Tambores de una guerra demasiado hollywoodense

Ni prolegómenos inevitables de la Tercera Guerra Mundial, ni meros fuegos de artificio al norte del paralelo 38: ¿qué hay detrás -y alrededor- de las tensiones entre EE.UU. y Corea del Norte?

En el famoso documental Niebla de Guerra (Fog of War), el ex secretario de Defensa y veterano estratega estadounidense, Robert McNamara deslizó una enseñanza que dejó la derrota en Vietnam: “Nunca nos ponemos en los zapatos del enemigo ni tratamos de ver el mundo como ellos lo hacen”. Estados Unidos sigue cometiendo ese mismo error, pero tras medio siglo de dominación cultural y dependencia informativa, gran parte del mundo occidental, incluido Argentina, se deja arrastrar y reproduce esa visión parcial y, muchas veces, desmedida e incoherente. Por eso, en los últimos días, cuando Washington desempolvó los tambores de una Tercera Guerra Mundial, rápidamente medios y presuntos especialistas en Buenos Aires no dudaron en hacerlos sonar.

 

La explicación simplista de que por primera vez dos líderes, el estadounidense Donald Trump y el norcoreano Kim Jong-un, calificados por muchos como desequilibrados mentales, tienen los códigos nucleares y son impredecibles decide ignorar la historia, el contexto actual y, lo que es aún más importante, cualquier visión que no sea la difundida por Washington.

 

Cuando el primer presidente de Estados Unidos elegido en el siglo XX, Theodore Roosevelt, tuvo que explicar su política exterior lo resumió así: “Habla con suavidad y lleva un buen garrote, llegarás lejos”. El verdadero giro de Trump hasta ahora es que no sólo no cumple con la primera parte de esta premisa, sino que hace alarde de pisotearla y bastardearla.

 

La segunda parte, en cambio, la sigue fielmente. Por eso, a sólo un mes de ganar las elecciones el año pasado, anunció cuál sería su estrategia ante el mundo: “Reforzaremos nuestras fuerzas militares no como un acto de agresión, sino como un acto de prevención. (…) Básicamente, buscaremos la paz a través de la fuerza”.

 

Es cierto que a lo largo de la campaña presidencial el magnate y estrella de un reality show devenido en líder contestario republicano prometió “dejar de derrocar regímenes extranjeros” y retirar las fuerzas militares “desplegadas en lugares en donde no tendrían que estar peleando”; pero acto seguido también destacaba que el Pentágono debía concentrarse en “derrotar al terrorismo y a ISIS”.

 

Actualmente, la milicia Estado Islámico combate, atenta o, al menos, opera en Siria, Irak, Afganistán, Yemen, Libia, Egipto, Rusia, Arabia Saudita y en las principales potencias europeas, además de Estados Unidos. A su vez, grupos armados vinculados o aliados a Al Qaeda golpean en Somalía, Mali, Nigeria, Pakistán, Argelia, Mauritania, Niger, China, Filipinas e Indonesia. Entonces, ¿cuándo fue exactamente que Trump prometió una política exterior aislacionista, retirada del mundo como repiten muchos hoy?

 

Hasta un experimentado halcón e intervencionista como Henry Kissinger supo identificar en Trump a un socio, un dirigente de ideas similares, cuando en diciembre pasado, a más de un mes de que el magnate demostrara realmente cómo sería como presidente, pronosticó que representaba una “oportunidad extraordinaria” para la política exterior de Estados Unidos.

 

Después de eso llegó un reforzado apoyo a Israel -que resultó en un nuevo aumento de la expansión de sus colonias en territorios palestinos ocupados-, una catarata de amenazas bien explícitas contra Corea del Norte, retos casi paternales a China, y una escalada en la participación directa de Washington en la guerra que encabeza su aliado, Arabia Saudita, contra su vecino más pobre, Yemen. Además, tuvo lugar el primer ataque estadounidense declarado contra el gobierno de Bashar al Assad desde que comenzó la guerra en ese país hace más de seis años, un renovado enfrentamiento verbal con Rusia, el lanzamiento de la llamada «madre de todas las bombas» en Afganistán contra el Estado Islámico y, finalmente, la movilización de parte de la Marina de guerra estadounidense hacia las costas coreanas y la instalación adelantada en Corea del Sur del THAAD, un sistema de defensa del ejército norteamericano para derribar misiles balísticos de corto y mediano alcance.

“¿Cuándo fue exactamente que Trump prometió una política exterior aislacionista, retirada del mundo como repiten muchos hoy?”

“El mundo fue testigo de la fuerza y resolución de nuestro nuevo presidente en las acciones que realizó en Siria y Afganistán. Corea del Norte no debería probar nuestra resolución o el poder de las fuerzas armadas de Estados Unidos en esta región”, advirtió hace unos días el vicepresidente norteamericano, Mike Pence, al aterrizar en Seúl, en su primera visita oficial a uno de sus principales aliadas en Asia oriental, Corea del Sur. En otras palabras, buscar la paz a través de la fuerza o hacer alarde del gran garrote de Theodore Roosevelt.

 

Sin embargo, casi sin cuestionarlo, la mayoría de los medios del mundo occidental informa una y otra vez sobre las “irresponsables” y “peligrosas” pruebas misilísticas de Corea del Norte -un desarrollo militar que se hace a costa de un pueblo empobrecido, hambriento y reprimido, sin dudas- y sobre las “represalias” o las “respuestas” bélicas y diplomáticas de Estados Unidos, las potencias europeas y el Consejo de Seguridad de la ONU en su conjunto. En este relato dominante, el irresponsable, el culpable de la inestabilidad de la región y de la escalada militar y diplomática siempre es Corea del Norte, un régimen comunista que ya tiene casi 70 años, pero sigue siendo reducido a la caricatura de su líder máximo, ahora el joven de 33 años Kim Jong-un.

 

Es difícil encontrar una mirada distinta de esta larga disputa internacional. En un reciente artículo en la revista estadounidense The Nation, Bruce Cumings, un profesor de la Universidad de Chicago, especialista en historia moderna de Corea y las relaciones entre Estados Unidos y Asia oriental, lo hizo y recordó que durante los dos mandatos presidenciales de Bill Clinton, en los años 90, Estados Unidos acordó con Corea del Norte un congelamiento de toda su producción de plutonio por ocho años, aceptó comprar todos los misiles de alcance medio y largo del país asiático -fundamentales para lanzar ataques nucleares fuera de la región- y hasta firmó una suerte de tregua, según la cual ambas partes se comprometían a evitar cualquier “intento hostil” contra el otro. Clinton aprovechó el momento de mayor debilidad del gobierno comunista, sumido por entonces en una durísima crisis económica que provocó una hambruna masiva, para negociar en vez de imponerse sólo por la fuerza.

 

Tras lo peor de la crisis económica coreana, no fue Kim Jong-il -padre del actual líder norcoreano- quien hizo fracasar estos avances diplomáticos, sino el sucesor de Clinton, George W. Bush. Según Cumings, el presidente republicano no sólo ignoró los acuerdos firmados en la década anterior, sino que terminó de romper el diálogo bilateral al incluir a Corea del Norte en su ya famoso “Eje del Mal” y anunciar que la Casa Blanca adoptaría una doctrina “preventiva” para tratar con Pyongyang y el resto de los países considerados como peligrosos para la paz mundial: Irak, Irán, Siria, Libia, Cuba y Venezuela.

 

Cumings es tajante en su conclusión: “Pyongyang no tendría armas nucleares si los acuerdos de Clinton se hubieran mantenido”.

 

Pero aún si se asume la visión del mundo trasmitida desde Washington -y Hollywood-, la amenaza actual contra Corea del Norte esconde una realidad evidente: el gobierno comunista de Pyongyang tiene armas nucleares, algo que Siria, Afganistán y todos los países que Estados Unidos bombardea hoy o en las últimas décadas no tenían.

 

Además, informes de inteligencia occidentales han estimado que el régimen comunista tiene más de 15.000 instalaciones militares subterráneas, muchas de ellas en lugares desconocidos, lo que hace imposible pensar en una operación sorpresiva y fugaz, que pueda eliminar la capacidad del país asiático de responder a un eventual ataque extranjero. Como si esto no fuera suficiente, Corea del Norte tiene el cuarto Ejército más grande del mundo.

“Tras lo peor de la crisis económica coreana, no fue Kim Jong-il -padre del actual líder norcoreano- quien hizo fracasar los avances diplomáticos, sino el sucesor de Clinton, George W. Bush”

Si esto no termina de convencer a los temerosos de una Tercera Guerra Mundial, siempre se puede escuchar los testimonios de los que están en la primera línea de fuego de este supuesto conflicto inminente. “En general los surcoreanos no están interesados en los fuegos artificiales al norte de la zona desmilitarizada”, escribió el corresponsal de la agencia de noticias Reuters en Corea del Sur en su cuenta de Twitter en pleno cruce de amenazas nucleares de Washington y Pyongyang. “Generalmente, cuanto más lejos uno está de Corea, más espera que haya una guerra”, le explicó a su vez a Pearson el experto de Corea del Norte en la Universidad de Kookmin en Seúl, Andrei Lankov, al mismo tiempo que el mundo occidental observaba absorto el masivo desfile militar de Pyongyang del sábado 15.

 

Lejos de vaciar los supermercados en busca de reservas y preparar los bunkers nucleares, los surcoreanos están concentrados en las elecciones presidenciales del próximo 9 de mayo, anticipadas tras la renuncia de la presidenta Geun-hye Park por un caso de corrupción. La campaña tampoco está centrada en los aires bélicos que supuestamente asoman en la región. Por el contrario, los dos favoritos están haciendo campaña a favor de reiniciar el diálogo con Corea del Norte y de incluir a China como un mediador, dos posibilidades que el gobierno de Trump dice no estar barajando.

 

Entonces, si los surcoreanos no están preocupados ni por Pyongyang ni por Beijing, dos vecinos poco amistosos que conocen hace tiempo, la gran duda es si Trump está dispuesto a iniciar por primera vez en la historia una guerra entre dos potencias nucleares y, lo que es aún más importante, si el resto del Estado norteamericano se lo permite. Hoy esa opción parece un tanto descabellada, pero no así la reinstalación paulatina de un clima político al estilo Guerra Fría, marcado por un discurso propagandista exagerado y hasta falso de la Casa Blanca, que le permita construir su legitimidad a partir de conflictos irreales y en contraposición a enemigos forzados.

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