Pueblo,discernimiento y misericordia: tres pilares del Pontificado de Francisco

A raíz de la sentida carta que el Papa Francisco le dedicó a la Madres de Plaza de Mayo por el fallecimiento de Hebe de Bonafini, reflexionamos sobre los pilares de su pontificado.

En los casi 10 años de Pontificado del primer Papa Latinoamericano, podemos rescatar tres aspectos que percibimos como pilares de la etapa comenzada en la conducción de la Iglesia Católica cuando en marzo de 2013 fue elegido Jorge Mario Bergoglio como Vicario de Cristo y Obispo de Roma. En este sentido, los términos pueblo, discernimiento y misericordia aportan acaso la clave hermenéutica de este período de gestos y palabras que trasuntan una fuerte impronta reformadora y misionera. Si cabe la figura de los anillos concéntricos, en nuestro recorrido proponemos ir de lo más exterior (el pueblo y su cultura), a lo más interior (la experiencia de saberse misericordiado por Dios), pasando por el arte que une la dimensión personal y la praxis histórico-salvífica-comunitaria (el discernimiento espiritual).    

El Papa del pueblo

Como han demostrado diferentes autores, tales como Juan Carlos Scannone, SJ, y Emilce Cuda, es manifiesta la influencia de la llamada “teología del pueblo” (o de la cultura) en Francisco, una corriente surgida en Argentina (en el marco del contexto de la teología inculturada en América Latina y del Concilio Vaticano II), a instancia de los trabajos de la entonces Comisión Episcopal de Pastoral (COEPAL).

En su Exhortación Evangelii Gaudium (2013; EG), documento “programático” de su pontificado, el sustantivo “pueblo” aparece   ciento sesenta y cuatro veces y el adjetivo “popular” figura en diecinueve ocasiones. Francisco es consciente de lo que adviritiera Scannone: que la categoría pueblo es ambigua, no por defecto sino por riqueza. De ahí que cabe hablar de “pueblo de Dios” (la Iglesia), “pueblo-nación” (entendido desde la noción de cultura común –antes que del territorio o de clase social–, como decir “el pueblo argentino”, “paraguayo”, “francés”, “japonés”, etc.) y “pueblo-pobre-trabajador-descartado” (la parte pobre del pueblo, y cuya subsistencia se debe a que trabaja), por y con el cual Francisco ha ratificado la opción preferencial de la Iglesia. En dicho documento el sustantivo “cultura” es referido 108 veces, siendo una de las expresiones más contundentes aquella en la que el Papa vincula algunos de los términos referidos: Este Pueblo de Dios [la Iglesia] se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia [pueblo-nación]. La noción de cultura es una valiosa herramienta para entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo. Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia cultura con legítima autonomía (…) La gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe”.

Es interesante que en su Exhortación dirigida a los jóvenes, Christus Vivit (2019; CV), Francisco da la siguiente definición comunitarista de pueblo: “Cuando hablamos de ‘pueblo’ no debe entenderse las estructuras de la sociedad o de la Iglesia, sino el conjunto de personas que no caminan como individuos sino como el entramado de una comunidad de todos y para todos, que no puede dejar que los más pobres y débiles se queden atrás” y a contuación cita expresamente a Rafael Tello, uno de los máximos exponentes de la teología del pueblo (junto con Lucio Gera): “ ‘El pueblo desea que todos participen de los bienes comunes y por eso acepta adaptarse al paso de los últimos para llegar todos juntos’ ”. Posteriormente, en su segunda encíclica social, Fratelli Tutti (2020; FT), el Papa recupera unas declaraciones suyas de años anteriores y advierte el “malentendido” de confundir “pueblo” con “populismo”. No es así, puesto que “pueblo no es una categoría lógica, ni una categoría mística, si lo entendemos en el sentido de que todo lo que hace el pueblo es bueno, o en el sentido de que el pueblo sea una categoría angelical. Es una categoría mítica (…) Cuando explicas lo que es un pueblo utilizas categorías lógicas porque tienes que explicarlo: cierto, hacen falta. Pero así no explicas el sentido de pertenencia a un pueblo. La palabra pueblo tiene algo más que no se puede explicar de manera lógica. Ser parte de un pueblo es formar parte de una identidad común, hecha de lazos sociales y culturales. Y esto no es algo automático, sino todo lo contrario: es un proceso lento, difícil… hacia un proyecto común”. 

El Papa del discernimiento

Francisco porta un rasgo que tal vez por demasiado obvio no ha recibido suficiente atención: su formación en la Compañía de Jesús, la Orden religiosa fundada por San Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros. El entonces Padre Bergoglio, sacerdorde jesuita y luego Provincial, supo ganarse fama de versado en la espiritualidad ignaciana, donde sobresale el arte del discernimiento de espíritus. Más allá de la letra de los Ejercicios Espirituales (EE) y de la Autobiografía del santo, algunas definiciones captan más bien la música qué quiso transmitir Ignacio, basándose en su propia experiencia y en una sabiduría de vida acumulada a lo largo de los siglos. Así, el discernimiento es “la danza de los íntimos deseos” (Carlos Cabarrús, SJ), “aprender el alfabeto del corazón” (Toni Català, SJ), “escucha sagrada para unir cielo y tierra” (Javier Melloni, SJ) y “un movimiento del amor” (Darío Mollà, SJ). Francisco hizo su propio aporte el tema, señalando en la Exhortación Gaudete et Exsultate (2018; GE) que el discernimiento es “un don sobrenatural” no reservado para algunas elites, agregando: “Es verdad que el discernimiento espiritual no excluye los aportes de sabidurías humanas, existenciales, psicológicas, sociológicas o morales. Pero las trasciende. Ni siquiera le bastan las sabias normas de la Iglesia. Recordemos siempre que el discernimiento es una gracia. Aunque incluya la razón y la prudencia, las supera, porque se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno y que se realiza en medio de los más variados contextos y límites. (…) Está en juego el sentido de mi vida ante el Padre que me conoce y me ama, el verdadero para qué de mi existencia que nadie conoce mejor que él. El discernimiento, en definitiva, conduce a la fuente misma de la vida que no muere, es decir, conocer al Padre, el único Dios verdadero, y al que ha enviado: Jesucristo (cf. Jn 17,3). No requiere de capacidades especiales ni está reservado a los más inteligentes o instruidos, y el Padre se manifiesta con gusto a los humildes (cf. Mt 11,25)”. 

En la perspectiva cristiana, la historia resulta ambigua, por la mezcla entre gracia y pecado, y por eso debe ser discernida. En este horizonte de comprensión, San Agustín pudo distinguir las célebres Dos Ciudades (la de Dios y la de los hombres), fundadas por distintos amores; San Ignacio pudo discernir Dos Banderas (la de Cristo y la de Lucifer, el Ser y el No-Ser, respectivamente); Santa Teresa de Jesús pudo advertir dentro de ella “dos Teresa” (una buena y una mala). En su primera encíclica social, Laudato Si’ (2015; LS), en el contexto de una crisis civilizatoria que pone en serio peligro la Casa Común, Francisco discierne dos culturas en pugna: la cultura del descarte y la cultura del cuidado, expresión de dos paradigmas contrapuestos, el “paradigma tecnocrático dominante” y el paradigma de la “ecología integral”, superador del anterior, en clave de “salvación comunitaria”. 

El Papa de la misericordia

Al dar las denominadas tandas de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, el jesuita Bergoglio pregonaba la “esperanza combativa”, remarcando un puente entre Dios y nosotros: “La sabiduría, la omnipotencia, la justicia y la bondad divinas, frente a mi ignorancia, flaqueza, iniquidad y malicia (EE 59) tiene un solo nombre: misericordia (EE 61)”. Como Papa, Francisco conservó el lema que lo había acompañado como Arzobispo de Buenos Aires: miserando atque eligendo. Esta expresión surge del comentario al episodio evangélico conocido como la vocación de San Mateo, donde San Beda el Venerable escribió: “Vidit ergo Iesus publicanum et quia miserando atque eligendo vidit, ait illi Sequere me” (“Vio Jesús a un publicano, y como le miró con sentimiento de amor y le eligió, le dijo: Sígueme”). Es sabido que antes de ser elegido Papa, en sus visitas a Roma, Bergoglio gustaba frecuentar la iglesia de San Luis de los Franceses, donde se encuentra la pintura de Caravaggio (1601) que plasma con maestría esa escena.

En su Pontificado, Francisco convocó al Jubielo Extraordinario de la Misericordia (2015-2016), para conmemorar los cincuenta años de la solemne clausura del Concilio Vaticano II.  En ese contexto, en la Exhortación Amoris Laetitia (2016; AL), dedicada a las familias, expresó: “ ‘Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar (…) El camino de la Iglesia, desde el Concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración (…) El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero (…) Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita’ ”. 

En la finalización del Jubileo, en la Carta Misericordia et misera (MM; 2016) Francisco habló expresamente del “valor social” de la misericordia, con gran sensibilidad hacia lo que en la evolución de la cuestión social se han llamado los miserables (Victor Hugo, en el siglo XIX), los más pobres de los pobres (Madre Teresa de Calcuta, en el siglo XX) y que en el siglo XXI el Papa designa como los descartados: “Han pasado más de dos mil años y, sin embargo, las obras de misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios. Todavía hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y despiertan una gran preocupación las imágenes de niños que no tienen nada para comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un país a otro en busca de alimento, trabajo, casa y paz. (…) Con todo, las obras de misericordia corporales y espirituales constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que son nuestros hermanos y hermanas…”

En esta línea se inserta la aplicación a la praxis sociopolítica que hace de la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37), una figura misericordiosa no sólo a nivel individual, sino también en términos colectivos. En sintonía con esto Francisco expresó: “Los movimientos populares son, además de poetas sociales, ‘samaritanos colectivos’ ”. Así entonces, como dice Emilce Cuda respecto a la ética social del actual Pontífice, “la misericordia es la forma política de la comunidad organizada por justicia social para la vida digna”, lo cual supone el compromiso irrestricto con los derechos humanos, recuperando la memoria y tendiendo al futuro de nuestros pueblos”.

El gusto espiritual de ser pueblo a partir de saberse misericordiado

Ante una cuestión social signada a escala planetaria por la crisis socio-ambiental, la pandemia y las guerras, todos podemos ser descartados en algún momento de nuestras vidas. Por eso, desde su lectura discerniente de los signos de este tiempo, que supone tener “un oído en el pueblo y el otro en el Evangelio” (como decía Enrique Angelelli), Francisco llama a instaurar una cultura basada en la misericordia, que en el plano social y político se traduce como cultura del cuidado o del encuentro, puesto que “nadie se salva solo”: “Estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos”. Tanto a nivel individual como colectivo, que nuestra respuesta entonces sea poner en práctica para con los demás el amor perdonante que Dios ha tenido y tiene para con nosotros, de forma que nuestros pueblos “tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).   


Aníbal Torres

Doctor en Ciencia Política.

Docente en la Universidad Nacional de Rosario

y en la Pontifica Universidad Católica Argentina.

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