Presos de la receta liberal

Por Jorge L. Devincenzi.- Tres décadas atrás, en marzo de 1976, las fuerzas armadas derrocaron al gobierno constitucional de entonces, adelantándose a un juicio político que el Congreso Nacional discutía, y a unas cercanas elecciones que castigarían las incongruencias de quienes habían llegado al poder prometiendo restañar las heridas de diecisiete años de proscripción y en poco más de dos años -con la muerte de Perón como fisura histórica- habían sumido a la Argentina en una crisis sin salida a la vista.

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En Foto: Martínez de Hoz. Ministro de Ecomomía del dictador Videla.-

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María Estela “Isabelita” Martínez había dado sobradas muestras de incompetencia, por lo que existía cierto consenso político como para lograr un cambio institucional dentro de la ley, aunque en medio de un clima violento que sería la excusa ideal para destituirla. La aventura armada del ERP en Tucumán, tras ser reprimida sin piedad, para esa fecha ya no existía. Por eso, el por qué del golpe militar debe buscarse en otro lado.

El antecedente

Durante el año anterior, una mujer zigzagueante, influenciada por un ex-cabo de policía afecto al espiritismo y al asesinato de opositores, había entregado la conducción de la economía a Celestino Rodrigo, un ingeniero que también se comunicaba con los muertos, quien, aconsejado por el empresario Ricardo Zinn, aplicó un plan de shock (fuerte devaluación y aumento de impuestos, combustibles y alimentos) que desarticuló el sistema productivo, pulverizó el poder adquisitivo de la población, aumentó de un golpe la brecha entre ricos y pobres e inició una carrera desbocada entre precios y salarios.

El paquete de medidas tomadas por Rodrigo, un verdadero golpe de mano, además de representar la antítesis más absoluta de los postulados económicos propios de la etapa abierta en 1973, y que ya se anticipaban durante las gestiones ministeriales de Gómez Morales y Cafiero, provocó una inmediata reacción que, aunque conducida por los sindicatos, fue generalizada, echando leña al horno de la violencia.

El monje negro del rodrigazo, Ricardo Zinn, sería designado funcionario económico por la dictadura militar. Luego incursionó en la industria automotriz asociado con Franco Macri pero la cosa terminó mal: juntó fuerzas con quien luego sería el presidente de la UIA menemista Jorge Blanco Villegas para alzarse con Sevel, la fábrica de los Fiat, aunque sólo tenía el 5% de las acciones.

Furioso, Macri lo eyectó designándolo presidente de la ultraliberal Fundación Carlos Pellegrini, una ong de su propiedad, que aportaría los mejores cuadros gerenciales durante los 90 para dinamitar lo que quedaba del Estado. Zinn participó con María Julia en la privatización telefónica y luego murió en un extraño accidente aéreo junto con el primer presidente de la YPF privatizada, el boliviano José Estenssoro, padre de una actual legisladora porteña.

La parábola de este personaje, de algún modo ejemplar, permite agregar una tercera premisa a las dos que suelen enarbolar los represores de la dictadura: ganaron militarmente a “la subversión”, luego perdieron la batalla política y por fin, triunfaron en su política económica, que alcanzaría su clímax con Carlos Menem.
“La subversión” fue la excusa de la Junta Militar encabezada por el ahora ex-general Videla.

El rodrigazo había creado condiciones como para aplicar a fondo un plan liberal de largo plazo que debería retrotraer a la Argentina a lo que era antes de 1945, pero resultaría imposible lograrlo (discurrieron los ideólogos de la dictadura en ciernes, como Grondona, Perriaux, Díaz Bessone, Floria o Massot) sin represión generalizada y disciplinamiento de la sociedad.

Así se definió el golpe de marzo de 1976.

La cuadratura del círculo

El elegido para aplicarlo fue el estanciero José Alfredo Martínez de Hoz, ex-presidente de la Sociedad Rural, ex-funcionario de la Revolución Libertadora de 1955 y copropietario en el exclusivo edificio Kavanagh, frente a Plaza San Martín.

La política de Martínez de Hoz se apoyó sobre dos equipos económicos, uno de ellos liberal a secas, encabezado por los hermanos Juan y Roberto Alemann, y el otro conocido como “Los Chicago boys”, jóvenes ejecutivos que se habían alimentado en la universidad homónima (donde en 1942 se provocó la primera reacción nuclear en cadena, anticipando Hiroshima y Nagasaki) con las lucubraciones de Milton Friedman, quien en la década anterior había popularizado la idea de explicarlo todo mediante las fórmulas prácticas de los contadores, es decir, de la microeconomía.

Los Alemann, además de editores de su propio diario, eran representantes estables del Club de París, el conglomerado de bancos europeos.

Los Chicago boys pasaban por anarquistas de la clase pudiente.

Milton Friedman, supuesto creador del monetarismo, incursionó en los tópicos más variados, aportando respuestas de manual para temas como la educación pública, la importancia de la sociedad civil y la inconveniencia de que el Estado tuviera alguna razón de ser fuera de EE.UU. Su fundamento se reduce a clasificar la realidad en dos grandes columnas, la de lo que produce ganancia y la de lo que no.

De esa teoría, o de la de Lord Keynes para tomar lo que parecería antagónico, no derivaban fórmulas de uso universal, atemporal y para cualquier ocasión, sino políticas efectivas derivadas de las necesidades e intereses de sus países de origen. Téngase presente que el Banco Mundial y el FMI fueron creados a propuesta del mismo Lord Keynes que desde los 70 fue demonizado como artífice del Estado de Bienestar.

En definitiva, no hay recetas sino políticas económicas que benefician o perjudican a determinados sectores. Y su pertinencia se deduce por sus resultados. Los objetivos de la política económica de la dictadura no difieren de los que se aplicarían en la década del 90: apertura de la economía, desregulación estatal, privatizaciones, anticipando el llamado Consenso de Washington. Difieren en su profundidad, pero los de la primera crearon las condiciones ideales para lo que vendría después.

La parte del león

Las accesibles recetas de la escuela de Chicago, de fácil consumo, prendieron en algunos sectores de la sociedad argentina que encontraron en el “deme dos”, consecuencia práctica de la tablita cambiaria ideada por Martínez de Hoz (una convertibilidad primitiva sobre la que reincidiría Cavallo) un modo de enriquecimiento rápido y sin esfuerzos, con el agregado de una generalizada anestesia, la de quienes se enterarían demasiado tarde de lo que sucedía en la Esma.

Como se potenciaría dos décadas más adelante, esa prosperidad ficticia se financiaba con capitales externos, es decir, con deuda. Y no se alentaba la inversión productiva, sino el consumo.

Sin embargo, contra lo que parece la consecuencia natural de un gobierno autoritario con un poder ilimitado, sus ejecutores económicos se encontraron con algunas dificultades.

A pesar de los gestos histriónicos del ingeniero Álvaro Alsogaray, quien exigía actuar “sin anestesia” -el slogan preferido por Menem en los 90-, Martínez de Hoz y sus Chicago boys advirtieron más temprano que tarde, que su poder real derivaba de los militares, sus protectores armados, y que éstos no estarían dispuestos a ceder su parte, la parte del león, asentada sobre las empresas públicas a las que habían entrado con sus legiones, derribando puertas, ametrallando y asesinando a cientos de sus trabajadores.

La feudalización de esas empresas por parte de las FFAA se había decidido luego de crueles peleas donde no faltaron contusos y fusilados a quemarropa, una modalidad que se repetiría en los 90. No fue cuestión de ideas: del Ente del Mundial de Fútbol, manoteado por la Marina, se evaporaron unos 700 millones de dólares. Un clavo que superó los 1.000 millones de dólares siguió al paso de la Fuerza Aérea por la municipalidad de Buenos Aires.

El ingeniero Solanet (uno de esos Chicago boys, actual consultor de bancos multinacionales y dirigente del partido de López Murphy) había propuesto acabar con los ferrocarriles, levantar las vías y convertirlas en caminos pavimentados, remozando un viejo plan que había venido a vender al país el general norteamericano Larkin durante el gobierno de Frondizi.

Pero el ejército -que se adueñó de la empresa estatal Ferrocarriles Argentinos- no estaba dispuesto a desembarazarse de un sistema de transporte que dirigía uno de sus generales como un regimiento, con presencia en todo el territorio, y en el que la alianza con las cúpulas sindicales y los contratistas estaba resultando muy, muy provechosa para todos, tanto como para justificar un déficit de dos millones de dólares diarios que debía solventar el Tesoro Nacional.

Si el objetivo de Martínez de Hoz era volatilizar el sistema ferroviario, y eso era imposible por el momento, su desarticulación provocaría similares resultados paralizando las inversiones en bienes de capital y modernización de los sistemas de trabajo, privatizando el mantenimiento y los talleres, y desentendiéndose de los astronómicos sobreprecios de los proveedores.

Alfonsín avanzó un poco más, al dividir el sistema en dos empresas, una supuestamente rentable, la de los ferrocarriles metropolitanos, y otra no, la de las líneas de larga distancia, con lo que en los 90 el escenario era ideal como para entregarlo a la actividad privada sacándose de encima “un peso insoportable”.

El resultado fue que, reducidos a menos de un tercio de su extensión original, habiendo perdido su condición de servicio y privatizados, hoy siguen costando al Tesoro (a toda la sociedad) tanto como cuando tenían 30 mil kilómetros de extensión, prestaban un servicio esencial y eran estatales.

Oro negro y dólares

Algo similar ocurriría con YPF, la principal empresa del país. En 1973, los jeques de Arabia Saudita y las multinacionales del petróleo habían acordado un alza de precios que provocaría una crisis internacional, escasez de crudo y la aparición de un monto ilimitado de petrodólares que se volcaban sin garantía en el mercado financiero.

Un año antes, el presidente Richard Nixon había acabado con el acuerdo original del Fondo Monetario Internacional, basado en la paridad del patrón oro con el dólar, convirtiendo a la moneda norteamericana (luego de su devaluación) en la unidad universal de medida monetaria. En los hechos, desapareció el patrón monetario y fue reemplazado por una moneda fluctuante.

Por un tiempo, algunos creyeron que la avalancha de petrodólares serviría para financiar proyectos nacionales en el Tercer Mundo. Pero fueron a parar a Suiza y Wall Street, es decir, para financiar los proyectos nacionales del Primer Mundo.

En este contexto, YPF era una pieza muy codiciada. Estableciendo un contrapunto interesante entre el discurso, los verdaderos objetivos de su política y la consistencia básica de su ideología, Martínez de Hoz -y Teodoro Alemann, como ministro de Economía durante la guerra de Malvinas- la usaron para financiar con dinero público a unos grupos económicos primero, y a endosarle el pago de indemnizaciones de guerra a Gran Bretaña, más adelante.

YPF fue dinamitada de un modo relativamente sencillo. Con el argumento de las “privatizaciones periféricas” o outsourcing, se otorgaron en concesión a distintas empresas (varias de ellas sin antecedentes en la actividad, como el grupo Bulgheroni o los Macri) las áreas de extracción más rentable.

El argumento oficial era la consabida ineficiencia estatal.
YPF seguía a cargo de la responsabilidad más onerosa, la de explorar nuevas áreas y encontrar petróleo para los concesionarios. Las empresas, por su parte, se limitaban a contratar personal y abrir la válvula de las torres de extracción, sin invertir más que en publicidad y oficinas.

El Estado argentino compraba el petróleo extraído a precios internacionales en alza y no al costo interno real, con algunas particularidades ridículas: en la estructura de costo se incluía el flete entre Houston (Texas) y Buenos Aires. Es decir, se simulaba importar petróleo producido aquí mismo.

Friedman, el maestro de los Chicago boys, no hubiera aconsejado algo semejante a sus connacionales, pero debía considerarla una excelente propuesta para sus alumnos extranjeros.

Si el primitivo modo de producción capitalista consistía en explotar a unos trabajadores industriales quedándose con la llamada plusvalía, los liberales locales extraían esa plus-ganancia de un Estado puesto a su servicio, que por su carácter militarizado no admitía ningún disenso, a tal punto que en su último acto, el propio Cavallo estatizó -repartió entre todos- la deuda privada de la plata dulce tomada por los grupos económicos en el mercado de los dólares árabes.

El petróleo de YPF, de propiedad pública, financió un puñado de grandes fortunas que se volcaron especialmente a la creación de bancos y la actividad terciaria, porque se prefería producir caramelos en lugar de acero. El grupo Bridas, Soldati -de Comercial del Plata y luego dueño del Tren de la Costa gracias al salvataje del Banco Provincia en la época de Duhalde-, y el propio Macri deben mucho a Martínez de Hoz, aunque el dueño de Socma amasó lo principal de su fortuna con Menem, quien le pagaba 50 dólares la tonelada de basura recogida por Manliba a través de Carlos Grosso.

En los 90, esos mismos grupos económicos se asociaron con multinacionales y se apropiaron de unas empresas que, como contratistas, ya controlaban de facto, luego de que Cavallo les sacara de encima los pasivos inflados con los petrodólares. En esta etapa, para prevenir futuras crisis por el carácter de los ciclos económicos, se endeudaron mediante autopréstamos a las casas matrices de las multinacionales asociadas.

Ahí estaría el CIADI para defenderlos.

Mientras se dejara en libertad a los contratistas, Martínez de Hoz toleró la administración militar de “Pajarito” Suárez Mason, hincha de Argentinos Juniors, admirador de la secta Moon, miembro de la logia P2 y artífice del delirio armado que fueron los vientos de guerra sobre la Cordillera de Los Andes. Ese general impasible usaba la infraestructura de YPF para jugar sus guerras sucias en Centroamérica en sociedad con ciertos empresarios como los Blaquier, que luego brillarían con todo su esplendor durante las rumbosas fiestas de los 90.

Esa alianza se completaba con la pata sindical, el SUPE, dirigido por Ibáñez y Cassia, dos íntimos amigos de Menem y Massera.

El esquema de concesiones ideado por Martínez de Hoz, prorrogado por Alfonsín y Conrado Storani, mediante el cual el Estado pagaba a precio internacional el petróleo argentino, tiene un asombroso parecido con lo que sucede hoy en día y desde la aparición de Repsol, cuyo efecto sólo está atenuado por las retenciones. Pero hay un elemento nuevo: ahora se extrae todo lo que se puede, hasta agotar los yacimientos, y no se invierte en exploración.

Negocios de largo plazo

Martínez de Hoz no era un ideólogo afecto a las recetas sino un empresario con extensos campos en lo mejor de la pampa húmeda, y cuya fortuna provenía de aquel reparto limitado del general Roca tras la llamada Conquista del Desierto.

Uno de sus primeros actos como ministro fue indemnizar a los dueños de la compañía de electricidad Ítalo, que había sido nacionalizada en 1973. La favorecida fue Comercial del Plata, un holding dedicado a la exportación de cereales, con oficinas a pocos metros del piso del ministro, cruzando la plaza, y de la que él mismo era accionista. Soldati, su presidente, sería favorecido con concesiones petrolíferas, aparecerá con el menemismo en varias privatizaciones de servicios públicos y será tomado como ejemplo de empresario moderno en la tapa de la revista Gente.

Aunque EnTel desapareció el día que Menem con el ministro Dromi firmaron el acta de traspaso a Telecom y Telefónica, su desmantelamiento se había iniciado en el Proceso, cuando las decisiones estratégicas sobre su tecnología quedaron en manos de sus dos contratistas. Una de ellas, Siemens, luego obtendría un contrato de lujo para modernizar la confección de DNI durante los 90, contrato que caería más tarde por ser abiertamente insostenible, y en el que el Estado argentino puede ser condenado a pagar 700 millones de dólares como indemnización por algo que nunca se hizo y en lo que no se invirtió un peso, salvo el porcentaje reservado para las comisiones a la banda menemista.

Los negocios diseñados en la segunda mitad de los setenta, cuajaron en los noventa.

La dictadura militar fue la puerta de entrada de la primacía del capital financiero sobre el productivo, y su resultado fue que lenta pero sistemáticamente, Argentina volvió a su condición anterior de país agroexportador. La etapa de Alfonsín terminó de disciplinar a la sociedad mediante la hiperinflación, otro golpe de mano como el rodrigazo.

Después llegaría Atila.

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