¡Qué infierno!

Por Juan Salinas, especial para Causa Popular.-

El periodista Martín Caparrós acaba de ganar el Premio Planeta con una novela basada en la historia del falso marqués Eduardo de Valfierno, un habilísimo estafador argentino. Sin embargo el escándalo ha rodeado nuevamente al Premio Planeta: el ex embajador en los Estados Unidos durante el menemato, Diego Guelar, adujo que la editorial (y más concretamente su editor en jefe, Ricardo Sabanes, que también integró el jurado que premió Valfierno) le robó aviesamente la idea. Guelar sugirió que Martín Caparrós plagió o al menos se «inspiró» en la lectura de su novela, de lo que responsabilizó a Sabanes antes de llamarse a un recatado silencio. En esta columna el periodista Juan Salinas atraviesa en primera persona la polémica acerca de la propiedad de las ideas y destaca la trayectoria del autor premiado.

Conozco desde la adolescencia a Martín Caparrós y me resulta imposible siquiera imaginarlo gastando malas artes para aprovecharse del trabajo ajeno.

Fiel a sus nombres, Caparrós se cree un San Martín, sino de Tours, de Castilla. Usa mostachos de guía ascendente e imaginaria capa roja y es lo que mi abuela llamaba “un quijote”, un caballero. Caparrós acaba de ganar el Premio Planeta con una novela basada en la historia del falso marqués Eduardo de Valfierno, un habilísimo estafador argentino.

En los años del Centenario (del que, como advierte uno de los jurados, pronto habrá un revival), en aquella belle epoque en la que los oligarcas viajaban a Europa con la vaca atada y tiraban manteca al techo en prostíbulos cuyas puertas hacían cerrar para odio de Louis Ferdinand Céline, Valfierno llegó a París y se consagró a organizar el robo de La Gioconda (a) Mona Lisa, cometido al año siguiente por un empleado italiano del Museo del Louvre, Vicenzo Peruggia.

Valfierno jamás volvió a ponerse en contacto con Peruggia. Su objetivo estaba logrado: aprovechó la desaparición del cuadro más famoso de Leonardo Da Vinci para venderle seis copias hechas previsoramente por su cómplice, el hábil falsificador marsellés Yves Chaudron, a seis multimillonarios (cinco yanquis y un brasileño) tan ansiosos de hacerse con la tabla (que no tela) robada como carentes de escrúpulos.

La desaparición de la Gioconda conmocionó a París y motivó la efímera detención del poeta Gillaume Apollinaire y seguidamente -al parecer acusado por el autor de Las once mil vergas, un estómago resfriado- también del joven Pablo Picasso.

Quien aprecie la prosa chispeante, culta, polisémica, irónica, socarrona y a veces francamente jodona de Caparrós puede presumir que Valfierno no puede menos que ser una buena novela y que es harto probable que resulte “apasionante”, tal como dijo uno de los jurados que le había sucedido.

Por lo pronto, la lógica indica que cualquier escándalo le servirá de caja de resonancia… tal como prueban, sin ir más lejos, estas mismas líneas, que de otro modo podrían destinarse a temas más serios. Porque hete aquí que nuevamente el escándalo ha rodeado al Premio Planeta: el ex embajador en los Estados Unidos durante el menemato, Diego Guelar, adujo que la editorial (y más concretamente su editor en jefe, Ricardo Sabanes, que también integró el jurado que premió Valfierno) le robó aviesamente la idea.

Dijo Guelar que hace más de un año le dejó a Sabanes una copia de su novela El robo de la Gioconda, y que Sabanes le prometió publicarla siempre que suprimiera o modificara su tercera y última parte (que, parece, Guelar escribió movilizado por el odio hacia el hoy olvidado creador de los patacones finiseculares, Carlos Federico Ruckauf, quien fuera canciller cuando Guelar era embajador, y a quien Guelar imaginó nieto de Valfierno).

Guelar sugirió que Caparrós plagió o al menos se “inspiró” en la lectura de su novela, de lo que responsabilizó a Sabanes antes de llamarse a un recatado silencio, acaso preludio de alguna hasta ahora ignota negociación.

Ya dije que conozco a Caparrós desde que era casi un niño, tenía mucho pelo y militaba en el Movimiento de Acción Secundario, la proto-UES, antes de que comenzara a trabajar en el diario Noticias a las órdenes de Rodolfo Walsh e incluso antes de que los Montoneros existieran como tales.

Y dije también que lo creo capaz de morirse de un síncope ante la mera idea de incurrir en plagio. Aun así, y a pesar de que creer que el de editor, bien desempeñado, es uno de los oficios más nobles que puedan concebirse, trabajé casi un lustro en una editorial antes de convertirme en periodista profesional y luego asistí azorado a los manipulaciones más canallescas de editores sobre la obra de colegas y sufrí dolorosamente esas manipulaciones en carne propia, por lo que no me parece imposible que la denuncia de Guelar tenga algún asidero, y que ese asidero esté relacionado con las luchas intestinas que regurgitan en Planeta, particularmente con los deseos de su principal accionista, Julio Pérez, de desembarazarse de Sabanes sin desembolsar una cuantiosa indemnización.

Lo cierto es que el Premio Planeta local, a semejanza del muchísimo más fastuoso de España (vale recordar las denuncias contra Camilo José Cela de su propio hijo haber acordado aquel por de bajo de la mesa con la editorial su futuro lauro) es materia de escándalos desde que en 1997 el entonces editor en jefe de la casa, Willy Schavelzon, le pidió a Ricardo Piglia que presentara al concurso su novela Plata quemada a pesar de tener esta novela ya contratada.

Todo indica que Schavelzon lo hizo porque ninguna de las novelas presentadas lo satisfacía, y en cambio le había gustado mucho Plata quemada, pero cuando Piglia accedió y la ¿novela? resultó premiada en el Hotel Alvear, todo terminó en un escándalo.

Quien quedó segundo, Gustavo Nielsen con El amor enfermo (luego publicado por Alfaguara), reclamó y obtuvo una compensación económica por su desplazamiento, y a partir de entonces (y a pesar de haber sido Plata quemada exitosa aunque un tanto amaneradamente llevada al cine), la novela premiada se convirtió en una maldición para su autor, demandado por sus personajes o sus descendientes, todos quejosos de haber sido presentados, no ya sólo como asaltantes a mano armada, sino también como cocainómanos, sexualmente promiscuos e incluso maricas perdidos.

Piglia perdió un juicio millonario y, si no se produce un milagro, tendrá que oblar mucho más dinero que el que ganó con la historia de los gratas que, rodeados por la policía montevideana, sin escapatoria, prefirieron combatir a balazos hasta morir antes que entregarse allá por mediados de los años ’60, cuando los tupamaros eran una robinhoodesca fuerza emergente y no, como ahora, el espinazo de la coalición que se dispone a gobernar Uruguay.

Una colorida descripción de las desventuras del atribulado Piglia y del humor vitriólico que César Aira gastó en su presencia puede leerse en Fricciones, el nuevo libro de Tomás Abraham.

Es tan verdad que Piglia estuvo mal asesorado por su abogado, Ricardo Monner Sans, como que debería ser una regla de oro no engañar al lector dándole gato por liebre o ficción por crónica histórica.

Y si no, fíjense en quienes, munidos de abundante documentación, como el peronista Hugo Chumbita y el liberal José Ignacio García Hamilton, sostienen que el general José de San Martín era hijo de una india guaraní y bebía laúdano (es decir, opio) y a pesar de aquella por poco resultan linchados.

Por lo que, Caparrós, curándose en salud, aclaró que la suya es una novela a secas, y abominó seguidamente de la llamada “novela histórica” de intención pedagógica.

Al cierre de esta nota, las supuestas pruebas del presunto plagio que Guelar habría juntado parecían evaporarse, mientras refulgía le evidencia de que fue el propio Valfierno quien (mientras vivía en Nueva York como un marqués auténtico a expensas de los millones que obtuvo por las falsas Giocondas) le narró la historia a un periodista amigo, Karl Decker, quien la publicó a su muerte, en 1931.

Esa misma historia fue la base de Day They Store the Mona Lisa, la minuciosa reconstrucción publicada en 1981 por el fallecido Seymour Reit, obra que parece obvio debe haberles servido de base tanto a Caparrós como a Guelar (una síntesis puede encontrarse en http://misterios1.tripod.com/la_gioconda.htm).

De ser así, se aplicaría en este caso la célebre máxima de Macedonio Fernández: “Esta idea es mía, yo la robé primero”.

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