Orillero
Murió René Houseman, uno de los más grandes jugadores de la historia del fútbol argentino. Se había iniciado en Defensores de Belgrano. Y con apenas 20 años se erigió como figura del Huracán de Menotti, un equipo que gañó el Metropolitano de 1973, y quedó en el recuerdo por la belleza de su juego. Fue Campeón del Mundo con Argentina.
El periodismo deportivo lo despide con un pesado gramo de cinismo. Recogen momentos que no entienden, transcriben un anecdotario que parece menos justo que pintoresco: el de un personaje entrañable, hecho de una marginalidad simpática, un duende de la infancia, el pícaro del grado, un animador de fiestas. Se lee como al pasar algo de la Villa del Bajo Belgrano, la indignidad de tener que ir a pedirle a la Asociación del Fútbol Argentino que contribuya con el tratamiento para darle batalla a una enfermedad impiadosa. Las escapadas de la concentración para ir a jugar picados de infarto. Olvidan aquellos años, el clima de época, los modos verdaderos en que la vida se cifraba en aquellos días hechos de sueños y de dientes apretados, de compromiso social y político. Ignoran la naturaleza invencible de las alianzas que se tejían en las orillas de un mundo que amenazaba con el terror.
El 11 marzo de 1973, el general Alejandro Lanusse convocaba a elecciones luego de ocho años sin democracia y dieciocho de peronismo proscripto. Apenas dos días antes, seis jugadores de Huracán (Brindisi, Babington, Houseman, Russo, Alfio Basile y Jorge Carrascosa) y el DT Menotti firmaban una solicitada que pedía “un deporte para el pueblo” y apoyaba “el retorno incondicional del general Perón. Liberación o dependencia. Cámpora al gobierno, Perón al poder”. “Era como el equipo de la JP”, dijo alguna vez el historiador Felipe Pigna. En la Mirabé se veían remeras de la Juventud Peronista. Houseman —Quenó, Hueso, el Loco—participaba en el Movimiento Villero Peronista (que integraba la tendencia revolucionaria). Jugaba en la Villa del Bajo Belgrano, de donde surgió, y de donde no se fue jamás. En aquellos años, la hinchada del globo llevaba una bandera inmensa que decía “Far y Montoneros son nuestros compañeros”.
“Si yo fuera millonario, me compraría una villa”, dijo René. La villa como lugar en el mundo, el de los potreros. La villa de los laburantes, de los pibes que sueñan, la de las madres y los padres que cuerpean el hambre, el abandono, el miedo; con una esperanza que se cose con hilachas. Ahí se forjó su temple. Ahí latía el corazón del fútbol argentino.
Esos latidos, en aquellos años, se escuchaban en la tribuna, amplificados, y se jugaban en la cancha, en un fútbol de fiesta porque celebraba la lucha por un futuro para todxs, con la belleza como arma. “Saaaale el sol, el sol sale para el Globo, sale el sol para el Globo”, cantaban los hinchas. Un fútbol “nacional y popular”, con uno de sus ídolos (Brindisi) condecorado por Perón por su decisión de rechazar ofertas del exterior y seguir en el país y en la selección. Ese Huracán —escribió el sociólogo Roberto Di Giano— alimentó el imaginario de “una primavera futbolística y social”. Cinco jugadores en ataque. Achique, toques verticales, diagonales, goles. Huracán empezó aquel campeonato con seis victorias al hilo: 6-1 a Argentinos, 2-0 a Newell’s, 5-2 a Atlanta, 3-1 a Colón, 5-0 a Racing y 1-0 a Vélez. La primera rueda fue de 46 goles en 16 partidos. La sinfonía total fue en la décima fecha: 5-0 en Rosario a un Central poderoso. “Pocas veces he visto una superioridad tal de un conjunto sobre otro”, escribió tiempo después el Negro Fontanarrosa. “La hinchada de Central, que no es complaciente, tras el último gol de Houseman, se puso de pie, y, simplemente, aplaudió”.
Apenas cobró su primer sueldo en Huracán, René lo repartió entre sus amigos de la Villa. “¿Cómo no lo iba a hacer? Si ellos me dieron un plato de comida cuando yo no tenía ni para un vaso de leche”, se justificó.
Osvaldo Pepe había escrito por aquella época “Houseman se hizo jugador en una villa. Alma de villero al fin, se negó a dejarla cuando era campeón del mundo, figura en Huracán y cuando los doctores en moral le sugerían que los índices del progreso se miden por pertenencias materiales. Nunca le perdonaron su fidelidad al destino villero, su compromiso —consciente o inconsciente, espléndido en los dos casos— con los afectos cotidianos y su desapego a la acumulación en una sociedad que castiga y penaliza cualquier esfuerzo desprovisto de sentido productivo”.
Ahora se murió René. En la orilla. Donde vivió. Donde soñó. Donde jugó y nos hizo jugar y soñar a todos. El loco. El Hueso. René. El fútbol.
Algo de mí se muere con él. Algo muy querido, que yo seguía abrigando en el rincón más tibio de mi corazón.
Me dormí mil veces jugando como él, en los potreros del sueño, allí donde hacemos el gol de nuestras vidas y nos abrazamos con los compañeros más queridos. El gol con el que queríamos hinchar el pecho de los viejos. Sacarlos del pozo en el que se mordían los labios porque no podían darnos lo que ellos querían, porque la cosa venía torcida y feroz. El gol que nos diga que esta vida (todavía) vale la pena.
Se murió René y ahora soy yo menos él. Y lo que se lleva es toda mi infancia. Todos los sueños que me hizo soñar: el mundo todo en una pelota.
Se murió René y el alambrado del Ducó se estremece de un frío que hiela el alma.
Se murió René. Y el fútbol cruje fiero, porque su Hueso más sólido ya no está más para sostenerlo.
René vivió, jugó, soñó, luchó toda la vida en una orilla.
Orillero, Hueso, Quenó, Loco: gracias por todo.