Sínodo macabro

Historias reales que son de no creer.

En un concilio de altos dignatarios de la Iglesia celebrado en el 897, el papa Esteban VI acusó a su predecesor Formoso de haber ocupado ilegítimamente el trono de Pedro, lo que había tenido lugar entre el 891 y el 896. Hasta ahí, todo bien, dentro de lo razonable, pero Esteban no se iba a conformar con un juicio histórico ni mucho menos. Y Formoso ya había muerto.

La silla de Pedro bien vale una misa

Cuando el 891 moría el papa Esteban V, fueron dos los más serios aspirantes al trono de Pedro: Sergio y Formoso, obispo de Porto, conocido por su austeridad y falta de escrúpulos, así como por su enfrentamiento con los Spoleto, familia que hasta entonces era la auténtica dueña de la vida romana.

La mayoría de los cardenales eligieron a Formoso, al mismo tiempo que parte del clero y el pueblo de Roma elegía a Sergio. Ambos prepapas se presentaron en la iglesia exigiendo ser consagrados. Algún apoyo popular debía tener Formoso (o sus partidarios eran mejores cuchilleros) ya que en la batalla campal Sergio fue vencido. Y luego convencido por Lamberto de Spoleto de que desistiera de sus aspiraciones, dejando su lugar a Formoso.

Sergio alimentó su inquina y resentimiento en los dominios del margrave Adalberto de Toscana mientras esperaba su hora. Llegaría trece años después. Entretanto, Formoso se dedicó a conspirar contra los Spoleto aliándose a Arnulfo de Alemania, a quien proclamó sucesor de Carlomagno. La dicha no es eterna: Arnulfo abandonó la ciudad aquejado de una misteriosa enfermedad y en Pascua de 896 el papa moría de “muerte violenta”, sin más aclaraciones.

Lo sucede Bonifacio VI, quien fallece quince días después. Pero como nunca falta un valiente, en el 897 Esteban VI –con la inestimable ayuda de Lamberto de Spoleto– acepta ser la Voz de Dios en la Tierra.

Ni olvido ni perdón

O porque no estaba en sus cabales o porque Lamberto –eterno aspirante al trono del Sacro Imperio– decidiera aleccionar a los eventuales imitadores ajustando cuentas con el difunto papa a raíz de su alianza con los alemanes, a nueve meses de la muerte de Formoso, Esteban reunió un sínodo, erigiéndolo en tribunal, para aplicarle al vieja ley romana damnatio memoriae, que viene a querer decir “condena de la memoria”, una suerte de castigo póstumo que se aplicaba contra los enemigos del Estado.

Ordenada la exhumación del cadáver, se lo engalanó con el manto y las sandalias papales, una tiara en la cabeza, el cetro pontificio en las manos y se lo sentó, amarrado –no precisamente para evitar que escapara– en el trono lateranense, donde hubo de responder a las acusaciones.

Según el relato de testigos, el espectáculo no es muy agradable. El reo se encuentra en partes momificado y en partes podrido, una gusanera pulula en sus cuencas oculares y, sobre todo, emana una pestilencia insoportable que abruma a los presentes.

Pero Esteban no le hace asco a nada, y comprobando que el contumaz Formoso se rehúsa a hablar, le designa a un diácono adolescente en calidad de defensor y vocero. Aterrorizado por el espectáculo, el infeliz muchacho no se muestra mucho más locuaz que el propio acusado y, tembloroso, apenas logra barbullar unas cuantas respuestas a las pruebas esgrimidas por el frenético Esteban, quien echa en cara al muerto su ambición desmedida, las irregularidades con las que accedió al trono de Pedro, el perjurio, la ilegitimidad y la simonía.

Luego de deliberar, el tribunal dicta sentencia, por la que anula los actos pontificios del malhechor, ordena que su nombre sea borrado de la historia, y la destrucción de cuanto escribió. Luego se procede a la degradación de Formoso: le son arrancados al cadáver todos los ornamentos y las vestiduras, excepto el cilicio, que se había adherido en extremo a sus carnes, y se le cortan los tres dedos que le habían servido para impartir las bendiciones.

El putrefacto de Formoso fue arrastrado por las calles de Roma, luego puesto en una fosa reservada a los condenados a muerte y los extranjeros y, por último, arrojado por la multitud a las aguas del Tíber.

El cuerpo, sujeto por el cilicio como una res muerta, fue rescatado por un grupo de admiradores de Formoso, que le dieron secreta sepultura.

Pocos meses después, Esteban fue depuesto y ya en prisión, estrangulado por la misma turba que no hacía mucho había arrastrado por la calles de Roma los putrefactos despojos de su predecesor.

Qué dirá el Santo Padre, que muere en Roma

Esteban fue sucedido por Romano, que duró cuatro meses antes de ser envenenado. Su sucesor fue Teodoro II, quien en sus veinte días de pontificado anuló todas las decisiones de Esteban VI, recuperó lo que quedaba de Formoso y ordenó que lo devolvieran a su tumba en la Basílica de San Pedro.

Juan IX sucede a Teodoro y bate records: dura dos años en el solio. Lo sigue Bendedicto IV, que permanece tres, y cuando todo amenazaba con hacerse tediosamente rutinario, su sucesor León v, a los dos meses de ser electo, es depuesto por su confesor, el cardenal Cristóbal, quien lo recluye en un convento y se hace nombrar papa. Es entonces que el despechado Sergio es vuelto a elegir, esta vez con el apoyo del jefe militar de Roma, el senador Teofilacto, o más precisamente de Teodora, esposa del senador, que antes había elegido a Sergio como su nuevo juguetito sexual.

Una vez reelecto, Sergio III instruyó un proceso formal contra Cristóbal, acusándolo de antipapa y lo hizo degollar junto al desconcertado León, váyase a saber por qué. Por anti antipapa, tal vez.

Y como para no perder el impulso y decidido a seguir los pasos de su amigo, el desquiciado Esteban, sometió a juicio al papa Formoso, que ya llevaba diez agitados años bajo tierra. Lo decapitó, le cortó otros tres dedos y lo volvió a arrojar al Tíber.

El torso acéfalo fue a enredarse en la red de un pescador, que lo rescató de las aguas. Tiempo después, al ser reivindicado por un nuevo papa, sus despojos lograron una nueva existencia de éxtasis al ser devueltos por tercera vez a San Pedro.

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