Prácticamente todos los días los medios de Estados Unidos y el mundo se concentran —y nos hacen concentrar— en la catarata de tuits de Donald Trump o en sus mensajes descaradamente xenófobos o en sus amenazas de guerra a Corea del Norte o en las declaraciones vergonzosas de sus asesores más cercanos y hasta de su familia, o en sus meteduras de pata increíbles o en la hollywoodense e interminable trama de presuntos secretos, espionaje, fraude electoral y traiciones entre el entorno de Trump y el gobierno de Rusia. Todo es cierto y todo es chocante, pero lo que se esconde detrás es mucho más preocupante.
Mientras el flamante presidente republicano obnubila con sus ataques y su violencia verbal, su gobierno y el oficialismo cambian regulaciones, eliminan derechos adquiridos, vacían organismos y oficinas técnicas, y redactan, discuten y aprueban leyes que buscan borrar de un plumazo los logros y avances del gobierno de Barack Obama y de varios de sus antecesores.
La reforma más importante, sin duda, es la del sistema de salud que promulgó Obama en 2010. Se estima que en el segundo mandato del ex presidente alrededor de 20 millones de ciudadanos que antes no tenían cobertura médica pasaron a tenerla. El sistema distaba mucho del modelo universalista que el ala más progresista de los demócratas reclamaba, pero resultó una mejora para muchos estadounidenses, especialmente en esa franja de trabajadores pobres que había quedado desamparada hasta ahora.
Desde la campaña, Trump prometió eliminar el sistema de salud creado por Obama, y si el oficialismo está tardando tanto en hacerlo no es por falta de voluntad sino porque ganó las elecciones sin un plan de reforma listo. Más allá de los errores autoinflingidos, los republicanos la tuvieron relativamente fácil en la Cámara de Representantes: aprobaron un ajuste dramático, que recortó impuestos a los más ricos y fondos para la cobertura médica de los más pobres, y desreguló lo suficiente para dejar a 23 millones de ciudadanos sin cobertura en la próxima década, según pronosticó la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO, por sus siglas inglés), un órgano no partidista que analiza los potenciales efectos económicos y sociales de cada proyecto de ley en discusión.
Las conclusiones de la CBO fueron tan devastadoras que el propio Trump pasó de elogiar el proyecto de reforma a calificarlo de “mezquino” y prometer que el Senado enmendaría los errores de la cámara baja. Sin audiencias públicas y sin permitir cambio alguno —la reforma de Obama enfrentó 100 audiencias y 161 enmiendas—, la mayoría oficialista en el Senado se encerró y escribió “en secreto” un texto que, al final, no era tan distinto: 22 millones de ciudadanos se quedarán sin cobertura médica en la próxima década y el Estado obtendrá una sustancial reducción del déficit presupuestario gracias a los recortes en los servicios para los más pobres, en el programa de planificación familiar y en las partidas para ayudar a individuos a que contraten seguros de salud.
De inmediato cinco miembros de la bancada oficialista anunciaron su rechazo, lo que puso en jaque a la reforma ya que Trump sólo cuenta con una mayoría ajustada en el Senado, con 52 de las 100 bancas. Lejos de abrir el debate, los republicanos se volvieron a encerrar a negociar la letra del proyecto y en las próximas semanas o meses se espera que anuncien el apoyo de al menos tres de los senadores rebeldes. La gran incógnita es si convencerán a los más moderados, que piden que los recortes no sean tan grandes y abruptos para evitar problemas en su distrito electoral, o los más extremos, que reclaman aún menos Estado y más mercado.
Obama reivindica su reforma de salud como uno de los pilares de su legado y, quizás por eso, se ha convertido en la madre de las batallas. Pero no es la única ley, política pública o regulación que enfrenta el embate del nuevo color político que domina Washington.
Desde que asumió a finales de enero pasado, Trump firmó más decretos que cualquiera de sus antecesores contemporáneos. Con esos decretos, suspendió otras órdenes presidenciales previas, eliminó regulaciones de otros gobiernos y creó nuevas, sin pasar por el Congreso y sus tiempos de negociación.
«Desde que asumió a finales de enero pasado, Trump firmó más decretos que cualquiera de sus antecesores contemporáneos»
Por ejemplo, eliminó un subsidio que beneficiaba a las empresas contratistas del Estado que cumplían con todos los requisitos de seguridad y las leyes laborales, ordenó revisar las dos reformas —ya bastante lavadas— que los demócratas habían aprobado en el anterior gobierno para evitar una nueva burbuja financiera como la que explotó en 2008, desfinanció a cualquier órgano estatal u organización externa que asesore o promocione el aborto, designó al frente de la Comisión de Comunicación Federal a personas abiertamente contrarias a la llamada neutralidad de la red (net neutrality), el principio que busca garantizar que los proveedores de internet den acceso irrestricto a cualquier fuente de información; y vació la Oficina de Política de Ciencia y Tecnología, el órgano del Ejecutivo encargado de asesorar al presidente sobre este área.
Además, eliminó todas las medidas ambientalistas que Obama había aprobado por decreto y redujo el número de empleados de la Agencia de Protección Ambiental de 68 a 11 y puso a cargo a Scott Pruitt, una persona que abiertamente ha cuestionado la validez científica de las investigaciones, estadounidenses e internacionales, que alertan sobre el cambio climático. Otro decreto del flamante mandatario republicano ordenó revisar las reglamentaciones impuestas por Obama después del histórico derrame de petróleo de la empresa British Petroleum en el Golfo de México de 2011 para evitar una nueva tragedia de este estilo, y volvió a abrir una puerta que se había cerrado: la discusión sobre explotar las reservas de crudo en el Ártico.
En materia de inmigración, la obra de Trump es más conocida: más detenciones y deportaciones de personas sin papeles, un veto para los ciudadanos de seis países de mayoría musulmana —que finalmente fue aprobado en parte por la Corte Suprema— y una guerra declarada con estados, ciudades, universidades, iglesias y organizaciones civiles que se niegan a cooperar con su política de persecución a los millones de inmigrantes que no pueden legalizar su situación en el país.
Pero Trump no puede evitar al Congreso siempre. Por eso, una vez que el nuevo oficialismo estadounidense logre aprobar la reforma de salud, las dos grandes batallas que tiene por delante son el visto bueno del Capitolio al presupuesto federal, que debe ser aprobado antes de septiembre, cuando empieza el nuevo año fiscal, y la tan prometida reforma impositiva, que la Casa Blanca espera promulgar en la primera mitad del año que viene.
El proyecto de ley presupuestaria presentada por Trump fue todo lo que prometió en su campaña y más. Propone recortes de partidas en programas como Medicaid, para la cobertura médica de los más pobres, pensiones por discapacidad, los llamados cupones de comida para aquellas familias que no alcanzan la canasta básica, préstamos estudiantiles, subsidios a pequeñas granjas y, al mismo tiempo, un aumento en el gasto en Defensa y para la protección de la frontera sur con México. El toque final es que supone que en el curso del año fiscal 2018 se aprobará una importante reducción de impuestos para los sectores que más ganan.
Cuando el director de la oficina de Presupuesto y Gestión de la Casa Blanca, Mick Mulvaney, habló con la prensa en mayo pasado para defender el proyecto de Trump no escondió estos cambios ni buscó bajarle el tono: “Si dependés de cupones de comida y sos sano, necesitamos que vayas a trabajar. (…) Si recibís una pensión por discapacidad y no deberías recibirla —si realmente no estás discapacitado—, necesitamos que vayas de vuelta a trabajar. Necesitamos que todos tiren para el mismo lado”.
La propuesta de Trump no elimina los cupones de comida ni las pensiones por discapacidad, pero en el primer caso endurece los requisitos para acceder a ellos y, en el segundo, sugiere probar “nuevos enfoques para aumentar la participación en la fuerza de trabajo”. El primer programa, el de Asistencia Nutricional Suplementaria, ayuda a 44 millones de estadounidenses, entre ellos millones de niños, y fue una de las iniciativas que ayudó a paliar la crisis económica después del 2008. El segundo, conocido como el Seguro de Discapacidad de la Seguridad Social, otorga alrededor de 1.200 dólares mensuales a 9 millones de ciudadanos que no pueden trabajar.
Estos cambios se complementan con el plan de reforma impositiva que Trump viene prometiendo desde su campaña presidencial y que espera aprobar antes de las elecciones de medio término. Según el plan que la Casa Blanca presentó en abril pasado, el impuesto corporativo se reduciría del 35% actual a un 15% y se impondría un impuesto, a pagar una sola vez y cuyo porcentual no fue adelantado, para que las grandes empresas repatrien sus millones de dólares en cuentas off shore. Estos son apenas dos de los cambios concretos que se conocen del proyecto, que aún no ingresó en el Congreso para ser tratado.
Cuando se hizo público este plan, la revista Forbes aseguró que Trump había perdido “una gran oportunidad para dejar de hacer campaña y comenzar a gobernar”. La revista fue tajante: el proyecto de presupuesto nunca será aprobado. Quizás esté en lo cierto, pero quizás no tenga que modificarlo tanto tampoco. Después de todo, se trata de los mismos expertos que presagiaron la derrota de Trump en las urnas primero, que dudaron de su compromiso con sus promesas más controvertidas una vez asumido y que cuestionaron su capacidad para aprobar reformas estructurales, como por ejemplo el dramático ajuste en el sistema de salud que los republicanos están cerca de conseguir.