RECONFIGURACIONES

La práctica de la lectura nos abre nuevos caminos y viejas preguntas qué vuelven a ser reformuladas para siempre encontrar nuevas conclusiones.

Hace unas semanas que estoy en esos períodos donde no produzco nada. De vez en cuando me suceden y ya no lucho contra ellos. Los reconozco porque no tengo ningún tipo de inspiración, amanezco odiosa y sentarme a escribir me cuesta mucho. También extrapolo mi estado interior al exterior: siento algo parecido al resentimiento. Veo las acciones de otras personas y no les encuentro fin alguno. Veo el contexto de las cosas y ya nada me sorprende. Sonrío por educación y se nota que sonrío por educación. Mi psicóloga anterior lo llamaba nihilismo: la sensación de que nada tiene sentido. Sospecho que éste último período me agarró porque estoy de vacaciones, tanto de la facultad como del laburo. Y porque sigo recibiendo mi sueldo sin hacer nada. O porque estoy pensando mucho en alguien y siempre relacioné ese estado de estupidez a la falta de “productividad intelectual”. O quizás, en el fondo, realmente estas semanas de amargura sean los momentos en los cuales soy realmente consciente de que nada tiene sentido. Con el correr de los días sucede que algo me emociona, empiezo un proyecto, retomo la cursada, escribo algo que me gusta, una nota, un poema, y vuelvo a cierto grado de optimismo. Me pregunto si será así siempre. 

La práctica que nunca se ve afectada en estos períodos es la lectura. De hecho, la hago casi compulsivamente: leo sin parar. Ayer leí un libro entero en dos horas. También estoy cocinando mucho. Hice un lomo al strogonoff para mí sola. Mientras cocinaba, dudé: no sé si soy una gourmet o si me estoy volviendo loca.   

Los libros que estuve leyendo últimamente son de autoras mujeres. No fue una decisión consciente, pero se ve que estaba necesitando algo de ellas. Fui al Delta unos días y leí De donde soy, el último libro publicado de la escritora y cronista ya fallecida Joan Didion. También hice buenas migas con un perro muy chiquito y despeinado que apodamos Marito. Me esperaba cada mañana al otro lado de la ventana, y cuando me veía despertar movía su cola sucia y llena de rastas. Fui a andar en kayak y él esperó todo el rato en el muelle de la casa. Le di de comer. Le dije muchos piropos. Le hice mimos: las rastas, cuando no es en humanos, no me dan asco.

En De donde soy, Didion habla sobre la historia de su tierra natal, California. Es una mezcla de historia, crónica, confusión, identidad, preguntas sin responder. Hubo partes que me parecieron muy específicas de la geografía y la política californiana, de sucesos que solo trascendieron para los yanquis, de historias de la Costa Oeste que no me interesaron particularmente. Lo que me gustó mucho, y que la autora hace con una delicadeza e investigación minuciosas, fueron los primeros apartados, donde habla de su familia, de sus antepasados. El libro empieza así:

Mi tátara-tátara-tátara-tatarabuela Elizabeth Scott nació en 1766, creció en las fronteras de Virginia y Carolina, se casó a los dieciséis años con un veterano de dieciocho (…) Se mudó con él a Tennessee y Kentucky y murió en otra frontera (…) De Elizabeth Scott Hardin se recordaba que solía esconderse en una cueva con sus hijos (se dice que eran once, aunque solo hay registros de ocho) durante los combates con los indios, y que era tan buena nadadora que podía vadear un río en plena crecida con un bebé en brazos.

La autora, luego de unas páginas, dice que no sabe mucho más sobre Elizabeth, pero que tiene su receta para hacer bizcochos de maíz y que, gracias a la nieta de su tátara-tátara-tátara-tatarabuela, heredó un bordado que hizo la gran nadadora, de calicó verde y rojo, que cuelga en el comedor de su departamento en Nueva York. Un bordado que fue pasando de mano en mano, por todas las generaciones de mujeres para llegar, después de casi doscientos años, a las manos de Didion.

Esto me hizo pensar en las cosas que heredamos, pero no sólo en los objetos, sino también de nuestros antepasados. Muchas veces me dicen que mi personalidad se parece mucho a la de mi bisabuelo Enrique, un hombre que nunca llegué a conocer. Me acuerdo una vez de vacaciones: yo estaba jugando al truco, tomando un whisky, fumando un pucho de costado y con un perro durmiendo a mis pies. Le pregunté a mi mamá por qué me estaba mirando hacía rato con esos ojos de loca: “Sos Enrique” me contestó. Me reí y pensé que hay mucha gente que juega al truco, toma whisky, fuma y se lleva bien con los perros, pero hubo algo en su forma de mirarme que hizo que respetara su afirmación.

Después de mis días en el Delta, leí Madres, padres y demás, de Siri Hustvedt (autora de una de mis novelas preferidas, Los ojos vendados). Es un libro de apuntes y comienza, al igual que Didion, escribiendo sobre una mujer de su familia: su abuela paterna, Tillie. Describe su mal humor, su cuerpo enorme, sus chistes escatológicos. Sus recuerdos viéndola dejar la dentadura postiza en un vaso de agua en la mesa de luz, las veces que se desataba el pelo y caía hasta la cintura, sus comentarios cínicos sobre el marido, su vida en el campo. Hustvedt hace hincapié en los conceptos de memoria, de familia y su sensación de que, a medida que vamos haciéndonos adultxs, vamos reconociendo en nuestros gestos, en nuestras respuestas o en nuestras costumbres acciones que tranquilamente podrían haber hecho nuestros antepasados:

(…) Todos estamos hechos, en mayor o menor medida, de lo que llamamos memoria, que consiste no solo en los fragmentos de tiempo visibles para nosotros en imágenes que se han afianzado a fuerza de repetirse, sino también en los recuerdos que encarnamos y no comprendemos: el olor que lleva consigo algo perdido, el gesto o el tacto de una persona que nos recuerda a otra, o un sonido, lejano o cercano, que nos provoca un pavor desconocido. Luego están los recuerdos de otros que adoptamos y catalogamos con los nuestros, a veces confundiéndolos. Y de nuevo hay recuerdos que cambian porque la perspectiva ha sido forzada: mi abuela ha regresado a mí con una apariencia diferente. Ha sido recordada de nuevo y reconfigurada. (…)

Siri Hustvedt

Esta imagen de abuela reconfigurada me parece maravillosa. A medida que voy siendo cada vez más adulta, me pasa lo mismo.

El otro día discutí fuerte con una amiga. Nos dijimos cosas sinceras. Me dijo obtusa, yo le dije soberbia. Somos amigas desde hace muchos años. Al otro día ya estábamos organizando su cumpleaños, como si nada. Creo que uno de los ejercicios más importantes que nos da la amistad es justamente eso: dos personas pre-configuradas de maneras totalmente distintas apostando a transitar el mundo juntas. Yo no sé sí esa frase hecha de “los amigos son la familia que uno elige” es cierta, pero en lo que sí coincido es que la elección en la amistad es un ejercicio constante. Y justamente en las diferencias con otras amigas es donde puedo observar mi construcción intrínseca.  Lo que repito de mi familia. Lo heredado. Lo que para mí es inamovible. Mi personalidad obtusa.

El libro que comentaba más arriba, que leí en dos horas, es el último de Tamara Tenenbaum, Todas nuestras maldiciones se cumplieron. Es una especie de novela autobiográfica, también separada en fragmentos. Ella es la protagonista, pero también las mujeres de su vida: su mamá, su abuela, sus tías, sus hermanas, sus amigas. En una entrevista que dio, Tamara dice: “Ser mujer y criarse entre mujeres para mí es estar en una permanente investigación y comparación de todas las formas en las que una podría ser y no es. Eso me pasa mucho con mi mamá, mis hermanas. Qué impresionante que sean tan distintas de mí. Me pasa con mis amigas, por eso me interesan tanto las amigas de mi mamá. Me interesa mucho ver cuántas formas posibles de ser mujer hay y que son tan distintas de las mías”.

Al Tigre fui con mi mamá y con mi hermana, y justamente nos reíamos de eso: lo diferente que somos. Una madre y sus dos hijas, que se parecen y se diferencian de igual manera entre ellas. La madre hace mucho ruido al caminar, al cocinar, habla sola. Una de las hijas es silenciosa, la otra toca la guitarra. Una rompe la cañería, la otra la arregla con manos de carpintera. Una le cura la herida a la madre, la otra supervisa los pasos de curación en internet.

No sé cuántas cosas heredamos, cuántas cosas adquirimos por nosotrxs mismxs, con cuántas cosas decidimos romper en el camino. Pienso en el perro Marito y lo envidio: él no va a pasar su vida intentando develar ese misterio.  

Martina Evangelista (1995, Bs.As). Es estudiante de la Lic. en Artes de la Escritura (U.N.A), escritora y poeta. Miembro jurado en diversos concursos literarios y redactora de artículos, reseñas de arte, crónicas y notas. Premio en categoría “Poesía en Voz Alta” en el festival Poesía Ya! edición 2022 (Ministerio de Cultura). Actualmente, está preparando la publicación de su primer poemario.

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