Pueblos originarios: de recolectores a terratenientes

Por Mirko Vittelone, especial para Causa Popular.- En octubre pasado el presidente Kirchner recuperó para la Patria 21.298 hectáreas de la Reserva Pizarro en el departamento de Anta, provincia de Salta que se pretendían privatizar. Notable combinación de azar, política, ecología y comercialización cinematográfica, la decisión presidencial sigue teniendo actualidad, y habilitará a partir de ahora el salto de etapas históricas con más facilidad que antes de Fukuyama, cuando había historia. Causa Popular le cuenta cómo fue, y por qué pudo tener otro final, o acaso el mismo.

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Los hechos hos sucedieron más o menos así:

Para esos días se había estrenado “El Aura”, una película protagonizada por Ricardo Darín, en la que el actor, contra su costumbre, interpreta a un asesino poco convencional.

El film no conformó al público y provocó sopor colectivo, pero todos los críticos coincidieron en calificarlo como una obra magnífica que hará época, una bisagra en la nueva estética del cine nacional.

Mientras esto sucedía, un grupo de ciudadanos salteños, sin mucho éxito, intentaba entrevistarse con el Primer Mandatario para que se impidiera la venta privada de las tierras públicas donde ellos tradicionalmente realizan sus correrías en busca de tubérculos, frutas, peces, pajaritos y otros productos comestibles que proporciona libremente la Pachamama.

Eran wichís naturales del departamento de Anta, una zona boscosa ubicada al este de la capital salteña y lindante con las provincias de Santiago del Estero y Chaco, por donde hace mucho tiempo pasaba un tren del extinguido F.C. Belgrano. En los bosques abundan antas (tapires, y de allí el nombre), corzuelas, jaguares y otras especies muy codiciadas por los cazadores.

La Reserva Pizarro donde sobreviven los wichís, había sido loteada por el gobernador Romero para su posterior remate sin base, con fines deportivos y para sus amigos.
Obstinados, los aborígenes aguantaron a pie firme en los exteriores de la Casa Rosada esperando una audiencia que no llegaba, hasta que los descubrió un activista de Greenpeace, quien dio la alarma a sus conmilitones.

En pocos minutos, una plaza histórica donde se vivieron fechas fundacionales de nuestro país como el 17 de Octubre, los bombardeos de junio del 55, la asunción de Cámpora, la expulsión de los Montoneros, el aplauso a Galtieri, el Sí a las Privatizaciones y próximamente el Sí a Kirchner, se pobló de gritos, reclamos y guardia de infantería.

La televisión no podía estar ausente, aunque llegó de casualidad. Fue cuando los productores y actores de “El Aura”, encabezados por Adrián Suar, quien financió la película, salían de un cóctel promocional en la redacción del diario La Nación a bordo de dos automóviles.

El recorrido de la comitiva los llevó sin querer a una plaza alborotada por aborígenes salteños, policías, curiosos y militantes ecologistas.

Con el vuelo intelectual que le es habitual, Suar ordenó a Darín: “Vos mostrate del lado de los indios, y después ponete frente a las cámaras con cara de enfermito”.
Darín y Suar tienen un don natural para poner cara de enfermitos, y la movida dio frutos inmediatos: todos los noticieros de televisión reprodujeron la imagen del actor junto a los que reclamaban, y eso arrastró a unos 30 mil espectadores adicionales a las salas, ansiosos por ver a un actor capaz de interpretar un personaje epiléptico, asesino, poco convencional; que además fue marido de Susana Giménez; y si eso fuera poco, ahora es defensor de los derechos de los pueblos originarios.

Mientras el negocio del espectáculo reaccionaba así en apoyo de la reivindicación, los guerreros de Greenpeace (“verde inglés paz”, según traducirían los intérpretes wichís) delineaban una estrategia para seguir protagonizando el suceso: los uniformados que vallan habitualmente las inmediaciones de la Casa Rosada se sorprendieron por la aparición de una decena de energúmenos que, escudados en el anonimato por unos disfraces felinos, enarbolaban carteles con el texto “Pizarro ya”, y a quienes un conocido actor palmeaba efusivamente como si fueran amigos de toda la vida tras bajar, algo tambaleante, de un automóvil.

El actor era Ricardo Darín, que venía del cóctel. Los felinos eran militantes de la ong ecologista.
Los informes policiales coinciden en describir los disfraces como similares a los de un tigre.

En Salta, el paisanaje llama “tigre” al felino que los auténticos originarios denominan jaguar o jaguareté. Su pelaje no luce como los de sus primos mayores, el tigre de Bengala y el siberiano. No tiene rayas, sino unas motas parecidas a las de los gatos salvajes.

Martín Prieto, dirigente de Greenpeace para Sudamérica, confirmó que eran jaguares pero se disculpó porque los diseñadores londinenses de la organización no conocían las diferencias.

“Incluso es mejor -sostuvo- porque de ese modo nos entienden en todo el mundo. ¿Qué le hace una mancha más al tigre?… El mensaje, cuanto más globalizador, mejor”.
Prieto se equivoca: un niño esquimal, griego o nigeriano que consumiera la noticia en los noticieros locales podría llegar a creer erróneamente que en Sudamérica merodean tigres asiáticos. Podemos desmentirlo rotundamente: aunque Dock Sud se parece bastante a Bophal, Argentina no es una provincia de la India.

La combinación de wichís, Darín y disfraces felinos convenció a los ujieres dependientes del ministro coordinador Alberto Fernández, quien maneja todos los hilos de la realidad con un televisor en su despacho.

En pocos minutos fueron recibidos, se firmó el decreto de transferencia, hubo una foto con el Presidente, y después del flash y las palmadas en la espalda, todos fueron despedidos para acometer tareas más urgentes.

El dato conmovedor es que los wichís originarios, lejos de practicar su religión ancestral, pertenecen a la secta pentecostal Eben Ezer, famosa por su dureza en la aplicación de las noventa y dos tesis clavadas en la puerta de la catedral de Münster por Martín Lutero durante el siglo XVI.

Desmintiendo rotundamente al sociólogo alemán Max Weber, el protestantismo inculcado a los wichís por evangelizadores llegados desde el norte del continente hace unas décadas (más precisamente, durante la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy, que precedió a la teoría de las guerras preventivas de George W. Bush), no ha alcanzado como para que adopten la forma capitalista de producción, y no han pasado por etapas intermedias como la agricultura superior, el modo feudal, etc.

Hasta ahora, los aborígenes insistían en mantener su condición de recolectores, practicando labores agrícolas primitivas relacionadas con la subsistencia.
Y en lugar de amarrocar dinero, una virtud bíblica inculcada por los militantes pentecostales, coleccionan enfermedades endémicas como el mal de Chagas.

En este sentido, algunos observadores opinan que, tras volverse protestantes, ya es poco lo que les queda de originarios: su cacique se llama Shimon Peres, prueba irrefutable de un pragmático sincretismo religioso, y usan remeras confeccionadas por sus hermanos bolivianos en los talleres textiles clandestinos del Bajo Flores con inscripciones en castilla, la lengua de los conquistadores que les quitaron sus tierras, su pasado y su futuro.
Repartidas entre 30 familias wichís, las 21.298 hectáreas de la Reserva Pizarro representarán unas 710 hectáreas para cada clan.

No es un dato para ser despreciado: en sus diarias correrías en busca de sustento, podrán disponer libremente de la riqueza natural de Anta en maderas, minerales, acuíferos, petróleo y gas, y todo ello con el asesoramiento humanitario de Greenpeace.

La equitativa decisión del presidente Kirchner podría convertir a los wichís de Anta en grandes terratenientes de la provincia, o acaso en pensionados multimillonarios que alquilarán los bosques a sus ancestrales adversarios, los toconoté, y hecho esto se mudarán en masa a alguna ciudad turística del Caribe donde no existen los mosquitos del dengue.

Se lo merecen, después de tantos siglos de explotación.
Desde su tibio lugarcito en el Paraíso donde Tata Dios lo premiara por haberle puesto belleza a la vida, dicen que el poeta salteño Manuel J. Castilla presenció el espectáculo de los wichís de Pizarro con cierta aprensión o melancolía, mientras entonaba aquello de “Ay, Anta mi tierra arisca / sombra de los tigres, flor del yuchán / si braman los guardamontes / una vidala se va”, y luego “Esta es la zamba del monte / flor de laurel / arriba quema la luna / abajo la caja dele padecer”.

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