Tres años es mucho tiempo, y puede ser toda una vida

Por Teodoro Boot, especial para Causa Popular.- El 25 de mayo de un “remotísimo” 2003, Néstor Kirchner jugueteaba con el bastón presidencial respaldado por el 21% de los votos, en gran parte prestados por el aparato justicialista de la provincia de Buenos Aires, o lo que de otro modo podría decirse, con la desconfianza o animadversión o ambas cosas, del 79 por ciento de los votantes y sin duda de un porcentaje todavía mayor de los ciudadanos.

El dudoso aval del nuevo presidente, trasmitido por su predecesor, era una tímida aunque muy alentadora reactivación económica, tras los dos negros años que siguieron a la devaluación, esa monumental transferencia de ingresos de los sectores populares a una facción del capital concentrado, aquella que creció a partir del Estado, luego se quedó con sus empresas, para posteriormente vendérselas al capital extranjero, girando las ganancias al exterior.

La «alternativa» había sido la dolarización, que en lo inmediato hubiera tal vez perjudicado menos a los sectores sociales más bajos y beneficiado a los «inversores» externos a expensas de quienes habían fugaron sus recursos, y que a la postre habría significado la definitiva clausura de cualquier expectativa de independencia real y un mayor empobrecimiento general.

Se trataba de una falsa opción, que al momento de tomarse la medida, tal vez fuera inevitable: más que una decisión, la devaluación fue una exigencia empujada, inevitable, de la crisis del modelo

Sin embargo, todavía dos años después esta falsa alternativa seguía vigente y acabó dirimiéndose en la elección presidencial del 2003, donde -y sería bueno no olvidarlo- aquel sector que objetivamente propugnaba una nueva vuelta de tuerca al proceso de entrega y desarticulación nacional, obtuvo la mitad de los votos contra fuerzas políticas mucho más dispersas.
A partir de entonces, todo lo que supusiera no seguir hundiéndonos en un pozo sin fin, podría ser visto como un bonus track.

Un país en colapso

El colapso del sistema político argentino, consecuencia y en parte también causa del colapso general del país -de sus instituciones culturales, sus fuerzas sociales y su sistema económico-, tuvo su síntoma más notorio en la literal desaparición de una autoridad política nacional, ya visible en la subordinación menemista al capital concentrado, que se acentuó hasta el grotesco durante la presidencia de De la Rúa y llegó a su más cruda expresión en el brevísimo interinato de Adolfo Rodríguez Saa, interrumpido abruptamente por una conjura de los principales gobernadores justicialistas.

Eduardo Duhalde consiguió evitar lo que muchos auguraban como un seguro camino a la disolución nacional, mediante el poder que le otorgó la provincia de Buenos Aires y una incesante y trabajosa negociación con las otras provincias. Es que para entonces, junto al cadáver insepulto del radicalismo, se erguía una federación de caudillos provinciales, esa conservadora oligarquía política en que acabó convirtiéndose un peronismo sin rumbo, sin sustancia y por entonces ya sin razón de ser.

Fuera de esto, aparecía un batiburrillo de formaciones políticas que más que pluralismo, expresaban una absoluta dispersión, en cierta manera correlativa a la dispersión de la sociedad, pero de ninguna manera expresivas de la sorda y creciente resistencia social al paradigma neoliberal, que empezó a gestarse durante la convertibilidad y que se manifestó abiertamente en el estallido del 2001.

Esta «contracultura» se exteriorizó primero precisamente en una intensa actividad cultural al margen de los mercados y pronto se encarnó en nuevas formas sociales, despolitizadas y más que eso, decididamente antipolíticas, pero muy ideologizadas, en el sentido más cabal del término: dotadas de un conjunto de ideas o ideales.

El hecho de que este conjunto de ideas no fuera sistemático se corresponde con la ausencia de una orgánica rígida, consecuencia a su vez de la horizontalidad en la toma de decisiones, íntimamente relacionada con la desaparición de fines a largo plazo y con su propia naturaleza contracultural, vale decir, de resistencia. Pero no es un hecho menor que al mismo tiempo estas nuevas formas de organización, reivindicación, supervivencia y solidaridad activa reflejaran y reflejen la desaparición del sujeto social transformador por excelencia en la sociedad industrial: la clase trabajadora, particularmente, el trabajador industrial.

Sin industrias, peor aún, en un proceso de regresión desindustrialista combinado con formas del posindustrialismo de los países centrales, no hay trabajador industrial que pueda recuperar su papel de sujeto social.

Éste empieza a ser otro, que arranca por apropiarse del que fuera el principal valor fundante de las organizaciones de los trabajadores, tanto mutuales como sindicales o políticas: la solidaridad. Pero no es ya una solidaridad gremial, sino que es principalmente vecinal o cultural. O más bien, ambas cosas.

Este proceso pasó completamente desapercibido a los partidos políticos, o, en todo caso, no lo comprendieron en lo absoluto.

Gerentes del poder económico

Los partidos -y muy particularmente el sistema político surgido de la dictadura- habían perdido su naturaleza original y su propósito, en paralelo a la gradual desaparición del sujeto social al que, de una forma u otra, todos se referían, pasando en conjunto a comportarse como gestores, operadores e intérpretes de alguna de las dos facciones del capital concentrado, llámense poder tradicional u oligarquía (que ya hace mucho dejó de ser exclusivamente agropecuaria) o inversores-acreedores externos y corporaciones trasnacionales.

De la mano de la desaparición de la clase trabajadora industrial que le daba sustento -«columna vertebral», si se quiere-, desapareció el pueblo, no sólo como espacio político-ideológico, como motor de la liberación nacional en contraposición a los sectores que medran con la dependencia, sino hasta como apelación y referencia discursiva.

El pueblo se transformó en «la gente», una difusa sumatoria de individuos dispersos, desarticulados, contradictorios, y en consecuencia, inermes y «sin voz». Debían entonces ser «interpretados», en las dos acepciones del término, en el sentido de dotar de sonido a esa mudez, y de entender qué opiniones, qué sentimientos, qué expectativas y qué temores abrigaba esa masa informe y resentida, lo que dio lugar al surgimiento de los dos grandes protagonistas de la política argentina de las últimas dos décadas: los medios de comunicación convertidos en fiscales, jueces y jurados de los reclamos y necesidades de «la gente», y las encuestas como bolas de cristal que revelaran qué diablos quería y opinaba esa misma «gente», en cada momento y sobre cada tema. Sobre estos dos pilares se edificó la «nueva política», una estructura gerencial administradora de un poder ajeno, que hasta tomó la jerga del mundo de los negocios.

Sin embargo, el pueblo seguía ahí, organizándose silenciosamente en pequeños núcleos, a partir de necesidades y reivindicaciones puntuales y parciales, construyendo, inconsciente e inadvertidamente su contracultura. Por eso sorprendió a todos, hasta a los propios protagonistas, la explosión popular del 2001 y ese inusitado poder de veto que de pronto el pueblo había adquirido.

Se trató de un poder de veto, que no implica necesariamente capacidad de creación: para esto, hace falta no sólo saber qué no se quiere, sino qué se pretende e intuir cómo se construye, algo que la propia dispersión de las nuevas fuerzas sociales -corpusculares, contradictorias, recelosas-le impedía llevar a cabo.

Y aquí, nuevamente, las fuerzas políticas -de izquierda a derecha y a barrer-, volvieron a actuar a contrapelo de la necesidad social: encontrar un aglutinante capaz de ir uniendo en una argamasa a las múltiples particularidades, de manera de conseguir una cada vez mayor consistencia. Las fuerzas políticas pugnaron por cooptar, subsumir, instrumentar y utilizar esa embrionaria construcción social, precisamente lo opuesto a lo que debería ser el sentido y propósito de toda acción política: la de fortalecer la organización de la sociedad. El resultado de esta aberración fue el retraimiento de esas nuevas fuerzas sociales y una renovada desconfianza que impidieron la construcción de un movimiento social capaz de convertirse en sujeto de transformación de la realidad nacional.

La vida te da sorpresas

Ya desde su discurso inaugural en la asamblea legislativa, el flamante presidente apeló a esas fuerzas sociales dispersas, haciendo suyas varias de sus más importantes demandas. Así, el casi simultáneo descabezamiento de una cúpula militar autoritaria y nostálgica del golpismo, y el de un sistema judicial corrupto hasta el tuétano -que algunos quisieron ver como revanchismo y otros como oportunismo- era el principal anhelo de la sociedad, y compartido por la mayoría, y es de una trascendencia que a veces no se alcanza a comprender en toda su dimensión: el fin de la impunidad es la condición previa para la existencia de la ley, y la ley es -o debe ser- el instrumento del pueblo para defender sus derechos y para paliar o disolver las diferencias sociales y naturales.

Hace ya una pila de años, en épocas en que cualquier joven de hoy estaría dispuesto a creer que los cielos eran surcados por pterodáctilos y los gliptodontes galopaban detrás de los tranvías, Arturo Jauretche insistía en que sólo se trataba de dar vuelta al vigilante, de sacarlo de su papel de instrumento de los poderosos para abusar de los débiles, y ponerlo a defender a los débiles de los abusos de los poderosos.

El problema de los tiempos actuales es que ya no hay vigilantes, sino vigiladores privados.

En otras palabras, que ya no existía un Estado que, aun concebido como instrumento de opresión, siempre sería posible dar vuelta y ponerlo al servicio de la liberación.
Aquel fenómeno de desaparición de una autoridad política nacional, que conllevaba el grave riesgo de desencadenar un proceso de desmembramiento del país, fue simultáneo al extravío de los partidos y formaciones políticas, incapaces ya de interpretar y expresar las demandas populares, la desaparición del pueblo como categoría política, de la mano de un proceso de desindustrialización que acabó con el sujeto social sobre el que se articulaba, el descuartizamiento de un Estado nacional, asaltado por los grupos del capital concentrado y convertido en campo de batalla donde dirimir su propia puja de intereses y la absoluta inexistencia de un movimiento social desde donde construir el poder suficiente como cambiar la realidad en forma tajante, poniendo de pie lo que tres décadas de entrega y oligarquización habían vuelto de cabeza.

Ese es el marco en el que se produjo la elección presidencial y tuvo lugar la asunción del nuevo presidente, cuyo relativo consenso inicial intentó ser dinamitado mediante la maniobra de un tartufo que prestaría así su último servicio a la causa de la destrucción nacional.

Y ese es el marco en el cual, para sorpresa de la mayoría, el nuevo presidente, desde el primer minuto, imprimiría un cambio radical en el rumbo y las prioridades del país, que comenzaron por restablecer esa ausente autoridad política nacional sin la cual no existimos como colectivo, por dar un decidido impulso a la actividad productiva y esbozar los primeros pasos en la lenta y trabajosa, pero imprescindible reconstrucción del Estado, siempre campo de batalla, pero ya no entre sectores oligárquicos, sino entre una oligarquía política y económica que se resiste a desaparecer y un nuevo país que se demora en nacer.

Nada nuevo (como no sea luego de una invasión extraterrestre) puede hacerse, en ningún orden, sin que contenga elementos de lo viejo. Y si la razón no es suficiente para demostrarlo, ahí está la historia para comprobarlo. No es ese el principal de los problemas en un proceso de transformación.

Sí lo es la ausencia de un sujeto transformador, ese movimiento social sin cuya existencia ninguna trasformación es estable y corre el riesgo permanente de desvíos, agachadas o adocenamientos.

De pretenderse un país puesto de pie, dueño de sus recursos y sus decisiones, sin excluidos ni ciudadanos de primera, segunda y tercera, la creación de ese movimiento social es imperativa, pero dudosa, prácticamente imposible si se apela como vehículo a las fuerzas políticas tradicionales y si no se plantean nuevas formas de relación entre el Estado y la sociedad.

El discurso de la desesperanza

En momentos en que debe discutir una nueva realidad, debatir dentro de un rumbo establecido con mayor o menor claridad, pero notoriamente en sintonía con las demandas centrales de la mayoría de la sociedad, las fuerzas políticas -tanto las tradicionales como las nuevas invenciones entre conservadoras y reaccionarias y una izquierda declamativa, anclada en el pleistoceno- se aferran a un ayer al que no se podrá regresar. De ahí el desconcierto, la atomización, la falta de ideas de una supuesta «oposición» y de gran parte de un pretendido «oficialismo», que trata de disimular su desconcierto y similar falta de ideas, encubriéndolas en el seguidismo y la genuflexión.

No es entre oposición y oficialismo la discusión de los tiempos presentes, sino acerca de la construcción de un nuevo país, la creación de nuevos valores colectivos, de nuevos paradigmas, de un nuevo imaginario social que nos permitan «llegar a la otra orilla», salir del pozo en el que nos hundimos en los últimos 30 años, en gran parte por nuestra propia desidia y decisión.

El mayor de los obstáculos está en las palabras, en los mensajes que atraviesan a nuestra sociedad llevándola a la retranca, aislando a grupos y personas, induciéndolas a refugiarse en el individualismo, el descreimiento, la desconfianza. Siendo como son, siempre funcionales a la derecha más recalcitrante, en tanto promueven la conservación del status quo, reconocen copyrigths de derecha como de izquierda y de centro, progresistas y conservadores.

El común denominador es que tipos «que se las saben todas», pero que hasta donde se sepa jamás han hecho nada, nos explican que todo es trampa, mentira y simulación, con una imperturbabilidad inmune a la realidad.
Lo que los argentinos tenemos por delante es un acto de creación, la creación de nosotros mismos y de un nuevo país. Esta es la única discusión real, y es a la vez impostergable, y sólo puede abordársela con ilusión y esperanza, sin reservas. Con eso que llamamos fe.
Se trata de un acto de creación, y toda creación, como todo amor, es hija de la pasión.

«Creer, he ahí toda la magia de la vida», decía Raúl Scalabrini Ortiz, en momentos en que en los subsuelos de un país sombrío y entristecido, se estaba gestando la mayor transformación del siglo.

Creer en nosotros mismos, de eso se trata.

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