Una biblioteca y un teatro: cruce en el diseño de una política por venir

¡Bienvenidos, ladies and gentlemen! ¡Vuelvan a vivir Sweet Charity! De la mano de Rossana Nofal para viajar desde Broadway al San Martín, con vértigo y preguntas y esa negada por todo algoritmo: la experiencia cultural

En varias oportunidades escribí sobre el fracaso; tuvimos recursos, lo intentamos, pero las cosas no salieron del todo bien. Rápidamente nos olvidamos, o borramos o no instalamos una lógica subjetiva que nos permita defender derechos que juzgamos eternos, pero fueron de destino fugaz. Los expertos en temas de lectura nos advierten sobre las dificultades de leer y entender lo que se lee, y suman estadísticas, edades y una gramática modular de la carencia. Hay un modo particular de leer y otro modo particular de circular entre las cosas que leemos, mientras, vamos olvidando títulos, nombres y había una vez, pero algo queda. Siempre contamos un cuento para recomendar la serie cajita de historias luminosas para los que accedemos a las plataformas de streaming. Las salas de cine se van vaciando mientras la industria cinematográfica circula por corredores de contingencias múltiples. Conozco navegantes especializados en los circuitos alternativos y piratas para ver sin pagar una suscripción. Todo vale cuando se trata de vivir una buena historia en la pantalla.

Las bibliotecas que armamos, los libros que guardamos en una caja para la próxima mudanza, los que no tienen espacio en la nueva morada que puede ser un breve espacio o no encajan en el magnífico diseño porque el arquitecto no pensó en esa figura vintage que es la biblioteca de papel, torre de Babel con olores de hojas, tintas y tipografías. ¿Cómo funcionan las cosas? Entre las opciones de gastos, aun teniendo los recursos, difícilmente, figuran los libros. Porque son caros o porque no valen nada o porque no adornan o no están vestidos o porque no tenemos una geografía cotidiana para ubicar nuestros consumos. He visto muchas casas muy bonitas despojadas de bibliotecas, casas en donde representan ninguna experiencia posible. ¿Dónde guardar, caja, cajita, cajón, depósitos más o menos sofisticados, y la experiencia de la lectura analógica, esa vieja muy vieja experiencia ritual del libro debajo del brazo? Somos lectores apurados. Los versos para los trabajadores siempre se pensaron para leer en el ómnibus, en el tren, en el tranvía o mientras llorábamos los veinte poemas antes de la canción desesperada.

El libro ausente es ese encuentro comunitario donde nos enfrentamos a nuestra soledad desterrada, a nuestro modo miserable o fugazmente feliz de estar en el mundo. Reconocer una zona intermedia y gris no logra resolver la paradoja entre quienes se hunden en algún abismo de bohemia atormentada y quienes se salvan con alguna moneda en este pantano del capitalismo en su modulación más cruel del presente. Pareciera que todo puede decirse, no hay velo ni registro de cortesía: Si Trump puede… Si Milei grita… ¿cuál sería el discurso de equidad permitida frente a la barbarie soez de lo abyecto? Si todo es posible, quizás, una vez más, necesitamos dar dos pasos atrás y una vuelta a los relatos maestros que todavía guardan la clave secreta para cambiar el mundo. Esa escucha paciente que puede desentrañar la clave y el algoritmo de algo que todavía nos deslumbra. Esa mirada inaugura una ética que trasciende lo humano y que permite pensar el arte como una forma de resistencia, como un privilegio plebeyo extremo frente al horror de la pobreza en tanto condena y sinrazón. Sin esos raros objetos de cultura somos pobres de experiencias y estamos condenados a volver enmudecidos de la guerra de trincheras, decía Benjamin; solitarios consumidores del storytelling, dice Chul Han; despojados de la comunidad y atrapados en la community del manager, mercancía con la quimera de la publicidad del sí mismo. El vacío narrativo y la conjura de los necios cifrada en el botón “me gusta” con dedito azul. Nada parece remitir a una escena tribal de compartir palabras con palabras. La memoria, las trampas de la fe o el mito de la caverna tan Platón y las distancias de bibliotecas nos plantea una nueva pregunta: sin esas voces no habría causa posible ni materialidad de la prueba en una incómoda clandestinidad a la que los nosotros parecemos replegarnos.

Hay algo todavía inquietante en la decisión de comprar cultura. Pagar esa cuenta, cortar ese boleto. ¿Dónde se instala esa decisión de comprar “una experiencia”? Los que no votamos mezclados con los que votan; los que no acompañamos ajuste mezclados con los de la defensa y esperamos la oportunidad; los de la desregulación libertaria con los del peronismo estilo tango. ¿Dónde estamos? Es una pregunta retórica, quizás absurda. Arriesgo una respuesta en la lógica de la comunidad aparentemente perdida: estamos en el teatro, “vamos al teatro”. Seremos pobres en el mundo, pero vamos al teatro.

El teatro como acontecimiento recupera su origen de la mascarada dual entre la comedia y la tragedia. Y es en este punto en donde quiero instalar, una vez más, el disfrute y la celebración de obra y trayectoria. Este año he vivido como espectadora, en la sala llena del Teatro San Martín, una nueva apuesta al teatro de comedia musical en la provincia: el disfrute de la obra Sweet Charity, una coproducción entre el Ente Cultural de Tucumán, Fundae y Rojas Tecnología. La crítica teatral iluminó actuaciones, la lógica del proyecto, la Banda Sinfónica en escena con la conducción de Héctor Lizana Erazo, el proyecto de luces de Ricardo Rojas, la cadencia de las coreografías con la dirección de Eugenia Rufino, la preparación musical de Rodrigo Ferreyra con Melina Imhoff para desarrollar el entrenamiento vocal. El relato maestro implicó interpretar la música de Cy Coleman en una obra con libro de Neil Simon, canciones con letras de Dorothy Fields y coreografías originales de Bob Fosse.[1]

No quiero detenerme en el mapa general de la narrativa de una historia de amor y el montaje de gran envergadura que supuso desafíos artísticos y técnicos. Quiero pensar como posible y material la vía de escape cosmopolita en la tierra de uno en otro circuito. Una ciudad con otros puertos, ubicada en otros puntos cardinales. Se trata de una mirada otra sobre, quizá, las mismas situaciones. Se trata de otra decisión sobre lo público, y también sobre el modo de producción del hecho artístico: avanzar, progresar, ponerse en marcha. Quiero iluminar en esta escritura la trayectoria del director general: Sebastián Fernandez. Fundo aquí mi primera escena por el riesgo que supone, una vez más por un acuerdo con Concord Theatricals, imaginar que Tucumán puede ser una noche de Broadway en el artilugio de toda la ficción.

Desde Chicago, en 2024,[2] hasta las vistas de una nueva modulación de la teatralidad provincial en la que es posible tener en escena 50 profesionales en un despliegue deslumbrante de un elenco encabezado por Andrea Barbá. Del mundo sabemos demasiado y a la vez no sabemos nada. Cuando el tono general es monocorde, hay un elemento que se sale de la escala de lo conocido para llevar los tonos a otra estructura. Hemos demonizado muchas veces el teatro comercial y en esa ficción de biblioteca hemos excluido los best sellers. ¿Cómo debería pensar el director, abandonado de sí mismo, para orientarse en una temporalidad de crisis y escasos recursos? La respuesta es clara y genial: Fernandez le apuesta al público. La sala llena se convierte así en un colectivo y protagónico personaje central de la escena teatral. El espectador que compra una entrada y disfruta de la función, a ese público capaz de consumir bienes culturales, a esa trama compleja y sofisticada que todavía cree en la seducción de la ficción y vive ese gesto en comunidad. Y por otro lado, sostener esa calidad que se compromete entre el dinero y el producto: entrar al teatro es ingresar en otra dimensión de esta misma realidad. Comprar libros, comprar una entrada, intervenir el campo con la lógica de los bienes. Todos tenemos la experiencia de compra y satisfacción; pero aquí, el riesgo teatral funciona en otra dirección. Sorprende en lo imprevisto, modula técnica, trabajo y argamasa creativa para salirse del modo pobre de estar en el mundo y sumar otro modo de pensar. El final no es feliz: la protagonista no resuelve su pasado y los amores de la vida terminan siempre en abandono. Pero Charity, profundamente identificada con el amor romántico en la versión de Fernandez, se salva porque se deja habitar por otras fantasías. No compra las promesas del sueño americano, pero los billetes en su cartera le acercan una buena estrategia: está ahí, en su tribu, en ese fuego de las mujeres del cabaret que seguirán escuchando sus historias y ella seguirá riendo por las noches en ese escenario, que seguramente será mejor que una desangelada cocina de un rutinario empleado de oficina. Vuelvo silbando bajito alguna canción. Yo estuve allí. Con el programa de mano que se queda guardado en mi biblioteca para volver a tener la experiencia de la noche vivida en su esplendor.


[1] Ladetto, Fabio (2025): “Teatro: la ingenua bailarina que busca el amor verdadero”, en La Gaceta,17 de octubre; notas generales del 26 de octubre; 30 de octubre y 02 de noviembre. Disponible en: https://www.lagaceta.com.ar/nota/1108185/espectaculos/teatro-ingenua-bailarina-busca-amor-verdadero.html

[2] Nofal, Rossana (2024): «El musical en un comienzo sin escalas: Sebastián Fernandez en el viaje de «Chicago» a Tucumán», 18 de octubre, Revista Zoom. Dispobible en: https://revistazoom.com.ar/el-musical-en-un-comienzo-sin-escalas-sebastian-fernandez-en-el-viaje-de-chicago-a-tucuman/

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