Aunque el incendio de un tren del ex-ferrocarril Sarmiento en Castelar se produjo luego de que unos 2.000 pasajeros enlatados quedaran atrapados en los vagones por más de una hora y media, los medios y el gobierno fueron arrastrados, vaya uno a saber por qué, a elaborar las más disparatadas hipótesis sobre el origen de la protesta.
Esas conjeturas sumieron en la perplejidad a miles de usuarios conformes con el control del ente regulador (la CNRT), la gestión del secretario de Transporte (Ricardo Jaime) y la concesión privada del grupo Plaza.
No es novedad.
En el pasado reciente los usuarios dieron rienda suelta a sus más bajos instintos incendiando la estación Constitución, lo que produjo la inmediata recesión de la concesión del Roca que administraba el señor Taselli, que venía de quebrar YCF, Materfer y Parmalat.
La destrucción de la estación Haedo, sin embargo, pareció confirmar el contrato de los Cirigliano, quienes vienen anunciando desde entonces una notable mejora en la línea, prometiendo convertirla en lo más moderno que se haya visto en el mundo.
Pero algunos usuarios, los que viajan a la mañana, parecen ciegos al progreso.
El gobierno duda en gastar 4.000 millones de dólares para soterrar el ex-Sarmiento, construir un tren de alta velocidad a Rosario y Córdoba, o reconstruir todo el sistema ferroviario nacional, desde Ushuaia a La Quiaca. Duda, duda en elegir para el INDEC a Adrián Paenza, que le traería buena prensa progresista, o a un especialista en la materia, que sinceraría la inflación.
Los disturbios fueron trasmitidos en cadena por la televisión local con la solitaria excepción del canal de Pierri. Mientras la violencia se abatía sobre Castelar, el Canal 26 emitía un programa dirigido por Chiche Gelblung dedicado a la vida íntima de los enanos, perdón, a las personas de bajísima estatura.
Los hechos fueron explicados por los perspicaces conductores de C5N como una combinación mortífera de tarifas bajísimas, casi un regalo, y activistas ligados a la Unión Soviética que quieren imponer el trapo rojo en un país que se ha compadecido ante las sinceras lágrimas de arrepentimiento del general Antonio D. Bussi.
El grupo Hadad tiene un equipo de pacifistas, integrado por Eduardo Feinman, Babi Echecopar y González Oro, aunque este último actualmente se inclina más por promocionar las nuevas opciones sexuales puestas de moda por el psicólogo Jorge Corsi y el padre Grassi. Marcelo Longobardi marcha a un costado del pelotón, dedicándose sólo a los negocios.
Feinman describió detalladamente la teoría insurreccional que practicaron los activistas en el campo de batalla de Castelar, aclarando que lo suyo no es incitación a la violencia sino una explicación somera para Doña Rosa. Su larga disquisición demuestra un conocimiento acabado de los tópicos de los comandos: tácticas en guerra urbana, antiterrorismo, búsqueda y neutralización de objetivos, interrogatorios en condiciones de combate, etc.
El método utilizado, según Feinman, asombraría al más pintado de los terroristas islámicos: un ácido arrojado sobre el comando eléctrico de frenos, arrojado un poco antes del arribo de la formación a la estación de Castelar, produjo la inmediata detención del tren, lo que, de no mediar la Divina Providencia, hubiera provocado el choque sucesivo de seis formaciones que, detrás de la atacada, también se dirigían a Plaza Once desde Moreno. Afortunadamente, el servicio rápido Santa Rosa de Toay-Plaza Once, que circulaba por esa misma vía, fue uno de los que pararon en la época de Menem: sin querer, se impidió otra tragedia a las muchas que padecemos.
Es inexplicable, sin embargo, que no hayan funcionado los mecanismos manuales que permiten abrir las puertas en situaciones de emergencia, independientes del circuito de frenos, y que pueden ser accionados hasta por un niño, lo que sugiere que los Cirigliano despachan trenes en pésimas condiciones de seguridad, tal como lo ha determinado la Auditoría General de la Nación.
El ministro Aníbal Fernández, por su parte, dijo tener pruebas de que «militantes y activistas» (términos que nos llenan de nostalgia por tiempos pasados) del Ejército Simbionés, la Banda Bader-Meinhoff, el Frente de Liberación de Mozambique, la Brigata Rossa y el IRA Provisional estaban detrás de los disturbios. Incluyó también (sin caer en la exageración de ver la sombra de Patrice Lumumba dirigiendo a los enfurecidos trabajadores que arrojaban ladrillos contra los vagones) a seguidores de Pino Solanas.
Solanas, casualmente, está estrenando un documental sobre el rotundo éxito de la gestión privada neoliberal en el servicio ferroviario nacional. Si Fernández no fue veraz, al menos sonó bastante creíble.
Pino rechazó la acusación y aprovechó para promocionar su nuevo título, aunque es harto difícil que los usuarios habituales del Sarmiento se cuenten entre los espectadores. Algunos no perdonan la posición que adoptó Solanas con el asunto de las retenciones: sería bueno que alguien le aconsejara «maestro, dedíquese al cine que allí es imbatible, largue la política».
Lo cierto es que las películas de Solanas –como lo remarcó Leonardo Favio junto a Moyano y Pedraza, en la CGT– son parte insustituible de la identidad nacional, y sin ellas, los argentinos seríamos mucho más pobres en comprensión de lo que nos llevó a esto. Favio agregó: «Pino es uno de los que mantienen vivo a Perón».
Dos días antes de los disturbios sediciosos, el Congreso había aprobado la estatización de Aerolíneas Argentinas.
Si los disturbios ferroviarios apuntaron a desestabilizar la patriótica gestión de Jaime, éste no se contaba, al parecer, entre los estatizadores, por cuanto el proyecto original incluía una futura reprivatización y una sospechosa acta acuerdo con Marsans que el Congreso sacó de la ley y cuya vigencia legal está en una nebulosa.
Lo que sugiere que el público habría estado más de acuerdo con la estatización de los trenes que con la de Aerolíneas.
Pero no se puede todo al mismo tiempo. Todo en su medida y armoniosamente.