Su Majestad, Tabaré

Uno debió darse cuenta cuando en una reunión de la “hispanidad” y en medio de uno de los momentos más álgidos del conflicto por la instalación de las pasteras junto al río Uruguay, tanto el presidente argentino como el oriental, se refirieron al señor Juan Carlos de Borbón con un pomposo “Su Majestad”, faltando a las respectivas Constituciones Nacionales y a la tradición histórica de nuestros países, republicanos aun antes de declararse independientes.

En su descargo, el señor Tabaré Vázquez podría tal vez aducir que los diputados de la Banda Oriental no participaron de la Asamblea Constituyente del año 1813, que entre otras cosas, prohibió la utilización de títulos de nobleza, pero en tren de exactitud histórica es necesario puntualizar que esos delegados no participaron de la asamblea por estar presos en Buenos Aires, donde fueron detenidos tras una maniobra del partido porteñista y probritánico, empecinado en destruir a José Artigas y librarse de la Banda Oriental (y del resto del ex virreinato), de manera que daremos por sentado que también los orientales –al menos los artiguistas– tenían a los títulos de nobleza como un serio agravio al concepto de igualdad de los ciudadanos y un peligro para la vida republicana. Sin embargo, los pelagatos con vocación de monarca siguen siendo tan abundantes que acechan a la vuelta de cualquier esquina.

Impera en los países latinoamericanos una suerte de nostalgia por la monarquía, fácilmente reconocible en el acentuado presidencialismo de los regímenes políticos y en un instituto que no vacilaríamos en llamar anacrónico: el poder de veto, ausente en las monarquías constitucionales europeas y más propio de los regímenes absolutistas del siglo XVIII.

El poder del veto, mediante el cual el presidente se pasa por el cuarto la decisión de los representantes populares no le es exclusivo: detentan ese mismo poder los gobernadores y hasta los intendentes, con lo que no sólo padecemos reyes de cuarta sino una superabundancia de reyezuelos de morondanga, imponiendo su soberana y, la mayoría de las veces, inepta voluntad.

Por lo general, sus majestades republicanas se valen del veto arguyendo altas razones de Estado, en el entendimiento de que los representantes populares son todavía más tarados que quienes los eligieron, prefiriendo entonces el imperio de un solo tarado por sobre las desquiciadas voluntades de una multitud de ellos. Dicho sea de paso, es éste y no otro, el principio fundante de la monarquía.

Pero el presidente uruguayo los acaba de dejar chiquitos a todos, introduciendo una notable novedad: el ejercicio del poder del veto porque así se le canta a sus reverendos cataplines, a título exclusivamente personal y porque sus “principios” así se lo indican. Como si el deber de un presidente fuera privilegiar sus principios y prejuicios personales y no poner en ejecución las decisiones de los representantes populares.

Está muy bien que un presidente tenga principios, especialmente cuando esos principios le indican que jamás debe traicionar el mandato popular, que vienen a ser las razones por las que fue elegido, pero cabe dudar de que el pueblo lo haya elegido para que vete una ley que autoriza el aborto antes de las doce semanas de embarazo y en casos de enfermedades, malformaciones, etc. En todo caso, el pueblo debió haber sido consultado si estaba de acuerdo con la ley aprobada por sus representantes, unos subnormales de cotolengo, se sabe (y si no ¿por qué el presidente –también se sabe, el único inteligente del país– debió vetarla?).

Los sufridos frenteamplistas volverán a soportar estoicamene –o hasta tratarán de justificar– los devaneos monárquicos y el travestismo de su primer mandatario. Es inevitable: les costó treinta años llevar al poder al primer socialista chupacirios de América, para que haga Su Soberana voluntad.

Hubieran avisado, porque para tener estos reyes, mejor habría sido quedarse con Fernando VII.

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