Una catástrofe sin fin

La imagen partida entre los festejos en Jerusalén por la inauguración de la nueva embajada de EE.UU. y la represión en la Franja de Gaza cristalizó el nuevo escenario de un viejo conflicto.

Los palestinos de la Franja de Gaza conmemoraron ayer el 70 aniversario de la Nakba -catástrofe en español-, el éxodo masivo y forzado de muchos de sus padres, abuelos y bisabuelos que está en el corazón mismo del conflicto israelí-palestino, enterrando las víctimas de una nueva catástrofe y lamentando nuevos muertos.

 

En 1948 alrededor de 750.000 palestinos tuvieron que huir de sus casas porque le temían al flamante Estado israelí y las milicias que ayudaron a fundarlo. Muchos se llevaron las llaves porque creían que podrían volver, pero hoy ellos, sus hijos, sus nietos y bisnietos siguen siendo refugiados. Setenta años después, muchos de estos refugiados, cansados de no tener más opciones que esperar un nuevo ataque israelí en un pequeño territorio devastado y bloqueado hace más de una década, desafiaron las advertencias y marcharon sin armas en protesta de la ocupación y del apoyo irrestricto de Estados Unidos al gobierno israelí. El resultado fue una nueva masacre o, mejor dicho, un nuevo capítulo de una catástrofe que se mantiene abierta en el tiempo, sin resolución y alimentada constantemente por nuevas víctimas y más violencia.

 

Se suele aclarar que el conflicto entre israelíes y palestinos es complejo y difícil de explicar. Sin embargo, la imagen partida del lunes, entre los festejos en Jerusalén por la inauguración de la nueva embajada estadounidense y la represión masiva en la Franja de Gaza, cristalizó como pocas veces las dos realidades que se viven en el terreno, el desprecio que demuestra el gobierno israelí -y su aliado estadounidense- por las vidas de los palestinos, las falacias del discurso de defensa legítima de Israel y la desesperación que reina en el pequeño territorio palestino.

 

Las marchas semanales hasta el límite establecido por Israel entre su territorio y la Franja de Gaza comenzaron el 30 de marzo pasado y terminaron ayer, en el 70 aniversario del día de la Nakba. Las protestas contra la ocupación no son nuevas -la ocupación cumplió medio siglo el año pasado- y mucho menos en Gaza, donde la mayoría son refugiados y donde desde hace más de una década gobierna el movimiento islamista Hamas, una fuerza que sigue defendiendo la resistencia armada contra Israel.

 

Sin embargo, las protestas de este año adquirieron un tono y una dimensión especial. Primero Hamas se sumó -otros años disparó contra los manifestantes desarmados- y se apropió de la convocatoria; segundo, era el 70 aniversario de la Nakba y, tercero, era también una respuesta a la decisión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a trasladar la embajada de Tel Aviv a Jerusalén, lo que significó romper medio siglo de política norteamericana, dejar de reconocer, al menos diplomáticamente, el reclamo palestino sobre Jerusalén este, y aceptar a la ciudad como la capital de Israel.

 

La medida puede ser simbólica ya que no cambia en nada la situación para el 35% de la población de Jerusalén que es palestina y que vive con peores servicios públicos, en barrios sin inversión estatal, sin derecho a votar a las autoridades nacionales y con el constante temor de perder su casa y ser desplazado por ocupaciones ilegales de colonos judíos o arbitrariedades del Estado. Pero el valor simbólico de Jerusalén y de los festejos israelí-estadounidenses del lunes pasado es enorme para la mayoría de los palestinos.

 

Como el reclamo de retorno de los refugiados que se vieron obligados a abandonar sus hogares por miedo a la violencia durante la Nakba, la soberanía de Jerusalén también está en el corazón del conflicto israelí-palestino. Por eso, hasta hace unos días, todos los países del mundo tenían su embajada en Israel fuera de la ciudad, principalmente en Tel Aviv, pese a que el Estado israelí tiene sus principales sedes en Jerusalén. Se trataba de un gesto, también simbólico, que permitía aparentar imparcialidad y moderación, aún si luego en los hechos las potencias mundiales y muchas naciones han demostrado ser más comprensivas con los argumentos israelíes que con los palestinos.

 

La decisión de Estados Unidos -el país que ofició de mediador en las últimas décadas y el único con influencia suficiente sobre Israel para frenar o limitar sus acciones- de trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén demostró que Trump convirtió la histórica alianza entre los dos países a una verdadera relación carnal con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. Esto no sólo cristalizó lo que los palestinos denuncian hace años -el apoyo incondicional de Washington a la ocupación israelí-, sino que además garantizó que ya no habrá ni siquiera gestos de buena voluntad.

 

El editorial del diario israelí Haaretz del día siguiente a la masacre del lunes describió este clima: “…una atmósfera de arrogancia que ha tomado el sistema político, impulsada por un presidente estadounidense favorable que ha respondido a todos los caprichos de un primer ministro israelí que se niega a considerar la paz”.

 

La represión a mansalva del Ejército israelí y los 60 muertos que dejó en Gaza, mientras en Jerusalén la hija de Trump, Ivanka, y su esposo y heredero de una familia que ha donado mucho dinero a las colonias israelíes en los territorios palestinos ocupados se sacaban fotos sonrientes y brindaban con Netanyahu, no fue un resultado de una jornada descontrolada. Fue una decisión deliberada y anunciada.

 

Desde el 30 de marzo, todos los viernes miles de palestinos marcharon hasta el límite con Israel y cada vez el Ejército israelí los recibió con balas de fuego y gases lacrimógenos. En total cerca de 50 personas murieron esas semanas y miles resultaron heridas, pero el mundo apenas reaccionó, más allá de algunas declaraciones condenatorias sin peso ni efecto real.

 

El gobierno de Netanyahu sabía que el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén y su apertura a toda pompa podría desatar la furia de los palestinos y, por ende, una represión aún más grande y sangrienta por parte de sus militares. Lo sabía y decidió que era una consecuencia aceptable.

 

“La ambición nacional y la realización de una visión tienen un precio. Abrir la embajada de Estados Unidos en Jerusalén tendrá un proceso y vale la pena pagarlo”, sentenció unos días antes de la inauguración el canciller y uno de los hombres más reaccionarios y xenófobos del gobierno de Netanyahu, Avigdor Lieberman, a la prensa local.

 

El precio del que habla, por supuesto, es un aumento de protestas de resistencia palestina e, incluso, un posible nuevo levantamiento popular, no de un rechazo o críticas desde adentro de la sociedad israelí.

 

Analistas críticos y cercanos al gobierno coinciden en que los cuestionamientos internos a la represión de los palestinos es ínfima en Israel; ni siquiera hay debates nacionales sobre el tema. El gobierno y el Ejército aseguran que atacan en legítima defensa para evitar que terroristas se infiltren en el territorio y atenten contra civiles, y la ciudadanía lo acepta sin dudarlo.

 

La versión oficial israelí es que toda la culpa es de Hamas y sus continuos actos de violencia, y así se lo comunicó a su sociedad, al mundo y hasta a los propios palestinos atacados. “Hamas está intentado ocultar sus fallas poniendo en peligro tu vida. Al mismo tiempo, Hamas está robando tu dinero y utilizándolo para cavar túneles. Te mereces un gobierno mejor y un mejor futuro,” escribió el Ejército israelí en unos folletos que lanzó sobre la Franja de Gaza en la víspera de la masacre del lunes.

 

Ese día marcharon decenas de miles de palestinos -40.000 según Israel, 80.000 según los organizadores- en Gaza. Lo hicieron después de un mes y medio de ver cómo Israel reprimió cada una de las protestas semanales y con la certeza de que lo volvería a hacer. No hay dudas de que hubo milicianos y simpatizantes de Hamas en la manifestación, pero tamaña movilización en condiciones tan adversas y peligrosas no puede analizarse sólo desde la obediencia debida.

 

La consumación de la relación carnal entre Trump y Netanyahu, la tibieza del resto del mundo -incluidos los vecinos y aliados árabes y musulmanes- y la convicción de que no existirán ni gestos y actos simbólicos de paz en el futuro terminaron de sellar un clima de desesperación y desesperanza que comenzó a germinar hace 70 años y que maduró a fuerza de masacres, injusticias e impunidad.

 

 

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