uno se avergüenza de haber creído tanto tiempo en los bichitos colorados!