El pasado miércoles 29 de marzo de 2023, una mayoría de legisladores que integran la Comisión de Derechos y Garantías Constitucionales elevó a votación de la Cámara de Diputados de Mendoza una declaración que afirma que “los mapuches no deben ser considerados pueblos originarios argentinos”. En consecuencia, el texto también llamó a desconocer los relevamientos territoriales de tres comunidades mapuches de Malargüe y San Rafael, efectuados por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) en el marco de la ley nacional 26.160 (dictada en 2006 y prorrogada en sucesivas ocasiones). Lo que ocurrió en el recinto legislativo es corolario de una escalada de declaraciones y denuncias esgrimidas por funcionarios mendocinos y medios de comunicación desde que se conocieron, públicamente, los resultados arrojados por dichos relevamientos.
Tras la aprobación de la declaración por la Cámara de Diputados, más de mil autoridades académico-científicas de todo el país, así como la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) y el mismo INAI, manifestaron su preocupación frente a lo infundado de la medida y el avasallamiento de derechos que acarrea. Como antropóloga social que ha realizado investigación etnográfica y trabajo colaborativo con grupos mapuches y mapuche-pehuenches del sur de Mendoza durante los últimos 10 años, me urge detenerme en, por lo menos, dos dimensiones de esta grave declaración:
1. La eterna sospecha sobre la preexistencia mapuche
Es indispensable repetir que, en el caso de los grupos originarios que fueron sometidos militarmente recién en la década de 1870, cuando hablamos de preexistencia étnica y cultural, según la Constitución nacional (art. 75, inc. 17) y el Convenio 169 de la OIT (art. 1), se trata de preexistencia al momento de imposición de soberanía del Estado nacional/provincial sobre territorios indígenas conquistados. En este sentido, vale recordar que el pueblo mapuche habitó a ambos lados de la Cordillera de los Andes mucho antes del trazado de la frontera internacional entre Argentina y Chile como países independientes.
Incluso, más allá de la indiscutida presencia mapuche en Mendoza previo a la avanzada militar nacional a fines del siglo XIX, el registro arqueológico, la documentación histórica y la memoria colectiva dan cuenta de la existencia de amplias redes indígenas (intercambios, matrimonios, rivalidades, migraciones, reuniones políticas) desde tiempos prehispánicos. Esto significa que “araucanos”, “pehuenches”, “puelches” ejercían territorialidad en ambas vertientes andinas; proceso histórico que permite explicar dos situaciones contemporáneas:
Primero, ningún especialista niega que, ya en el siglo XVII, el mapudungun (idioma mapuche) y numerosas prácticas culturales eran compartidos a lo largo de una extensa área transandina que incluye el sur mendocino.
Segundo, varias de las comunidades que viven en el sur mendocino afirman su identificación como mapuche-pehuenche en virtud de historias y memorias familiares que recuperan la experiencia histórica de linajes interconectados y trayectorias comunes. Entonces, la estéril discusión en términos nacionalistas sobre las identidades indígenas del presente sólo demora el diálogo bienintencionado sobre las políticas y problemáticas territoriales que urge abordar.
«Ningún especialista niega que, ya en el siglo XVII, el mapudungun (idioma mapuche) y numerosas prácticas culturales eran compartidos a lo largo de una extensa área transandina que incluye el sur mendocino».
Por otro lado, es preciso decir que no es injerencia (tampoco posibilidad) de funcionarias/os ni de investigadoras/es diagnosticar quién es qué cosa, ya que ninguna identidad funciona como un repertorio de rasgos susceptibles de ser chequeados por certificación externa. Tampoco debería admitirse que se propaguen frases como “pseudo mapuches” o “mapuches autopercibidos” en un claro intento de caricaturizar el derecho de autoadscripción. En este debate, y para quienes estén realmente interesados en la interpretación histórica, la tarea es reconstruir, en diálogo con las propias comunidades, las condiciones que propician que, hacia fines del siglo XIX, se generalice el uso de la identificación “mapuche” como resultante de relaciones de dominación y sometimiento que moldean las percepciones de fronteras identitarias (en términos de un nosotros indígena abarcativo frente a las sociedades nacional/provincial). Si en algún sentido es real, como desliza un sector de estudiosos mendocinos, que el “tema mapuche” es un asunto “más politizado que académico” tiene que ver, precisamente, con que la clasificación de “indios chilenos” y su reproducción al infinito como “extranjeros” se origina en el relato político-ideológico que las elites gobernantes e intelectuales del siglo XIX impusieron para justificar, en nombre de la patria y la soberanía argentinas, la avanzada militar y el exterminio físico sobre territorios y grupos hasta el momento autónomos.
El respaldo mayoritario de la Cámara de Diputados a la afirmación “los mapuches no son un pueblo originario argentino” pone en acto, dramáticamente, contradicciones ya identificadas al analizar procesos de reemergencia, territorialización y memorias indígenas en el sur provincial.
En Mendoza, existen dos enunciados paradójicamente ligados. Por un lado, que los mapuches fueron advenedizos que reemplazaron a las poblaciones nativas “autóctonas” (puelches y pehuenches); por tal razón, hay quienes sostienen que atender sus reclamos es moralmente inadmisible. Por otro lado, el mismo imaginario atribuye validez a los colectivos mapuches de las provincias patagónicas y de Chile por su visibilidad continuada, aunque siempre combatida, durante el siglo XX. Parece desprenderse, entonces, que el criterio mendocino de argentinidad/extranjería de “lo mapuche” está más regido por deseos de expulsión de estos sujetos fuera de su composición geográfico-social que por inexistencias fácticas del pasado y del presente. ¿Qué otra cosa sino denotan expresiones del tenor “un problema que no queremos los mendocinos” o “lo que no queremos los mendocinos es que nos inventen problemas”, oídas en la Legislatura el pasado 29 de marzo?
2. Los poderes públicos como guardianes de la propiedad privada
Luego de conocerse los últimos reconocimientos territoriales, en el marco de la ley 26.160, el gobernador de Mendoza y el intendente de Malargüe alarmaron a la ciudadanía afirmando que las posesiones relevadas pondrían en peligro los intereses petroleros del área en cuestión. Además, el mismo intendente y las cámaras comerciales y turísticas locales se expresaron, fervientemente, contra cualquier medida que atropelle el “derecho de propiedad privada”.
«El criterio mendocino de argentinidad/extranjería de “lo mapuche” está más regido por deseos de expulsión de estos sujetos fuera de su composición geográfico-social que por inexistencias fácticas del pasado y del presente».
Como si se hablara del núcleo inviolable de un proyecto civilizatorio que prometieron los “célebres pioneros” del sur mendocino: “no podemos aceptar un avasallamiento sobre la propiedad privada. La Cámara de Comercio, Industria y Agropecuaria de San Rafael brega por la libertad, la iniciativa privada, el mérito y sobre todo por el respeto a las leyes”, expresaron sus representantes. Tampoco faltaron las/os diputada/os con enunciados del tipo: “Ni un metro cuadrado de Mendoza dejará de ser suelo patrio” o que la presencia de mapuches “puede poner en jaque la conformación del estado mendocino”. Por si fuera poco con estas declaraciones, los sectores empresariales llegaron a promover una movilización desde el Valle de Uco hasta Malargüe bajo consignas intimidatorias como “defendamos nuestro territorio” y “contra los falsos mapuches”. Todo resuena como si la historia nacional de los últimos 150 años, la ampliación de los marcos jurídicos a todo nivel y los nuevos pisos de convivencia intercultural no hubiesen transcurrido.
Es llamativo, además, que las alarmas por “territorialidades peligrosas” se enciendan, únicamente, ante la presencia de familias locales organizadas que deciden proteger y/o regularizar, con las herramientas administrativas y jurídicas disponibles, sus formas de habitar y proyectarse en los territorios que ocupan. Al mismo tiempo, hiere las posibilidades de diálogo intercultural que sean las/os especialistas quienes reproducen y amplifican burdas representaciones de “peligrosidad” sobre el pueblo mapuche en instancias planificadas para el debate fundado y superador. Ejemplo de esta actitud fue la exposición de la Dra. Greco ante miembros de la Comisión de Derechos y Garantías de notas periodísticas sobre incendios forestales en la Patagonia y sur de Chile como hechos adjudicables a mapuches; responsabilidades no probadas y que, además, nada aportan para dirimir los derechos de comunidades mapuches y mapuche-pehuenches de Mendoza.
Las territorializaciones indígenas actuales, en cualquier jurisdicción provincial, están conectadas a herencias, memorias y experiencias colectivas que, por décadas, fueron silenciadas o confinadas al espacio íntimo y, en los últimos años, pasaron a ser valoradas en arenas públicas como motor de reinterpretaciones y reparaciones pendientes. Desde inicios del siglo XX, leyes y políticas continuas produjeron una drástica privatización de tierras, que en Malargüe mayormente pasaron a manos de propietarios absentistas; proceso que dio origen a un sinfín de situaciones irregulares y mecanismos de expoliación vigentes hasta hoy. La concepción dominante de la tierra como medio de acumulación económica, junto con el racismo estructural que existe en nuestro país, es lo que explica que, en el presente, casi el 15% del territorio malargüino esté en manos de particulares y consorcios extranjeros y que tal cifra no despierte la más mínima inquietud en términos de integridad territorial y ejercicio de soberanía estatal.
Aun con los reconocimientos jurídicos (nacionales e internacionales) en materia de derecho indígena, se robustece en los discursos políticos y mediáticos un imaginario que entroniza al ciudadano-propietario como único parámetro de “civilidad” y “legalidad”. Esto tiene su raíz histórica en que, como sociedad de frontera tardía, en Mendoza la propiedad privada fue y es no sólo el derecho predilecto del sistema capitalista, sino también el signo civilizatorio y moralizador por excelencia (en cuyo nombre hay sectores dispuestos a lanzar las más autoritarias consignas, como dejaron expuesto empresarios sanrafaelinos). Semejante lógica de clasificación y estigmatización de grupos sociales en virtud de sus cosmovisiones y proyectos de vida –o, en otras palabras, su grado de proximidad o lejanía del modelo civilizatorio occidental capitalista— encierra serios retrocesos en términos de construcción democrática, participación ciudadana, convivencia intercultural y ejercicio de derechos que parecían estar definitivamente alcanzados.