Historias reales que son de no creer.
El memorioso Carlos A. Catroppi en su epítome “Intérpretes y traductores”, recuerda las peripecias de un tal capitán Vicente Capello, quien supo vivir en Buenos Aires durante los agitados tiempos en que tuvieron lugar un par de episodios menores que, para la óptica de un pueblo novato y bastante exagerado, adquirieron ribetes homéricos: las invasiones inglesas.
Quiso el azar que el desdichado Capello, voluntario de las milicias que defendieron la ciudad contra las tropas del brigadier William Carr Beresford, tuviera un aceptable dominio del idioma inglés. Como es sabido, la improvisada expedición, fruto de las deudas y devaneos del almirante Home Pophan, entre otras muchas cosas carecía de intérpretes. No es un detalle menor. En la pequeña aldea, convertida, sin más méritos que el contrabando que minaba las economías regionales, en capital de un virreinato inventado a los apurones, no había colegios británicos, ni internet, ni siquiera clubes de rugby, por lo que Beresford gozaba de tantas oportunidades de comunicarse con el común de los lugareños como las que habría tenido un islandés en Bostwana.
La invasión, sin embargo, había sido iniciativa de un vecino bilingüe de Buenos Aires, el bostoniano Guillermo Pío White, de profesión comerciante, lo que equivale a decir negrero y contrabandista. Enterado White de la toma de la colonia holandesa de El Cabo por parte de la escuadra de Home Pophan, escribió al marino ponderando las fantásticas riquezas de Buenos Aires así como las facilidades que ésta presentaba para un audaz golpe de mano.
White y Pophan se habían conocido en tiempos en que el inglés era capitán de la marina mercante en la India y, por esas cosas que tiene la vida de los grandes hombres –juego, disipación, sexo, avaricia– había contraído con White una deuda muy considerable.
Fue así que el marino, basándose en los interesados informes de White y en los de un cierto Mr. Fischer, súbdito británico que durante ocho años se había desempeñado como intérprete en la aduana de Buenos Aires, atravesó el Atlántico Sur y pudo comprobar que al menos una parte de los dichos de White se ajustaba a la verdad: luego de una pequeña escaramuza, sus fuerzas de desembarco derrotaron a la simbólica guarnición militar española y a las bisoñas milicias de voluntarios.
El 27 de junio se redactaron las condiciones de la rendición de Buenos Aires, siendo Guillermo Pío White el intérprete del acontecimiento, observado en silencio por un numeroso grupo de prisioneros entre quienes se encontraba el improvisado capitán Vicente Capello, sobre quien William Carr Beresford ya había echado el ojo.
Servil y lisonjero como todo buen criollo, Capello cometió la imprudencia de gestionar, a pedido de su coronel, que, una vez diluida la efervescencia patriotera del primer momento, se permitiera a los doblegados defensores porteños conservar las armas luego de la rendición, trámite en el que mostró tal dominio de la lengua inglesa que de inmediato Beresford le ordenó presentarse en el fuerte.
Capello no ofició de intérprete durante las prolongadas conversaciones que Beresford y Pophan sostuvieron con Juan Martín Pueyrredón, ya que estas tenidas eran en francés, o con el doctor Manuel Belgrano, que mostraba el suficiente dominio del idioma de Ben Johnson como para traducir el famoso discurso de despedida de George Washington. Pero todo sugiere que intervino como intérprete en el confuso episodio que desembocó en la rendición inglesa frente a las fuerzas de Liniers.
Al menos, Beresford insistió, hasta el último instante de su vida, en que en ningún momento había capitulado: “alguien” le había prometido que podría reembarcar libremente luego de hacer efectiva la entrega del fuerte.
Los españoles, por su parte, sostuvieron que los británicos eran prisioneros de guerra.
No fue sino tras largas discusiones, con la mediación del oficioso White, que pudo arribarse a un acuerdo propio de la gramática parda, tan consustancial al espíritu de la hispanidad: los ingleses podrían reembarcarse en entera libertad, sí, pero cómo, cuándo y para dónde lo dispusiera Santiago de Liniers, quien de inmediato procedió a internar a Beresford en Luján, de donde el británico se fugaría ayudado por sus amigos porteños.
Ese “alguien” que engañó a Beresford tergiversando las palabras y ocultando las intenciones de Liniers, habría sido el capitán Vicente Capello.
Sobrevenida la reconquista, la turba, ignorante de la alta política, los secretos militares y las sutilezas de toda traducción que se precie, saqueó la casa de Capello, sospechado de connivencia con el enemigo. Como White, fue metido en prisión, aunque el norteamericano por poco tiempo: miembro de la high society de Buenos Aires, White había establecido sólidos lazos de amistad y comercio con Tomás O´Gorman cuya esposa María Ana Perichón, Anita, La Perichona, se había convertido en amante de Liniers en cuanto el reconquistador alcanzó talla de héroe y el suficiente poder político como para resultar funcional a los intereses de su marido, el cornudo feliz y satisfecho más notorio de la historia colonial rioplatense.
En cuanto se tuvieron noticias de la segunda expedición inglesa, esta vez comandada por el general John Whitelocke, el norteamerciano White huyó a Montevideo ayudado por su amigo Liniers, pero Vicente Capello, el incomprendido artífice de la rendición británica, fue internado en Chile, donde permaneció prisionero.
Los intérpretes de Whitelocke, que había venido mejor preparado que su predecesor, fueron su ayudante, el capitán Wittingham y el propio Guillermo Pío White, a quien se les sumó el entusiasta Manuel Aniceto Padilla, emperifollado redactor de The Southern Star o La estrella del sur, periódico bilingüe encargado de la propaganda británica.
Derrotado Whitelocke por el mismo Liniers, a estas alturas un Cid Campeador de los fangales, se llevó consigo al delicado Padilla, para protegerlo de las autoridades o para lo que fuere.
White, por su parte, consiguió que lo dejaran en libertad y continuó viviendo en Buenos Aires sin ser molestado, y hasta participó de la Revolución de Mayo. Fue él, por ejemplo, quien presentó a la Junta al marino irlandés Guillermo Brown. A su muerte, acaecida recién en 1842, su familia recibiría un subsidio del Estado.
Después de la segunda reconquista, O’Gorman huyó de Buenos Aires, dejando a su mujer en la alcoba de Liniers, de quien devino consejera.
Huelga decir que en casa de la Perichona –junto a Padilla, Rodríguez Peña, Rivadavia y Pueyrredón y otros próceres, eterna conspiradora contra el poder español y a favor del inglés– se organizaban tertulias, se distribuían cargos públicos, se pactaban canonjías y se intercambiaba información.
Finalmente, gracias al incomprendido Martín de Álzaga, la Perichona fue expulsada del virreynato, encontrando amparo en Río de Janeiro, bajo las cobijas de Lord Strangford.
Vicente Capello, el factótum de la Reconquista, corrió distinta suerte. Traído de regreso a Buenos Aires en 1808, le fue confiscado todo su patrimonio y resultó condenado a diez años de prisión. Sin embargo, al reconocerse en 1812 su inocencia, aunque no sus méritos, fue puesto en libertad para esfumarse para siempre de la memoria de los hombres de bien.