Por Ricardo Valencia con reportes de Jorge Basilago, gentileza de Suplemento Enfoques de La Prensa Gráfica (El Salvador).- Después de 21 años se revela un cable que la estación de la CIA en San Salvador envió, en mayo de 1985, a sus cuarteles generales en Washington. En el documento, desclasificado hasta 1993, la inteligencia de Estados Unidos abría la posibilidad de que un argentino hubiese disparado contra el arzobispo Óscar Romero el 24 de marzo de 1980. Este hallazgo puede obligar a repensar la historia sobre el asesinato del religioso al que decenas de documentos de la CIA vinculan a la extrema derecha. Enfoques tuvo acceso a centenares de informes desclasificados de la CIA y del Departamento de Estado. Además, entrevistó a los principales protagonistas que dan luces sobre la perspectiva en que Washington vio al religioso hasta su brutal deceso. Una muerte nada sencilla. Estados Unidos siempre percibió a Romero como un apetecible aliado que se resistía a colaborar. De ahí los intentos de “moderarlo” con la ayuda del Vaticano y del entonces arzobispo de Managua, Miguel Obando y Bravo.
En el documento está tachado con tinta negra en donde se especifica la oficina de procedencia del cable que un día de mayo de 1985 fue enviado de San Salvador a la sede de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA), en Washington.
También han quedado escondidas, entre otra multitud de tachones, las fuentes que dieron la información de lo que hasta ahora había quedado en la penumbra del caso. Después de 21 años, ese documento puede obligar a muchos a ver hacia otro lado para buscar al autor material del asesinato del arzobispo de San Salvador Óscar Romero la tarde del 24 de marzo de 1980. Escondido, entre miles de archivos desclasificados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) en 1993, un cable de mayo de 1985 deja claro que la CIA tuvo información de que el responsable de halar el gatillo fue un extranjero.
El documento señala a un tal Emilio Antonio Mendoza, oficial del Ejército argentino. “Se reportó que Mendoza tiene contacto directo con oficiales salvadoreños asignados a la sección GII de la Guardia Nacional y alegan que admitió, de hecho, haber disparado a Romero”, relata el informe. La GII era la sección de inteligencia del extinto cuerpo de seguridad.
El documento plantea nada menos que una nueva puerta en la investigación del crimen, que quedó judicialmente sin resolverse en el país. Abre la posibilidad de que se empiece a dibujar el rostro de un hombre que, según Amado Garay -testigo de cargo en el juicio contra el supuesto planificador del asesinato, Álvaro Saravia- solo describió como “un hombre alto con barba y bien parecido”. El informe de la CIA detalla que el oficial Mendoza fue enviado a El Salvador, junto a otros militares, por quien entonces era el comandante en jefe del Ejército argentino, general Roberto Viola. Un año más tarde, en marzo de 1981, Viola asumió como presidente de facto de Argentina.
La investigación de Enfoques, reporteada en Argentina, Nicaragua, Estados Unidos y El Salvador, encontró indicios de cómo Mendoza pudo haber llegado hasta Centroamérica: como parte de un contingente de especialistas en inteligencia para ayudar a neutralizar la insurgencia en esos años en la región. A través de los años se han mencionado nombres como el de Héctor Regalado, antiguo jefe de seguridad de la Asamblea Legislativa, quien nunca llegó a tener en los tribunales carácter de imputado y que en una entrevista con Enfoques, hace un año, negó tener relación alguna con el homicidio.
La información sobre Emilio Antonio Mendoza, así como datos complementarios de contexto, antecedentes y actividades ulteriores al asesinato, aparecen recogidos en centenares de documentos de la CIA y del Departamento de Estado. Están resguardados por la Embajada de Estados Unidos en El Salvador, el National Security Archive (NSA), el Departamento de Estado de los Estados Unidos y el Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la UCA. El NSA también da información sobre la dictadura militar argentina de 1976 a 1983.
El cable escondido
Thomas Pickering fue embajador de los Estados Unidos en El Salvador entre septiembre de 1983 y junio de 1985. Ahora, después de retirarse del servicio diplomático, es vicepresidente de la compañía Boeing. Pickering, desde su oficina en Virginia, Estados Unidos, asegura a Enfoques que aunque no recuerda haber visto el documento, supo de su existencia por medio de un informe de la CIA que llegó a su escritorio en su tiempo como jefe de la sede diplomática. “Lo que recuerdo es que la pregunta de quién era Mendoza apareció, pero no recuerdo cómo fue resuelta.” Se quiso conocer la versión de las autoridades estadounidenses sobre este y otros cables y memorandos, pero las gestiones ante la Embajada de Estados Unidos no tuvieron respuesta.
El informe de 1985 en que se menciona al militar argentino no era el primero en que se hablaba de extranjeros vinculados con grupos paramilitares de extrema derecha salvadoreños. Días antes del asesinato de Romero, el entonces embajador Robert White -marzo de 1980 a febrero de 1981- recibió datos sobre actividad de “exiliados cubanos” en El Salvador. Otro cable de la CIA, fechado en mayo de 1987, cita a otra fuente que involucra a esos extranjeros con un complot para matar a Romero.
El nombre Mendoza está anexado a la posibilidad de que con él hayan llegado otros argentinos. “De acuerdo con la información obtenida por el oficial legal (de la embajada), Mendoza fue enviado a El Salvador en 1980 con otros argentinos por el general Roberto Viola”, revela el documento.
En marzo de 1981, cuando Viola se convirtió en presidente, el secretario del Ejército, Alfredo Saint Jean, hizo público el interés de la dictadura de “tener una participación práctica” en el conflicto salvadoreño. Saint Jean matizó: “Si las autoridades de ese país lo requieren”.
Las palabras del secretario fueron recogidas por la Embajada de Estados Unidos en Buenos Aires, que envió una nota al Departamento de Estado. En el informe de la sede diplomática se agrega información extra: “Si es requerida por GOES -siglas para referirse al Gobierno de El Salvador”.
El documento asegura que cuando Viola asumió la presidencia, en su conferencia de prensa fue interrogado acerca del envío de asesores argentinos al extranjero. “No tengo comentarios para eso”, contestó. Sin embargo, en San Salvador, la embajada ya tenía desde meses atrás información sobre la presencia de efectivos del ejército de Viola.
D’Aubuisson: faltó evidencia
Las advertencias sobre la presencia de argentinos en El Salvador las tuvo la embajada durante los primeros cinco años de la década de los ochenta. No era nada descabellado, pues un grupo de oficiales de aquella nación “acampaban” en Honduras y por varios años. El cable solo era una pequeña muestra del complejo entramado de inteligencia que el Gobierno estadounidense había construido en El Salvador. Situación que se complejizó aún más con el asesinato del arzobispo. Para Estados Unidos nunca fue suficiente el sistema judicial salvadoreño, por ello realizó sus propias pesquisas.
Durante más de una década después de la muerte de Romero, la inteligencia estadounidense y el Departamento de Estado aún seguían recolectando y enviando información sobre el caso a sus centrales en Washington. Conocer los nombres de los responsables del homicidio fue una labor de espionaje. Se desarrolló en, al menos, dos vías: una encabezada por la embajada y otra por la CIA.
Dos entes que, si bien comparten datos, tienen un funcionamiento independiente. Ambos esfuerzos hicieron que el Gobierno norteamericano manejara fuentes provenientes de diferentes espectros de la sociedad salvadoreña. Un país de cerca de 21 kilómetros cuadrados, un cuarto del tamaño del estado de Pensilvania, produjo miles de cables que se alimentaron de la información brindada por una red de espías.
Los informes de la CIA citaban fuentes tan dispares a la política exterior estadounidense como miembros del Partido Comunista de El Salvador, quienes advirtieron el interés de la organización de matar, en 1984, al mayor Roberto d’Aubuisson, entonces candidato presidencial de ARENA. “El Mayor” fue un reiterado sospechoso de la muerte de Romero, de acuerdo con lo que muestran los documentos desclasificados. Aunque las sospechas eran fuertes, la inteligencia norteamericana, tal como lo detalla uno de los informes, nunca encontró una prueba contundente para amarrar la relación del líder de derecha con el asesinato del arzobispo.
En un cable de mayo 1987, la CIA explica esa dificultad que sobrevivió con los años. “Una variedad de fuentes han acusado a Roberto d’Aubuisson de complicidad en el asesinato de Romero. Aunque el bloque de reportes es creíble, no hay nada que pueda ser interpretado como una prueba dura.”
Pickering describe a qué se refieren con prueba dura (“hard proof”, en inglés): “Recibimos información indicando esa conexión, pero no era tan conclusiva o tan exacta para ser usada como evidencia en una corte”. Un eslabón que solo puede mostrar Álvaro Saravia, quien ha confesado su participación en el asesinato. En 2004, Saravia se declaró culpable ante una corte en Fresno, California.
Pese a los problemas para probar la relación con el asesinato, la CIA utilizó una fauna de informantes para seguir la vida de D’Aubuisson. Entre ellos se cuentan militantes de ARENA, gente cercana a los escuadrones de la muerte, funcionarios del Gobierno, sectores próximos a grupos paramilitares y efectivos de la Fuerza Armada. Todo era poco para los estadounidenses. “El Gobierno norteamericano estaba interesado seria e intensamente involucrado (en el caso). Este tenía un fuerte impacto en las relaciones entre El Salvador y Estados Unidos”, explica Pickering.
El ahora vicepresidente de la Boeing reconoce el hecho de que muchos de los dedos índices apuntaban al líder de derecha. Ni la docena de entrevistas que sostuvo con D’Aubuisson le facilitaron al político salvadoreño aliviar su tormentosa relación con Washington. Ni siquiera la llegada al poder del republicano Ronald Reagan. Pickering confiesa que durante la presidencia de Reagan, Washington le negó a D’Aubuisson en varias ocasiones la visa. Las solicitudes del fundador de ARENA para entrar a suelo estadounidense eran decididas en Washington. La embajada en San Salvador solo recomendaba.
Esa demostración de esfuerzos deja claro que el asesinato de Romero resultó una experiencia traumática para los planes estadounidenses. Hasta el 24 de marzo de 1980, el gobierno del demócrata James Carter consideraba al religioso como “la figura pública más prominente” de El Salvador. Por tanto, apetecible. Su apoyo podía intentar cercar la posibilidad de que una izquierda encantada con la revolución se levantara en armas y a la vez socavar las raíces de extrema derecha que Estados Unidos pensaba cobijaban a los escuadrones de la muerte.
Entre 1979 y 1980, las homilías del arzobispo eran transcritas y enviadas al Departamento de Estado en Washington. Los despachos incluían comentarios sobre las implicaciones políticas de las homilías. Por eso resulta lapidario el tono de un texto de la CIA enviado horas después del disparo. “El asesinato del arzobispo Romero, la figura pública más influyente en El Salvador, podría provocar el esparcimiento de la violencia y nublar más las oportunidades de sobrevivencia del Gobierno”. Con los meses, estas palabras se convirtieron en una profecía.
Tras la partida de Romero, y al lado de los informes sobre la convulsionada situación salvadoreña, empezaron a llegar a la estación de la CIA en San Salvador datos sobre implicados en el asesinato y cómo supuestamente participaron en la operación. En uno de estos cables iba el nombre de Mendoza, un hombre del que no se ha encontrado rastro ni en Argentina ni en El Salvador ni en Estados Unidos.
El batallón 601
Stella Segado expresó un tono de duda en su voz cuando se le dio el nombre de Mendoza. “Ummm… ese nombre me suena a seudónimo”, sugirió la mujer, quien trabaja en el archivo de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), de Argentina, uno de los más extensos que contiene información sobre las víctimas de la dictadura y nombres de oficiales del Ejército relacionados con el gobierno militar que administró Argentina durante siete años.
Aunque la experiencia le ha dado un sexto sentido cuando escucha un nuevo nombre, Segado teclea la computadora en su despacho ubicado en la capital argentina. El ordenador no encuentra ninguna referencia. No hay nada en los registros de la CONADEP.
Idénticos resultados arrojó la búsqueda en otros dos importantes archivos de organizaciones no gubernamentales: el del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y el del Centro de Militares para la Democracia Argentina (CEMIDA). En San Salvador, la Dirección General de Migración no registra en su base de datos ninguna entrada de Mendoza, y lo mismo sucede en el NSA, en Washington.
El coronel argentino José Luis García, secretario general del CEMIDA -organización formada por militares críticos de la dictadura- razona: “De los argentinos que tuvieron actuación en América Central, alrededor de un 95 por ciento eran miembros de los servicios de inteligencia y solo los comandantes o líderes de grupo usaban sus nombres auténticos”. García conoce la materia y ha sido designado experto en casos contra militares auspiciados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA).
También fungió como perito en el juicio sobre el asesinato de los seis sacerdotes jesuitas y dos de sus colaboradoras en El Salvador, ocurrido el 16 de noviembre de 1989. “En época de la dictadura, era un secreto a voces que el personal de inteligencia de las fuerzas armadas argentinas adiestraba a militares de otros países”, sostiene el militar. A este grupo de oficiales se lo conoció como el Grupo de Tareas Exterior (GTE), que dependía del Batallón 601 de Inteligencia de las fuerzas armadas argentinas. La labor de esta fuerza era de carácter transnacional.
En un cable interno de la Embajada de Estados Unidos en Buenos Aires, fechado 17 días antes de la muerte de Romero, se detalla cómo efectivos del 601 lograron la captura de dos miembros de la organización argentina de izquierda Montoneros que habían aterrizado en Brasil procedentes de México. “La inteligencia de Argentina (601) contactó a su contraparte brasileña para conducir una operación en Río (de Janeiro) a dos Montoneros. Los brasileños dieron su permiso”, explica el documento.
Los Montoneros eran un grupo de izquierda que operaba dentro del peronismo y que resistía a la junta militar que en 1976 había depuesto a la presidenta Estela Martínez de Perón.
Embajador contra embajador
Los informes sobre el asesinato de Romero y sobre la presencia argentina en El Salvador que recibieron en esos años los una vez embajadores White y Pickering eran similares, pese a que el segundo llegó a San Salvador dos años después del otro.
Ambos citan fuentes de la embajada. White es más específico y sostiene que su agregado militar lo puso al tanto, y entonces decidió discutirlo con su colega de Argentina en El Salvador.
“El tema lo hablé con el embajador de Argentina de la época. Se puso furibundo conmigo. Era un pobre diablo adepto del ejército”, comentó a Enfoques el diplomático, uno de los últimos políticos que habló con Romero 10 días antes del asesinato.
De acuerdo con versiones recogidas por el periódico argentino “El Clarín”, una misión de 40 militares argentinos se estableció en Honduras para colaborar en tareas de contrainsurgencia en ese país y en Nicaragua desde principios de 1980 hasta enero de 1984. Era el famoso GTE que funcionó como una legión extranjera de la dictadura.
Duane Clarridge, ex jefe de la división de América Latina de la CIA, explicó al diario argentino la misión de ese grupo de oficiales: “Ellos tenían una visión mesiánica. Querían llenar el vacío que había dejado Estados Unidos. El objetivo era terminar con el comunismo donde pudieran encontrarlo”.
Los militares estuvieron comandados por el coronel José Osvaldo Riveiro y coordinaron su trabajo con la CIA y el Gobierno hondureño. A pesar de la cercanía entre San Salvador y Tegucigalpa, Pickering y White aseguran no haber conocido más que escuetas informaciones que les transmitieron sus funcionarios sobre la presencia de los suramericanos en El Salvador.
Tal vez porque la embajada, en esa época, era un lugar en el que la información corría en los mismos dos carriles en los que se investigó el caso Romero: CIA y Departamento de Estado. Esta distancia se hizo más palpable durante la gestión de White, quien mantuvo una relación tirante con la CIA. Tan crispados eran los vínculos que el diplomático asegura que ese fue uno de los mayores obstáculos durante su estancia en el país.
Lógico: White representaba al típico funcionario demócrata que seguía al pie de la letra la política de la administración Carter, que exigía, al máximo, el respeto a los derechos humanos. “Muchos de la embajada tenían su propia interpretación de los Estados Unidos. Tuve que hablar para forzarlos a que se alinearan con la política de Carter”, asegura.
Clarridge devela, con igual desenfado, sus diferencias con la gestión que defendía el ex embajador White: “Carter instrumentaba una política con acento en los derechos humanos que no favorecía los operativos encubiertos”.
El desenfado se convierte en desdén cuando el espía habla de su entonces jefe: “El director de la CIA, Stanfield Turner, era un moralista. La CIA estaba en retirada”.
Un cable “crudo”
El oficial de la CIA asegura que la inteligencia estadounidense rompió sus nexos con los argentinos por la complicada dirección que tenía la legión suramericana. “Riveiro y su segundo al mando eran agresivos y desafiantes en los días buenos. En los malos, daban contraórdenes que no solo repercutían negativamente en América Central, sino que también en el Congreso estadounidense.”
La preocupación de Clarridge estaba bien justificada. La ayuda militar a Centroamérica tuvo una serie de reparos en el Congreso a finales de los setenta y principios de los ochenta: los principales constructores de los “peros” fueron los congresistas demócratas.
Tanto que en abril de 1981 -siete meses antes de la primera reunión en la que Clarridge y el comandante del Ejército argentino, Leopoldo Galtieri, pactaran cooperación entre la CIA y la milicia argentina- los senadores demócratas amenazaron al nuevo inquilino de la Casa Blanca, Ronald Reagan, con restringir la ayuda militar a El Salvador. Al final, lejos de eso, subió la asistencia militar a Centroamérica. La política de Carter quedaba enterrada con un Reagan dispuesto a neutralizar el avance soviético en lo que Washington consideraba su patio trasero.
Independientemente de las posturas, uno de los dolores de cabeza de Washington era la relación de las fuerzas armadas centroamericanas con los escuadrones de la muerte. En especial, dentro del Ejército salvadoreño.
Un análisis de la CIA, titulado “Latin review -fechado el 17 de abril de 1981-, explicaba el equilibrio que existía, para los estadounidenses, dentro de la Fuerza Armada de El Salvador (FAES). “Los oficiales de la extrema derecha han estado en vigilancia por un alto mando más pragmático, el cual representa la línea de pensamiento militar”, sostenía el documento en el que calificaba de “relativamente inteligente”, “egocéntrico” e “imprudente” a D’Aubuisson. Además, llama con desdén “pandilla” a los militares de extrema derecha. “No tienen un solo oficial importante en servicio como su líder”, especificaba el documento.
En su visita a El Salvador, George Bush padre, entonces vicepresidente, trajo las mismas inquietudes sobre la participación de la FAES en violaciones de derechos humanos. Pickering asegura que el papel del Ejército en este campo “nunca estuvo cien por ciento claro”. Por eso Bush le recordó sobre los peligros de que aquellos “excesos” -tal como los califican algunos militares salvadoreños de la época- fueran la norma dentro de la institución castrense. “Ellos tenían que saber que el Congreso podría detener la asistencia y no había nada que el presidente Reagan o el vicepresidente Bush pudieran hacer en ese caso”, sentencia Pickering, un fiel defensor de la ayuda militar estadounidense al Ejército salvadoreño en aquellos años.
Entonces, la posibilidad de que el Congreso pusiera reparos en la necesidad de apoyar la lucha contrainsurgente en Centroamérica quebró, de acuerdo con Clarridge, la relación con los argentinos, que de pronto se convertían en un obstáculo para los planes de Washington.
Katherine Doyle conoce de sobra de documentos desclasificados. Es analista del NSA, una organización adscrita a la Universidad George Washington, de la capital estadounidense. Ha trabajado con las comisiones de la Verdad de Honduras, Guatemala y El Salvador.
Frente a los ojos de Doyle han pasado miles de cables de la CIA y del Departamento de Estado que alguna vez fueron secretos. El documento en el que se menciona a Mendoza, la experta lo cataloga como “crudo”, como se conoce a los documentos obtenidos en el campo.
“Fue enviado directamente de la estación de la CIA en El Salvador sin ser evaluado por la rama analítica de la CIA.” En ninguno de los centenares de cables desclasificados por el presidente Clinton en 1993 aparece la valoración sobre la tesis de la mano argentina en el asesinato de Óscar Romero.
Tampoco se ha podido constatar la relación de Mendoza con la Guardia Nacional. Los archivos del desaparecido cuerpo de seguridad permanecen en manos de los militares. Al respecto, se pidió al Ejecutivo salvadoreño acceso a los archivos militares de aquella época y una entrevista con el ministro de la Defensa, para conocer su opinión sobre la revelación del nombre, pero no hubo respuesta.
El coronel David Munguía Payés, jefe de inteligencia de Casa Presidencial en el gobierno de Duarte, asegura haber escuchado “rumores” sobre la implicación de argentinos en el caso Romero. “Eso se hablaba en el medio político”, explica.
“La Heidi” de la Guardia
En los cables de la CIA nunca dejaron de mencionarse nombres de efectivos de la Policía Nacional, Guardia Nacional y Policía de Hacienda, a quienes vinculaban a los escuadrones de la muerte.
Si los Estados Unidos tenían dudas sobre la limpieza de la Fuerza Armada, los cuerpos de seguridad corrían la misma suerte al estar subordinados al Estado Mayor Conjunto (EMC) del Ejército. Era la sección II de la Guardia Nacional la supuestamente vinculada a los argentinos para el asesinato.
Aunque formalmente sobre el EMC había una institución similar llamada Dirección Nacional de Investigaciones (DNI), la misma forma de escoger sus miembros hacía que estuviesen vinculados con los militares. El Estado Mayor nombraba a los funcionarios de la DNI.
El día del asesinato de Romero, el teniente Francisco Amaya Rosa estaba de servicio en la academia de guardias nacionales, en la que era instructor. Asegura no haber visto nada anormal. “La Policía Nacional centralizó la investigación, no hubo nada para la Guardia”, expresa quien ha sido señalado como uno de los ayudantes más cercanos de D’Aubuisson, aunque él lo niega. Sin embargo, coloca otro hilo en la intrincada madeja del caso Romero: “A Garay le decían ‘la Heidi’. Trabajaba en el GII”.
Esta y otras dudas podrían disiparse si la Fuerza Armada salvadoreña abriera sus archivos. Por ahora, la voz cantante la tienen los informes que preparaba la red de espías de los Estados Unidos.
Información adicional del informe:
– 1) Traducción
– a “Sujeto: Emilio Antonio Mendoza. 1. El oficial legal de la embajada (L/O), actualmente investigando el asesinato del arzobispo salvadoreño Óscar (Romero), ha solicitado las pistas sobre el oficial militar argentino Emilio Antonio (Mendoza).
De acuerdo con la información obtenida por L/O, Mendoza fue enviado a El Salvador en 1980 con varios otros argentinos por el general Roberto (Viola).
Se reportó que Mendoza ha estado en contacto directo con los oficiales salvadoreños asignados a las sección G-II de la Guardia Nacional y que ha admitido, de hecho, haber disparado contra Romero.”
Datos
El documento plantea , nada menos, que una puerta en la investigación que quedó judicialmente sin resolverse en el país abre la posibilidad de que se empiece a dibujar el rostro de un hombre que Amado Garay -testigo del juicio- solo describió como “un hombre alto con barba y bien parecido”.
Una parte de los cables desclasificados perdieron su estatus de secreto cuando en 1993 el presidente de Estados Unidos, William Clinton, obligó a hacer públicos documentos de la CIA y del Departamento de Estado.
Sorteo para disparar. Dos cables, uno de la CIA y otro del Departamento de Estado, detallan que los complotistas jugaron a los dados para decidir quién iba a disparar contra el arzobispo de San Salvador.
“Era un secreto a voces que el personal de inteligencia de las fuerzas armadas argentinas adiestraba a militares de otros países”, confiesa el coronel García. A este grupo de oficiales se lo conoció como el Grupo de Tareas Exterior (GTE).
– 2) Base en Nicaragua
Un informe del Departamento de Estado, sin fecha, expone la preocupación por el rol de Monseñor Romero: “Reporte del estado de los esfuerzos del Departamento de Estado para concienciar a representantes del Vaticano de tratar de influir en el arzobispo Romero para que apoye cambios moderados por medio de la nueva Junta (de Gobierno)”.
El reporte da cuenta de que el subsecretario de Estado, Bowdler, obtuvo un acuerdo con Obando y Bravo para que este interponga sus “buenos oficios” ante Monseñor Romero.
“Es esperable que Obando pueda dar a Romero una más realista apreciación de lo que una conducción izquierdista significa para la Iglesia”, consigna el informe.
Datos
Cuando los militares argentinos fueron enviados a El Salvador, entre ellos el oficial Emilio Antonio Mendoza, el jefe del Ejército era el general Roberto Viola, quien en marzo de 1980 se convirtió en comandante en jefe del Ejército, y un año más tarde, en marzo de 1981, asumió como presidente de facto de Argentina. Viola había participado en el golpe de Estado contra Estela Martínez de Perón el 24 de agosto de 1976.