En 1974, en Kinshasa, se realizó la pelea por la corona del mundo entre Muhammad Alí y George Foreman.
Foreman tenía 24 años, un estado físico indestructible, una técnica impecable, estaba invicto, medía diez centímetros más que Alí, le llevaba varios kilos de fibra de ventaja y era el favorito en las apuestas.
Alí venía de la cárcel por haberse negado a alistarse en el ejército, para combatir en Vietnam. Sus pergaminos boxísticos ya no eran suficientes para nadie.
Ni siquiera para su propio equipo que, luego confesaría, creía que iba a asistir a la masacre de Alí a manos de Foreman. Su única ventaja era haber elegido el lugar del combate: Kinshasa, Zaire. El corazón de África. Era el favorito de la gente.
Los que quedaron sin localidades rodearon el estadio y durante todo el combate corearon su nombre. Los pobres, los negros descalzos, que no podían pagar el pasaje al estadio, salieron a la calle y durante todo el combate corearon su nombre.
Y no era favorito por el peso, la destreza, la fuerza o los cálculos absurdos de las estadísticas. Era favorito, simplemente, porque era uno de ellos. Un negro musulmán que no se doblegaba. Que no aceptaba la sumisión racista que su sociedad le asignaba. Que no accedía a volar al otro lado del planeta a matar a otros pobres para que se beneficiaran los amos del sistema.
Sonó la campana y Alí aguantó la paliza que le propinó Foreman los siete primeros asaltos. Resistió los golpes sin contestar uno solo. Foreman golpeaba y era estéril. Arriba, abajo y era inútil. El nombre de Alí ensordecía incesante el aire de Kinshasa. Cuando el espíritu de Foreman se dio cuenta de lo infructuoso del ataque, la fuerza se agotó en sus brazos y cayó su guardia.
Alí venció por knock out en el octavo asalto.
Al preguntarle al vencedor por qué había estado tan seguro de su victoria, Alí contestó: “Si pensaba en la potencia formidable de Foreman, en su velocidad, en su altura, en la opinión de los apostadores, seguramente hubiera sido vencido en los primeros minutos. En cambio, si escuchaba la voz de la gente que coreaba mi nombre, de los que no tenían un centavo en el bolsillo pero que igualmente apostaban todo a favor mío, me volvía invencible. Y lo era. Era invencible, porque me daba cuenta de que lo único que podría hacer Foreman era pegarme. Nada más que pegarme. Su fuerza provenía de sus brazos y la mía del corazón de África”.
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