Total interferencia

“Pienso en las cosas que yo percibiría o temería si decidiera viajar sola haciendo dedo hasta Río de Janeiro, y en las cosas que percibiría o temería un hombre al hacerlo.” Cuando la diferencia es la posibilidad de seguir viva o muerta. Una nueva columna de Martina Evangelista.

La mujer desnuda corre en el fondo de una pintura mientras es perseguida por un hombre a caballo y dos perros. En el primer plano de la misma pintura, esa mujer ya no está huyendo por el bosque: ahora está muerta, tirada boca abajo y su asesino le saca las entrañas por la espalda y se las da de comer a los perros. En el fondo, la persecución previa; adelante, el asesinato ya cometido. Esta imagen la pintó Sandro Botticcelli por encargo y una reproducción en formato textil colgaba en el comedor de la escritora francesa Nathalie Léger cuando ella era chica.

Con la descripción de ese tapiz comienza la autora su libro El vestido blanco (2018): “Día tras día (…) no dejábamos de identificarnos, sin siquiera darnos cuenta, con esa imagen enorme que colgaba sobre la mesa. De identificarnos con ella o de imitarla, no está muy clara la diferencia entre una cosa y la otra. Miramos una cara, somos esa cara, somos los gestos, el gesto del asesinato”. Me pregunto ahora si algo de mi intenso nacionalismo tendrá que ver con los gauchos de Molina Campos que veía de chica colgados en las paredes del comedor de mi casa.

Léger investiga y escribe sobre el caso de Pippa Bacca, una artista italiana de 33 años que en el 2008 se propuso viajar haciendo dedo desde Milán hasta Jerusalén vestida de novia, a modo de performance, encarnando el viaje como una especie de manifiesto contra la guerra. Su recorrido atravesaba varios países que habían estado en conflictos armados durante el último tiempo. A las semanas de comenzado su periplo, Pippa aparece violada y asesinada en unos matorrales en las afueras de Estambul, Turquía.

Pippa confió en todos y Pippa terminó asesinada por uno de los hombres que la levantó en la ruta. Murat Karataş la llevó en su auto hasta un bosque, la violó, la asesinó, la dejó semi enterrada y le robó el celular y la cámara digital. Luego fue a un casamiento, paradójicamente, y filmó con la cámara de la víctima todo el festejo.

Mientras escribo esto veo que el hincha de Boca que fue hasta Rio de Janeiro para ver la final de la Libertadores haciendo dedo desde Buenos Aires ya llegó a destino. No sufrió más inconvenientes que una tormenta, o no tener plata. Hizo casi tres mil kilómetros a dedo y tranquilo. Pienso en Pippa, en que era mujer y en la regla que ella misma se impuso en su performance: subirse a cualquier auto que la levantase, sin importar quién manejara, no podía decir que no, ella debía subirse. El motivo de esto era confiar, confiar ciegamente en la amabilidad, confiar en el prójimo, demostrar la existencia de la solidaridad natural y pura en este mundo.

La autora investiga e intenta reflexionar sobre este caso mientras está instalada en lo de su madre, quien se enoja y le reclama que escriba su propia desgracia, la desgracia de esa madre: el maltrato y abandono por parte de su marido, padre de Léger, y la humillación que sufrió en los tribunales en 1974, donde la trataron de incompetente, mala esposa y mala madre. Es de esta manera que el texto se va transformando en una especie de híbrido: por un lado, la historia de Pippa; por el otro, la historia de la madre de la autora. Y el texto se desdobla hasta que las historias dejan de estar de un lado y del otro y se terminan fusionando, intercalando a los ponchazos. Podemos ver cómo las experiencias de todas estas mujeres, incluida la autora, pueden reflejarse perfectamente en aquel tapiz de Botticelli: una mujer huyendo, una mujer perseguida por un hombre, una mujer sola, una mujer asesinada, unas entrañas para los perros. La madre de Léger le llega a decir: “Lo pensé bien y nuestros dos temas son iguales, son el mismo tema, así que podrías ayudarme, apoyarme, acompañarme en mi proyecto sin dejar de lado el tuyo, porque la violencia, me dijo, es una sola, pequeña o grande, sea cual sea la forma que adopte”.

El martes pasado, en un taller de mi facultad donde escribimos cuentos y vamos compartiendo entre todos nuestras carillas torpemente ideadas, un compañero leyó sus avances y en su cuento la protagonista es mujer, y también es ella quien narra en primera persona. Me llamó la atención que mientras él leía no había ni un solo indicio en su texto que indicara que esa primera persona era mujer (mi compañero lo tuvo que aclarar una vez terminada su lectura). El texto estaba muy bien, pero todo parecía visto desde los ojos de un hombre: cuando la protagonista iba a la casa de un tipo que no conocía, no sentía miedo. Cuando su tío le enseñaba a usar un arma, lo hacía con respeto y sin tono paternal. Cuando caminaba de noche y se cruzaba con una patota, no se le cruzaba ni por un momento en la cabeza la posibilidad de ser interceptada, o violada, por ejemplo.

Surgió un debate muy interesante, alrededor de la idea de que no es que los diferentes géneros hablen de una manera u otra, la diferencia entre quien narra no es la voz de un hombre, una mujer, alguien no binarix, o cualquier género que sea. No, no es la voz, no es cómo se expresa: lo que marca la diferencia es la percepción que tiene justamente esa voz. La percepción que tiene de las cosas, de una situación determinada, en dónde pone el ojo, qué va sintiendo, cuál es su subjetividad. Entonces pienso en las cosas que yo percibiría o temería si decidiera viajar sola haciendo dedo hasta Río de Janeiro, y en las cosas que percibiría o temería un hombre al hacerlo. Y me doy cuenta que nosotras vivimos constantemente haciendo estos cálculos en nuestra cabeza, aunque quizás ya lo hagamos sin darnos cuenta, sin que interfieran a simple vista en nuestro cotidiano. Desde chicas vamos aprendiendo esta técnica de supervivencia y nos enseñan los riesgos y las posibilidades de todas las cosas que pueden pasarnos.  Algo así como un escaner ante todo: ¿este uber me da confianza? ¿este vecino está siendo amable genuinamente o quiere cogerme? ¿me subo o no me subo al auto? Una total interferencia, todos los días.

Veo imágenes del último viaje de Pippa y en todas lleva puesto el vestido de novia, blanco. Ella sonríe, quiere reparar las guerras con el bien, quiere demostrar que se puede confiar, ella sonríe y me pregunto si en el fondo no sabía que algo así podía pasarle. Seguro lo sabía, y lo hizo igual. Dejó de lado la interferencia, se entregó sin ser calculadora. Y como dice Léger: “quizás el bien no pueda ser más que una idea, quizás la idea cuente en sí, quizás no siempre sea necesario que los hechos confirmen una idea para que sea correcta. Pero quién sabe”.

No sé qué quiso demostrar con su performance, no sé cuáles fueron sus intenciones, pero lo que sí sé es que no logró completar su viaje. Porque la violaron y la asesinaron a las semanas de haber empezado su periplo. La confianza ciega y no poder decirle que no a nadie. La gran poeta Alda Merini le dedicó un poema triste que a la vez es hermoso:

Vestido blanco

para ir a casarte con tu muerte

que también es la nuestra.

Te vestiste de blanco

y como tu alma me escucha

me gustaría decirte que la muerte

no tiene el rostro de la violencia

sino que es el suspiro de una madre

que vendría a sacarte de la cuna

con mano ligera.

No sé qué decirte

yo no creo

en la bondad de la gente

ya viví tantas penas

pero es como si viera mi alma

vestida de novia

que huye del mundo para no gritar.

Pippa, cuando llegaba a dedo a alguna ciudad grande, se dirigía a los hospitales y les lavaba los pies a las parteras. Léger, nuestra autora, le limpia los pies llenos de arena a su madre en una playa mientras la escucha exigir justicia. Limpiar los pies, un gesto casi religioso. El bien puede que no sea más que una idea, pero tanto Pippa como Léger lo intentan hacer un hecho. Una por las rutas, otra escribiendo. Quizás algún día deje de ser una idea. Pero quién sabe.

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