Desde la detención de Hugo Togniolli, jefe de la policía santafesina durante la gestión de Hermes Binner en octubre de 2012, hasta el caso del niño de seis años herido de un balazo a la salida de la escuela José Ortolani de Empalme Graneros, el 6 de junio pasado, la sociedad santafesina se ha visto asolada por un proceso infernal de violencia criminal ligada al crecimiento del narcotráfico que no encuentra límites y que nada indica fuera a detenerse de inmediato.
Durante mucho tiempo, políticos y policías evadieron sus responsabilidades menospreciando la gravedad de la situación y para ello apelaron a una coartada/muletilla reiterada hasta el hartazgo: se trataba de guerras entre narcos, ajustes de cuentas, venganzas entre ex presidiarios. «Un problema», se nos decía, al interior del mundo del hampa. Y entonces no había nada por saber, nada por investigar. Atenazada por la incertidumbre, buena parte de los habitantes de la ciudad quisimos creer en esos y otros tantos versos y así, por un extraño mecanismo de defensa, imaginábamos que esos crímenes ocurrían lejos, en otro mundo, cuando en realidad todo pasaba a pocas cuadras de nuestras casas. Eso se terminó para siempre. En 2023, estamos viviendo un verdadero fenómeno de terrorismo urbano, con una enorme cantidad de muertos, hombres, mujeres y niños inocentes.
No descubrimos nada si advertimos que las fuerzas policiales muestran una absoluta incapacidad por prevenir, controlar, y reprimir el delito. En los hechos, el estado santafesino ha perdido el control del territorio, y lo cierto es que parcelas importantes de nuestra ciudad se encuentran en buena medida controladas por pequeñas o grandes bandas de delincuentes. El gobernador Omar Perotti ha tirado la toalla, no atina ya a más nada y se limita a contar su impotencia, a relatarnos su fracaso. En tales circunstancias correspondería al gobierno nacional cubrir ese vacío, es decir reestablecer la potestad del Estado a efectos de garantizar la vida y la libertad de los habitantes de Rosario azotados por la violencia criminal. Pero eso, como sabemos, no ha ocurrido ni ocurrirá: exige una capacidad de decisión de la que el actual Poder Ejecutivo Nacional carece por completo. Así las cosas, sería ingenuo creer que un eventual triunfo electoral de la oposición, representada por la alianza Unidos por Santa Fe mejoraría la situación. Mas bien, se diría que las cosas podrían volverse todavía peores si tenemos en cuenta que esas fuerzas y sus candidatos han tenido en el pasado reciente responsabilidad directa en el ascenso imparable de la criminalidad.
Pensamos, sobre todo, en el caso de Maximiliano Pullaro. Es verdaderamente lacerante el cinismo con que el ex ministro del gobierno de Miguel Lifschitz promete en campaña resolver en tan solo algunos días el flagelo del narcotráfico, cuando en verdad es uno de los mayores responsables de la catástrofe que estamos sufriendo. Pero ese cinismo, ese desprecio por tantas muertes inocentes, es un rasgo difundido en la mayoría de los miembros de la clase política santafesina, y es –salvo algunas excepciones como la de Carlos del Frade—, una verdadera marca de origen de los legisladores provinciales. Ese amplio colectivo, conformado por representantes de distintos partidos, por acción u omisión han hecho todo lo posible por agravar la situación poniendo obstáculos en el combate contra el delito de estas grandes asociaciones ilícitas.
Un ejemplo flagrante del comportamiento que sobre estos temas ha tenido el grueso de los diputados y senadores provinciales y da la pauta de la crisis institucional que atraviesa la provincia fue el derrotero del senador Armando Traferri, quien ha logrado sortear las graves acusaciones que pesan en su contra vinculadas con el juego clandestino, gracias a los votos de sus pares del Senado santafesino, quienes garantizaron su impunidad evitando su desafuero en la sesión del 17 de diciembre del 2021 (impunidad ratificada más tarde por la misma Corte Suprema de Justicia de la provincia). El intendente de Rosario Pablo Javquin ha optado por disfrazarse de outsider de la política y se declara otra víctima más de las circunstancias, interpelando a autoridades provinciales y nacionales.
Pero si revisamos la gestión municipal observaremos gestos más que equívocos en lo que refiere al control del lavado de activos de origen incierto, que hacen dudar de la incorruptibilidad de estos buenos radicales. Javquin ha mostrado un empeño sorprendente por promover mega emprendimientos inmobiliarios privados. En diciembre de 2021, la bancada oficialista del Concejo municipal de Rosario (junto a algunos socios) aprobó la construcción de un Hotel Hilton en el centro de la ciudad, beneficiando a una firma llamada Argenway perteneciente a la familia de financistas Carey. Uno de los miembros de esa familia, Patricio Carey, había sido detenido meses antes acusado de vender miles de dólares a un narco barrabrava de apellido Medrano, quien resultó asesinado en la misma jornada de la operación, en diciembre de 2020. Difícil de entender que tantos ediles que votaron ese permiso, violentando normas y códigos, no hayan siquiera imaginado que el financiamiento de semejante proyecto podría implicar el lavado de dinero proveniente de actividades legales e ilegales. Pero nada detiene el afán constructivo del intendente y sus concejales: un año más tarde, en diciembre de 2022, se votó (de nuevo violando normas) otra mega torre frente al río, en este caso a cargo de la firma Obring, contratista de la municipalidad, que será, nos cuentan, “el segundo rascacielos más alto de América Latina”. El lado “b” de estas obras hecha por ricos para ricos es una ciudad más desigual, más fragmentada, una ciudad que abraza al narco.
En todo caso, cualquiera sea la opinión que nos merezca el actual gobierno –así como los anteriores— lo cierto es que la situación es sencillamente catastrófica: nos encontramos ante a un Estado completamente impotente para enfrentar el delito y, además, ante la evidencia, oscuros vínculos entre el crimen organizado, las fuerzas policiales y sectores no menores de la política y del poder económico de la región. Estamos asistiendo a un proceso histórico (en el más triste de los sentidos) en el que diversas asociaciones ilícitas colonizan el aparato del Estado con la complicidad de muchos de sus funcionarios.
La circunstancia es gravísima y exige la reacción de las instituciones de la provincia y de la nación. Se hace necesario convocar a los legisladores santafesinos provinciales y nacionales de todas las extracciones y partidos a asumir las responsabilidades que la coyuntura impone a efectos de enfrentar de una buena vez al crimen organizado, terminar con todas las impunidades y garantizar la convivencia en nuestra comunidad.
Pero si algo hemos aprendido en estas últimas décadas es que esas instituciones y esos legisladores no van a reaccionar, continuarán en una eterna inacción si no existe una presión ciudadana decidida. Como decíamos recién, en este mundo del revés los políticos no son la solución sino una parte enorme del problema de la inseguridad. En ese sentido, se hace imperativo subrayar que la lógica de la demanda individual en la que el ciudadano afectado por la criminalidad reclama en soledad frente al poder no funciona más, no surte efecto alguno. Hemos visto ya demasiadas veces la misma escena: la víctima de la violencia (ya se trate del comerciante extorsionado, el periodista amenazado, o el familiar de la persona asesinada) ruega ante el gobierno e instituciones por su situación desesperada y recibe, claro, la muestra de solidaridad de las autoridades y una promesa formal de mayor seguridad. Todos sabemos que esa promesa se revelará completamente falsa. A la población le toca esperar pasivamente que ocurra un nuevo incidente, otro delito, otra balacera, otro asesinato, y así, el ciclo de inacción institucional: violencia narco y angustia ciudadana, se reinicia.
Pues bien, se trata de romper ese círculo vicioso que no hace más que reproducir la muerte. Es necesario que la angustia y la incertidumbre que vivimos en soledad se convierta en una fuerza colectiva. Tal la tarea que creemos prioritaria: construir un movimiento que coloque la inseguridad en el centro de la escena. Hacer del drama de algunos el problema de todos. Forjar una acción que transforme el sufrimiento individual en potencia colectiva, una acción que de una buena vez ponga al gobierno y al conjunto de la clase política entre la espada y la pared. Que no tengan más coartadas, que no haya más versos, que no hagan más promesas vanas.
Los gremios, como el de docentes AMSAFE, parecen haber entendido que ese es el camino, pero se necesita del aporte de muchos otros actores. Si cien mil personas ocuparan por un día entero la plaza San Martín las cosas empezarían a cambiar de verdad, quizás no se terminaría con la violencia, pero al menos se podría iniciar una transformación radical de la policía de la provincia para construir desde la base una nueva institución.
Hablamos, en fin, de salir de la anomia que nos tiene narcotizados: así de fácil, así de difícil. Es cierto que el contexto social, la crisis económica, no ayudan. El miércoles 15 de febrero de este año me di una vuelta por una manifestación convocada por los familiares de las víctimas del delito en el monumento a la bandera. Me encontré con algunos pocos centenares de personas que en penumbras –sin la presencia de los medios de comunicación—, acompañaron a esas familias que a viva voz, sin micrófonos ni megáfonos, contaban no solo la tragedia que significa la muerte de un ser querido, sino también el abandono por parte del Estado. Recuerdo el testimonio desgarrador de un comerciante de Villa Gobernador Gálvez quien relató el asesinato de su hijo luego de que fuera extorsionado por delincuentes: el ministerio de Seguridad de la provincia le había prometido un móvil policial de custodia en su domicilio, pero el móvil nunca llegó.
En esta situación de tanta desazón, en la que van ganando los malos, quizás sea oportuno recordar la experiencia de la lucha por los derechos humanos en Argentina durante la dictadura militar y los primeros años de democracia. Una lucha impulsada por grupos minoritarios, con una limitada capacidad de presión sobre el Estado, con partidos políticos que preferían olvidar o incluso descalificar esas reivindicaciones. De haber sido por las benditas encuestas aquel movimiento debería haberse diluido en su propia imposibilidad. Ocurrió, sin embargo, lo contrario: el movimiento por los derechos humanos logró prevalecer sobre las condiciones del sistema político, se convirtió en una esperanza que no se dejó someter a ningún imposible y produjo efectos políticos decisivos en la historia argentina.
En ese espejo debemos mirarnos. Un movimiento de esa envergadura es el que necesita construir la sociedad santafesina para frenar la muerte. Y esa es la tarea indeclinable que deben asumir los sindicatos, asociaciones civiles, movimientos sociales, ciudadanos y ciudadanas de Rosario y, ciertamente, aquellos políticos en cuyas almas anide todavía algún atisbo de conciencia moral. Así como en el pasado hubo que acompañar a los familiares de las víctimas de la represión militar, ahora habrá que acompañar a los familiares de las víctimas de la violencia criminal. No dejarlos solos. No hay otro camino, no hay otra salida que no sea una acción colectiva, mancomunada, solidaria. Seguir esperando soluciones de arriba es sencillamente suicida. Nunca llegarán. Como decía una pintada que durante mucho tiempo sobrevivió en la esquina de Tucumán y Pueyrredón: el problema no es que los políticos nos mientan, sino que nosotros les creamos.