Sexo apostólico

Historias reales que son de no creer.

La pornocracia

Si bien algunos papas llegaron al solio gracias a sus concubinas, seis lo fueron por obra de un par de prostitutas, a la sazón madre e hija: Teodora y Marozia.

Teodora la Madre manipuló durante largos años la política romana, primero valiéndose de la influencia de su adornado marido, y más tarde, explotando el hecho de que su hija Marozia era la querida del papa Sergio III.

Teodora misma había sido amante y, no obstante tener marido, hasta concubina de dos eclesiásticos a quienes manejó en rápida sucesión al trono de Pedro luego de la muerte de Sergio: los papas Anastasio III (911-913) y Landon (913-914). También ocurrió que al enamorarse de un simple sacerdote, no conforme con hacerlo arzobispo de Ravena, lo impulsó a ocupar el trono papal como Juan X.

La influencia de Marozia, popularmente conocida como La concubina de Roma, y Teodora se fundaba en su riqueza y belleza, sus intrigas políticas y amorosas, y la ausencia absoluta de cualquier clase prejuicios y principios morales, de manera tal que les era lo más natural del mundo recompensar con la mitra romana a sus amantes más vigorosos o, al menos, más eficientes. Además, el hijo, el nieto y el bisnieto de Marozia se sentaron en la silla de san Pedro.

Teodora la Joven, hermana de Marozia también engendraría un Papa.

Hacete amiga del papa

Todo empezó cuando el juez Teofilacto se propuso imponerse a la nobleza romana. Como magistrado, el año 901 se autoadjudicó los títulos de cónsul, duque y senador del pueblo de Roma. En realidad, era su ambiciosa y libertina esposa, Teodora, apodada más tarde La Mayor, quien lo controlaba todo, hasta las pretendidas ambiciones de su marido.

Teodora tuvo dos hijas: Marozia, presumiblemente con su esposo, y Teodora la Joven, nacida de su relación con el Papa Juan X, y que sería a su vez madre del Papa Juan XIII.

Retoño de un vulgar impostor y arribista, Marozia debía sentir un razonable complejo de inferioridad respecto a su hermana, por lo que, apenas salida de la pubertad, se buscó un amante Papa.

Quiso Dios, la suerte, o su madre Teodora, que a la sazón se sentase en el trono de Pedro el desquiciado Sergio III, conde de Túsculo y obispo de Cere.

No le costó mucho a Sergio advertir que la zalamera hija de su amante se había convertido en una insinuante mujer de arrebatadora hermosura. Por lo que respecta a Marozia, lo que buscaba del Papa no era la satisfacción de sus apetitos sino la de sus ambiciones, amén de establecer una sana competencia con su progenitora.

Marozia tenía quince años y Sergio contaba cuarenta y cinco activas primaveras, por lo que pronto tuvieron un hijo, a cuya carrera Marozia consagró sus afanes maternos.

Sergio moriría cinco años más tarde, tras siete de pontificado henchidos de derramamientos de sangre, intrigas y bajas pasiones.

Marozia no olvidaría nunca su amor de juventud. Yacer con el Papa había sido una experiencia alucinante, que encima le había otorgado una gran destreza en materia de intriga y homicidio, asignaturas introductorias de toda carrera exitosa hacia el poder.

Bendito incesto

Juan X, el nuevio Papa, sugirió a su amante Teodora que el enlace entre Marozia y el tedesco Alberico podría ser beneficioso para todos.

Marozia aceptó al bárbaro encantada y de esa unión nacería un pequeño Alberico, mientras Alberico padre, instigado por su esposa, intentaba un golpe para apoderarse de la dirección de Roma. Los jóvenes se habían apresurado, y, como no podía ser de otro modo cuando algo salía mal, Alberico perdió la cabeza.

Tan pronto murió Teodora, en 928, el pontífice quedó sin protección, lo que aprovechó Marozia –que ya dominaba la situación romana– para encarcelarlo y ordenar que fuese ahogado. Su hijo mayor contaba ahora diecisiete años. Pronto tendría la experiencia suficiente para ocupar el papado. Había sido preparado para ello. Tres años después, el hijo de Marozia y del papa Sergio III, se convirtió en Juan XI.

Pero las ambiciones de Marozia no estaban satisfechas. Al fallecer su segundo esposo Guido, contrajo matrimonio con su hermanastro, Hugo, rey de Provenza. Hugo ya estaba casado, pero su esposa fue sacada de en medio con gran facilidad y alevosía.

Siendo madre de un Papa, Marozia no tuvo inconveniente en obtener una dispensa de todo impedimento leguleyo, como el incesto, sin ir más lejos.

Ya nada se interpondría entre ella y la corona de emperatriz, la que consiguió en la primavera de 932. Juan XI ofició la boda de su madre en Roma.

En un descuido, Marozia había dejado atrás otro hijo, el celoso Alberico, de ya dieciocho años de edad. Este digno descendiente de bárbaros, se apoderó de Roma, encarceló a su hermanastro el papa en Letrán, y metió en prisión a su propia madre.

Marozia seguía siendo una mujer distinguida, bella y poderosa cuando entró por primera vez al mausoleo de Adriano, conocido popularmente por Castel Sant’ Angelo, de donde prácticamente no volvería a salir.

Contaba más de sesenta años cuando el invierno de 955 le llegó la noticia de la muerte de Alberico y el ascenso a Papa de su nieto Octaviano, hijo de Alberico. Fue el primer pontífice que cambió su nombre, llamándose a sí mismo Juan XII.

Su Santidad

La juventud del nuevo papa puede explicar en parte su comportamiento, que algunos calificaron de irreligioso y otros de atroz: contaba solamente con dieciséis años cuando asumió las altas responsabilidades de su cargo. Monasterios enteros dedicaron días y noches a orar por su pronto fallecimiento.

Incluso para su época, fue un papa tan nefasto que, además de los monjes, la ciudadanía entera anhelaba que, siguiendo el ejemplo de algunos de sus predecesores, tuviera a bien desaparecer misteriosamente.

Una noche, un marido celoso sorprendió in fraganti a Su Santidad retozando con su amada mujercita y no dudó en enviarlo a la vera del Señor mediante un certero martillazo en la nuca.

Juan tenía veinticuatro años. Se dijo de él que había sido afortunado al morir en la cama, aunque fuera la de otra persona.

En cuanto a Marozia, en la primavera de 986, el papa Gregorio V y su primo el emperador Otón III, decidieron que la anciana ya había languidecido suficiente tiempo en prisión. En aquellos momentos Marozia contaba con más de noventa años de edad y, si bien sacada de circulación, nunca fue realmente olvidada. Prueba de ello es que el papa mandó que se la exorcizara de sus demonios y levantó su pena de excomunión. Una vez absuelta de sus pecados, fue ejecutada.

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