En un episodio de la última temporada de Black Mirror, la ficción vuelve a interpelar la idea de lo real a través de una encrucijada contemporánea. Brandy (protagonizada por Issa Rae) está cansada de ser “la chica de la película” en largometrajes comerciales de acción. Cuando recibe la oportunidad de protagonizar la nueva versión de Hotel Reverie, un título icónico del cine clásico, ni lo duda. Solo tiene un requisito: quiere interpretar el rol del doctor Palmer, el protagonista principal masculino, para asegurarse de que su papel tenga sustancia. Lo que ella desconoce es que no se trata solamente de una nueva versión. El estudio que tiene Hotel Reverie (como se titula el capítulo) ha aceptado la oferta de una empresa tecnológica de reciclar sus títulos. A partir de tecnología de punta, cualquier actor se puede transportar a una realidad digital habitada por los personajes de la película elegida. Así, Brandy se observa en el Hotel Reverie, donde ella desconoce su identidad contemporánea y tiene que hacer la interpretación perfecta o toda “esa” realidad puede colapsar con ella dentro. Cuando la historia se empieza a desviar de la original, Brandy se plantea si el personaje que tiene delante, en teoría ficticio, puede tener ecos de Dorothy (Emma Corrin), la actriz del Hollywood clásico que la interpretó. Está fascinada por la mujer que era: un icono que se quitó la vida al ser maltratada por una industria que, si bien disfrutaba haciendo brillar a sus estrellas, no tenía problemas en hundirlas.
El capítulo plantea interrogantes: ¿qué pasaría si la muerte del cuerpo biológico no fuera el fin, sino una transición del cuerpo a una inteligencia artificial que retiene las memorias, los vínculos y hasta las formas de hablar? ¿Qué es lo que muere cuando el cuerpo se apaga, pero la mente se aloja en una red computacional? ¿Y qué es lo que permanece vivo cuando ya no hay cuerpo?
Preguntas que no son nuevas. Dicho mal y pronto, ya desde la filosofía platónica el cuerpo fue considerado una prisión del alma. Pero en nuestra era, la prisión no es el cuerpo, sino el archivo. Y no cualquier archivo, sino aquel que es gestionado por estructuras algorítmicas: bases de datos, softwares de predicción de comportamiento, avatares personalizados. La serie Black Mirror explora esta deriva, y el episodio en cuestión, Hotel Reverie, pone en cuestión lo que entendemos como “realidad”.
Un cuestionamiento que podría ir de la mano de otra preocupación actual que se formula, con frecuencia, en tono de acusación: “los chicos ya no viven en la realidad”, para hablar de “abusos de las pantallas”, equiparando esto a problemáticas de consumo o adicciones. Sentencia que, repetida en hogares, escuelas, programas de televisión y discursos políticos, actúa como un reproche generacional porque apunta a los niños, adolescentes y jóvenes que viven “pegados al celular”, “jugando todo el día”, “encerrados en su mundo virtual”. Pero… ¿qué mundo no es virtual?
La idea “la realidad tiene estructura de ficción”, que retoma la filosofía posmoderna, idea que es trabajada por Jacques Lacan, Judith Butler, entre otros, que quedan fuera de esta escueta lista, desestabiliza esa dicotomía entre lo real y lo ficticio. En efecto, si la realidad es una construcción narrativa, simbólica, ¿qué diferencia habría entre estar “en la realidad” y la “realidad virtual”? La idea de que la vida «real» transcurre fuera de las pantallas ignora que las pantallas no son simplemente herramientas, sino espacios de construcción de subjetividad y de lazo social. La realidad, entonces, no es un dato bruto ni un territorio neutro: es producto de un entramado discursivo. Es decir, es efecto del discurso y, como tal, siempre está ficcionalizada. En este sentido, todos los discursos —cualquiera que fuera su estatuto, su forma, su valor, y cualquiera que fuera el tratamiento al que se los someta— se desarrollarían en el anonimato de un murmullo. “¿Qué importa quién habla?”, se preguntó Michel Foucault, porque no es el sujeto quien funda el discurso, sino el discurso quien produce al sujeto.
Entendida de este modo, la resistencia que vemos en ciertas culturas occidentales frente a la integración entre tecnología y humanidad podría no ser simplemente un asunto técnico, sino profundamente ideológico y cultural. En otras tradiciones —como algunas sociedades orientales— la tecnología no aparece como una amenaza a lo humano, sino como una extensión de lo vital. Un ejemplo reciente de esta diferencia es la media maratón para androides celebrada en Pekín, donde una veintena de robots corrieron 21 kilómetros, no como espectáculo distópico, sino más bien como evento de innovación y celebración tecnológica. Allí donde la diferencia entre humanidad y máquina se percibe de modo menos tajante, la coexistencia —incluso la colaboración— entre organismos biológicos e inteligencias artificiales se proyecta como una posibilidad deseable, no como una catástrofe inminente.
Volviendo a la figura de los jóvenes, tan señalados por “vivir fuera de la realidad”. Quizás es necesario observar otra posición: no están fuera de ella, sino en el umbral de una nueva forma de habitarla. Una forma en la que el cuerpo ya no es el único garante de existencia y donde la virtualidad no es una fuga, sino una escena ampliada. Lo que no implica hacer una apología del uso irrestricto de juegos, pantallas o redes —ni para niños, niñas, adolescentes, jóvenes ni para adultos—, más bien pretende señalar que los modos clásicos de análisis, muchas veces atados a categorías morales o a equiparaciones automáticas con las adicciones, pueden resultar insuficientes. Tal vez lo que se vuelve urgente no es controlar o patologizar, sino comprender ¿qué nuevas formas de subjetividad y de lazo están emergiendo en estos territorios híbridos?