El autor lleva el blog Pre-textos, en el cual publicó este post el pasado 10 de marzo.
Leo y releo el excelente texto de Tomás que desató la polémica. Correctamente prohijado por un epígrafe de Nietzsche, el texto construye un nosotros, presuntamente los hijos, frente a un ellos, los padres. Los padres, que en este caso serían los militantes de los años setenta. Los hijos, que se iniciaron o se inician en la política entre los años noventa y el ascenso del kirchnerismo. En palabras del autor, “¿Quieren escuchar que la tarea de ustedes era más noble, el enemigo más brutal, los valores más puros, la vida más política? Puede ser, qué se yo. Nos tocó esto, a nosotros. Nuestro progresismo es el orden, nos tocó defender el statu quo y a ustedes tratar de armar otro: su resultado ya lo tienen, el nuestro todavía está por verse, déjennos probar de otra manera. Cuesta llenar esa tarea tan conservadora de épica revolucionaria: el desfasaje se nota mucho, no nos la compliquen, encima, ustedes. Hacemos lo que podemos con lo que ustedes dejaron, como ustedes hicieron lo mismo con lo que les dejaron. Nuestra discusión no son Los Setenta.”
Y efectivamente, nuestra discusión no son los setenta. Pero primero habría que ver qué razones nos llevan a suponer lo contrario. Intuyo que esas razones no pueden ni deben buscarse en la militancia de los noventa -donde este planteo hubiese sonado, como mínimo, muy extraño-, sino en la nebulosa mística militante surgida de la muy inesperada reivindicación de la Tendencia por el kirchnerismo.
Simbólico hasta el cansancio y la extenuación, el kirchnerismo nunca dejó de evocar las fechas fundadoras de una década trágica -el 11 de marzo, el 25 de mayo, el 24 de marzo- con la que trató de darse una genealogía. Para ello, no reparó en recursos -pocas veces lo hace-. Aquello que posiblemente era funcional a la construcción de una nueva / vieja legitimidad en el convulsionado país de 2001 incluía necesariamente un ajuste de cuentas con el pasado. La apertura de los juicios por delitos de lesa humanidad requería una narrativa que justificase, desde lo público, bajo el paraguas del interés común, lecturas propias de organizaciones puntuales.
De ese modo, el kirchnerismo se hizo con el discurso de los principales organismos de derechos humanos, y también con su legitimidad. La invocación a la generación de los setenta, aquella de La Voluntad, servía a los fines de construir una tradición interrumpida, primero, por el golpe militar, y luego por una democracia capturada por los mercados y demás factores de poder.
Así, el kirchnerismo, que tiene muchos más ejes en común con Alfonsín que con Cámpora, elegía al segundo como eje de una vindicación histórica, y colocaba los tiempos previos a su ascenso bajo el signo de la Dictadura -a lo sumo, de sus herederos y sucesores-.
El mensaje ocluía varios nudos problemáticos, como por ejemplo la secuela de intolerancia previa al golpe militar, que dividía y divide aún hoy a muchos peronistas. No hablaba de aquel veinte de junio, ni de Rucci, como algunos se encargaron de insistir. Dejaba en un complicado limbo al alfonsinismo, y presuponía, demasiado linealmente, una continuidad entre Proceso y Menemismo. Para peor, entre los autores de la operación se contaban y se cuentan muchos participantes subalternos de la segunda de estas experiencias. Pero bueno, así funcionan los mitos: mientras movilicen, nadie se fija en su justeza.
En esta lógica reivindicativa, pareció de pronto que todos teníamos que ajustar cuentas con los “padres” de nuestro relato: los miembros de las Formaciones Especiales. Muchos lo intentaron, otros lo intentan. En mi caso, como en el de Tomás, me sigo negando. Las razones, no obstante, son distintas.
En primer lugar, porque no creo que el parricidio sea, estrictamente, una necesidad en este caso. Generacionalmente, nuestros padres biológicos sólo pueden haber sido un inevitable como mítico punto de referencia -uno que ellos sufrieron especialmente-, pero no un paradigma a seguir. Media, entre ellos y nosotros, el mayor genocidio de la historia de la Argentina moderna. Una etapa oscura que es, también, aquella en que se rompen todas las representaciones cristalinas de nuestro pasado.
No son nuestros padres: no pueden serlo. Su lucha no es la nuestra, y cuando, con el advenimiento de la democracia, surgieron nuevamente a la política, sus reivindicaciones reflejaron un mundo más variado y distinto. Un mundo nuevo, una etapa nueva de nuestra historia, que no es un Parnaso, pero que se refleja en una alteridad brutal respecto del pasado anterior a 1976.
Por eso, ellos, los sobrevivientes, se dieron otras tareas: enhebraron otras discusiones y otras prácticas. Se acomodaron, como pudieron. Los setenta estaban allí, claro, pero no como continuidad concreta. Los mecanismos de disputa eran nuevos, y no los entendieron mejor que nosotros, ni llegaron a introducirnos en ellos. En ese sentido, más allá de la sangre, no son nuestros padres, porque nuestra generación tiene y vive aún la historia de una orfandad, el dolor de un Ground Zero.
Luchamos, desde que llegamos, por un orden nuevo, que nos permita salir del registro trágico. Somos HIJOS, pero políticamente hablando, no tenemos padres. No podemos encarar nuestro presente como hijos de nuestros padres. Debemos intentar otra cosa. Debemos salir del encierro de los setenta. Para eso hacemos justicia: para que los muertos la tengan, pero en no menor medida, para que llegue el día en que podamos seguir adelante sin mirar atrás. No llegamos para volver a disputar la plaza otro Primero de Mayo, no vinimos para ver si podemos torcer las representaciones de un tiempo fracturado. Recordamos, y lo haremos, para vivir. Ese es el desafío de nuestra generación: que el relato de estos años, herramienta necesaria de un consenso de posguerra, no nos confunda. Lidiar con ese peso es una operación innecesaria, y no es nuestra pelea.
O, como dice Nietzsche, “El hombre debe aprender, sobre todo, a vivir y utilizar la historia únicamente al servicio de la vida aprendida”.