Un nuevo aniversario del 17 de octubre de 1945 es una buena oportunidad para analizar y resignificar aquel acontecimiento histórico. Lo original del peronismo primigenio fue enfrentar la categoría de Pueblo a la de Burguesía proveniente del pensamiento europeo. La centralidad del Estado para la construcción de un proyecto nacional. Entre zanahorias que prometen y el recuerdo de glorias pasadas.
En vísperas de la recordación de otro 17 de Octubre, y como algunos peronistas de la clase política lo celebrarán mediante costosas cenas, discursos y shows con artistas ad hoc, no viene mal intentar resignificarlo.
Podríamos sentarnos a llorar mientras releemos el art. 40 de la derogada Constitución de 1949, redactado por Arturo Sampay: “La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social. El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución. Salvo la importación y exportación, que estarán a cargo del Estado, de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios. Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedad imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias. Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaran en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización previa, cuando una ley nacional lo determine. El precio por la expropiación de empresas concesionarios de servicios públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable que serán considerados también como reintegración del capital invertido.”
¿Pero de qué sirve sino para la nostalgia, el rencor y la impotencia?
Sin un centro, las miradas son otras hoy en día. Tomemos por caso las críticas medioambientalistas a algunas actividades económicas en las que se ejerce un uso abusivo de los recursos naturales (minería a cielo abierto, sojización, entre otras) que bien puede tildarse de saqueo de esos recursos. Son miradas entre roussonianas y románticas que ocultan la naturaleza política de la cuestión. Pero también son síntoma de la fragilidad de un pensamiento con grandes dificultades para abarcar el todo. Es allí donde el Estado recupera su centralidad.
El Imperio ha alentado esta perspectiva trucada, entre otros paradigmas (como la multiculturalidad y el carácter innovador del tercer sector, ONG’s o quasi-mercado) en una construcción cultural donde se mezclan la definición gramsciana de la sociedad civil, las ideas eurocéntricas de contrapoder y la administración corporativa de afectos, emociones y sensibilidad humanas (el deseo, en definitiva) en función de una privatización globalizada (Friedman, Rawls), todo lo cual, licuado, puede generar una mirada simplificada de tales cuestiones. Así, para Friedman, las ONG’s dedicadas a brindar salud y educación son ejemplo de gestión privada de lo público porque ambas, educación y salud, son bienes transables. Y así las considera la Organización Mundial de Comercio.
Greenpeace organiza rebeldías mediáticas contra la industria nuclear pero mantiene un sospechoso silencio sobre la actividad petrolera, y no es casual que la Shell la sostenga con un generoso financiamiento. La situación planteada con la contaminación de esa multinacional en Dock Sud, provocada por una planta de destilación que había sido desmantelada en Holanda por protestas vecinales y luego de desarmada, embarcada y reinstalada en Buenos Aires, pareciera demostrarlo.
Simplificaciones
La combinación de miradas medioambientalistas con la defensa de “lo originario” vuelve sobre la simplificación: es posible que el pueblo originario haya defendido el medioambiente porque dependía de él, pero el capitalismo es en esencia voluntad de dominio de la naturaleza, lo que preanuncia su destrucción, su reducción a partes, su licuación en función de lo que es útil y lo que no lo es.
Pero el ecologista tiene un dilema: no puede resolver la cuestión de la biodiversidad sin enfilar hacia posturas malthusianas o darwinistas, ya que es improbable (imposible, en realidad) que se pueda alimentar a 6 mil millones de seres humanos con producción artesanal. Es decir, no puede resolver seriamente la cuestión de la escala y la satisfacción de necesidades acordes con determinado desarrollo tecnológico.
A la vez, esto desata nuevos dilemas si se quiere de signo opuesto, porque la fragmentación social indica la necesidad de establecer consensos entre múltiples minorías culturales y sociales. Como no pueden ser negados, los caminos que se abren frente a estos paradigmas son: defenderse con terrorismo discursivo o resignificarlos.
¿Cómo se los puede resignificar? Con una mirada situada desde aquí, desde nuestros propios intereses. Tal afirmación ha sido quizás el avance más significativo del pensamiento nacional, pero luego hay que llenarla de contenido adecuado a circunstancias que quedan fuera de nuestro dominio.
Las construcciones culturales no están divorciadas, o mas bien habrían nacido de precisos contextos económicos. Así, por ejemplo, la bipolaridad característica de la civilización (mujer – hombre), ha sufrido críticas provenientes del feminismo norteamericano, luego impuestas como moderno paradigma cultural universal proveniente del Norte. Aunque es considerada una “demanda universal” de la mujer, se refiere más a una discusión interna al protestantismo anglosajón.
Esta bipolaridad ha sido cuestionada como una “construcción cultural” escandalosa, si se permite el exceso, sin advertir que esa crítica (y la nueva realidad que le sobrevive) es también una construcción cultural que se descubre funcional o tiene mucha semejanza con el desarrollo actual del capitalismo, caracterizado por la múltiple segmentación de la oferta de productos que satisfarán múltiples necesidades, la mayor parte de ellas también construcciones culturales y que muchos podremos tildar de artificiales.
La civilización occidental capitalista y judeocristiana avanza y se expande violando a otras civilizaciones que tienen otros imaginarios sociales, es decir, cuya comprensión no se refiere a la destrucción masiva planificada, que en cierto sentido eso es el capitalismo.
Lo de Hitler fue un alerta siniestro que pocos comprendieron.
Y hay más. Entre Pancho Ibáñez (“todo es cultura”) y Toynbee o Huntington (“guerra de civilizaciones”) se impone la democracia de mercado así como también se impone la multiculturalidad, que se corresponde con esa mirada fragmentarizada.
Ejemplos elocuentes son las ambiguas y extravagantes democracias en Irak y Afganistán, que sólo parecen funcionar porque el Gran Hermano las apunta con sus armas de destrucción masiva y sus “contratistas”, aunque los votantes recurren a otros métodos para dirimir sus diferencias: desde la lectura obligatoria del Corán hasta los misiles caseros. Y no es que vayan a “aprender” con el tiempo. Resulta ingenuo, y hasta superficial, tildar de genocida a Roca, cuando resultaba imposible integrar a los “originarios” al modo de producción del granero colonial.
No advertir tal íntima relación puede llevar a las visiones líquidas de la realidad que se corresponden con formas líquidas de transformarla, donde la observación, la virtualidad y el comentario reemplazan a la construcción de un sujeto social y político de cambio.
Pero también a intentar resolver los problemas sociales fragmentariamente. Así, por ejemplo, el gobierno crea trabajo mediante cooperativas de producción artesanal, pero al no avanzar ni interesarse sobre formas asociativas que permitan competir eficazmente, todo se reduce a reproducir una economía de subsistencia, es decir, una economía de la pobreza.
Disyuntivas
También el Estado es una construcción cultural, como mencionamos con la profesora Gabay en nota anterior, producto del proceso de creación de las naciones europeas cuando éstas reemplazaron al antiguo régimen medieval.
El dilema de Argentina es si marcha a constituirse en Estado-nación según ese modelo o si por el contrario, es capaz de crear, su sociedad o parte de ella, una nueva significación acorde con sus propios intereses.
Quizás esto pueda entenderse más fácilmente relatando la propuesta que un inventor le hiciera a Colbert (ministro de economía de Luis XIV) sobre las fábricas de gobelinos, y que Enrique IV había convertido en poderosos talleres textiles de propiedad de la corona francesa. Esos talleres daban trabajo a miles de franceses.
Contra las opiniones escolares en boga, los avances técnicos de la Revolución Industrial no fueron descubrimientos sorpresivos de los inventores, que no casualmente eran también prósperos industriales británicos, sino la conjunción hábil de antiguos principios científicos conocidos desde la antigüedad y la Edad Media, que no podían ponerse en práctica porque no había coagulado una serie sincrónica de avances tecnológicos, de ciencia aplicada, y que en cierto momento sí confluyeron por los avances, por ejemplo, en siderurgia: endurecimiento del hierro dulce por agregado de oxígeno, que paulatinamente llegó a la condición de acero.
Cuando se le propuso a Colbert reemplazar el trabajo manual por la caldera de vapor y el telar mecánico movido con correas de cuero provistas por las vaquerías de Sudamérica (luego vendría la guerra por el caucho también sudamericano), éste rechazó el ofrecimiento por considerarlo antagónico con su política de empleo, innecesario y desusado.
¿Para qué ahorrar trabajo humano si éste era abundante y barato? Inglaterra pudo así ganar la Revolución Industrial, a costa de la creación de un ejército de desocupados (la máquina ahorraba tiempo de trabajo) que marcó el nivel del salario y por lo tanto el de la plusvalía. Y por eso aparecieron los ludistas o luditas (1811), cuya consigna era: “¡Destruid la máquina!”, en una revuelta espontánea e insurreccional que nació en Gran Bretaña y luego se extendió a toda la Europa. Alemania –que recién alcanzaría su unidad con Bismarck– tomaría la delantera en la Segunda Revolución Industrial, la de la química. Los ludistas creyeron que el problema era la máquina, y luego vieron al capitalista, y a un modo de producción, detrás de él. El sindicalismo moderno les debe mucho. Además, Inglaterra ya había hecho su revolución burguesa y Francia todavía la esperaba.
Épocas
Este diferencial de opciones marca la creación de una época, entre todas las significaciones que puede generar esa época.
La máquina fue la significación propia de la Revolución Industrial. El Estado y el Estado-nación lo son del triunfo de la burguesía como demanda efectivizada a sangre y fuego de igualdad frente a la vieja nobleza europea derrocada. Por eso, una característica cardinal de aquel Estado era la homogeneidad.
El Código Napoleónico (una de las bases de nuestro derecho, junto con el romano y ambos apoyados en el derecho de propiedad) legisló sobre la homogeneidad de todos los ciudadanos, idealmente iguales ante la ley, regidos por un Estado en panóptico.
La educación pública proveyó una enseñanza común a todos los ciudadanos. Hay uniformidad y sincronía: todas las viviendas se numeran catastralmente desde la avenida Rivadavia, las leyes se archivan cronológicamente por número, las ciudades recuerdan al damero o cuadrícula, etc. Como es necesario poner en cuestión el propio status del pensamiento, habría que preguntarse si esto fue siempre así, o si por el contrario, es identificatorio de una época, y también si existe un pensamiento independiente de la época que nos ha tocado vivir.
Es el Estado, estúpido
Tal homogeneidad ha estallado. No puede hablarse hoy con propiedad de PUEBLO, y menos todavía de PUEBLO PERONISTA o de LA JUVENTUD porque hay múltiples pueblos y múltiples juventudes-tribus así como hay múltiples marcas y envases para elegir en la góndola.
Lo original del peronismo primigenio fue enfrentar la categoría de PUEBLO a la de BURGUESÍA proveniente del pensamiento europeo. Un homogéneo contra otro homogéneo. Y si aquellas burguesías construyeron la Nación en el Centro, estos sectores medios locales no tienen ninguna intención de hacerlo, o más bien, pugnan por lo contrario.
Lo cual pone en cuestión qué significa hoy la soberanía política y la construcción de mayorías. Se podría insistir en revivir esa categoría acaso muerta, o avanzar a otras significaciones en orden de crear un espacio nacional a pesar de todo, a pesar de que todo pareciera indicar que debemos rendirnos incondicionalmente. A las corporaciones mineras, por ejemplo.
La gran diferencia entre la denuncia y la derrota incondicional la hace un Estado que controle la actividad, que ponga condiciones y las verifique en el terreno. Por eso es vital pasar del Estado neoliberal a otra forma de Estado que sea una síntesis, nueva, entre aquel modelo eurocéntrico y nuestra propia realidad, la de una Nación que aún no llegó a ser.
De otro modo, siempre estaremos, como el burro, corriendo detrás de la zanahoria. O recordando glorias pasadas.