Políticas culturales y el pensamiento nacional.

Síntesis de la conferencia pronunciada, el 27 de agosto pasado, en el cierre del Congreso Argentino de Cultura (organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación, las de provincias y el CFI) en la ciudad de Mar del Plata.

El Congreso que contó con la participación de más de 1000 asistentes, había sido inaugurado el día anterior por la senadora Cristina Fernández de Kirchner, el gobernador Felipe Solá y otras autoridades nacionales y municipales.

– ¿Que es lo “nacional, en perspectiva actual”?

Quisiéramos aportar algunas reflexiones sobre el tema de lo nacional. Se trata, sin dudas, de un nudo central, ya que la tensión entre lo universal y lo particular, entre lo nacional y lo global, entre la identidad y la alteridad, se presenta como una verdadera asignatura pendiente a la hora de replantear estructuras y reformular saberes y contenidos. Frente a esas dos propuestas extremas (y como tales, erróneas) postulamos una tercera vía que concilie esos opuestos y los conjugue con nuestra ineludible realidad argentina y latinoamericana. Los puntos que siguen, intentan presentar una posible agenda de discusión y reflexión.

– 1° Lo nacional debe pensarse como proyecto, antes que como sustancia acabada e inconmovible.

En efecto, en tanto que lo nacional refiere esencialmente a la situación de un pueblo histórico determinado, dicha situación comprende tanto lo dado como lo por alcanzar. En este sentido forman parte de lo nacional, no sólo el patrimonio cultural que ese pueblo ha ido conformando a lo largo de su historia y que lo singulariza como tal, sino también todo aquello que prospectivamente aparece como valioso y pone en marcha su voluntad como sujeto histórico. Lo nacional así entendido, resuelve de manera adecuada las tensiones entre tradicionalismo y modernización que constituye uno de los dilemas claves de una civilización como la contemporánea, donde los vertiginosos procesos de cambio cuestionan día a día los saberes adquiridos y las prácticas transmitidas).

Lo nacional es proyecto, en cuanto permite armonizar la permanencia con el cambio, lo tradicional con lo moderno y abrirnos plenamente a lo otro a partir de lo propio.
Además, lo nacional pensado de este modo nada tiene que ver con aquel “patrioterismo” vacuo propio del nacionalismo vernáculo de derechas (esencialmente oligárquico y antipopular), ni tampoco con aquellos totalitarismos fascistas y racistas, responsables del holocausto y horrores que la memoria no olvida. Confundirlo a priori revelaría poco conocimiento y mucha mala intención, lo cual para nada ayudaría en un sano debate sobre educación nacional. Esperemos no suceda.

– 2°. Lo nacional como proyecto, requiere siempre la unidad afianzada de una comunidad que lo protagonice.

En efecto, no hay proyecto sin sujeto y -en este sentido preciso- lo nacional está indisolublemente unido a lo popular.

La Nación no es sólo paisaje, ni mucho menos una entidad puramente geográfica es -junto con esa base material- por sobretodo la historia del destino común que los habitantes de esa geografía van labrando en su práctica cotidiana.
En el reconocimiento gradual de ese destino común, esos habitantes superan la condición circunstancial de tales, conforman un pueblo y, al organizarse como comunidad, sientan las bases de la nación y del estado.

El protagonismo popular, así entendido, es entonces la fuente de donde brota una cultura y sus instituciones. Lo nacional entendido como proyecto, encuentra en lo popular su operador histórico.

Sin embargo para que lo popular pueda operar como tal, es requisito indispensable su unidad en torno de las grandes cuestiones capaces de movilizar la voluntad general. Caso contrario el proyecto se paraliza o anarquiza, perdiéndose así su carácter integrador. Lo nacional sólo opera como tal, cuando es receptado y admitido por una comunidad que -superando sus diferencias secundarias- encuentra allí la posibilidad de convivencia. Y recíprocamente, sólo nos encontramos en presencia de lo nacional, cuando en él se traduce y expresa el sentir y el deseo de la gran mayoría de una comunidad histórica.

Por cierto que este carácter integrador de lo nacional, no suprime ni busca eliminar el carácter siempre conflictivo y político de la vida social. Lo que hace -allí donde opere- es darle un marco a tales contradicciones, buscando su resolución en el seno del pueblo y a su favor. Por lo tanto, cuando analizamos lo social en términos de un pensamiento nacional, ni ignoramos ni minimizamos las cuestiones de clase y de individuo.

No se trata de arcaísmos ni de utopías, muy por el contrario buscamos comprender esas conflictividades desde un horizonte más amplio y a la vez más adecuado a nuestra situación argentina y latinoamericana. Entre nosotros -a diferencia de Europa y los EEUU- la situación colonial de origen exige un esfuerzo conceptual imposible de saldar vía importación intelectual. Lo comprendía muy bien el maestro de escuela Simón Rodríguez, cuando exhortaba a su discípulo Bolívar a “inventar o perecer”. Bajo otras condiciones -por supuesto- el fondo del problema sigue vigente.

Como se advertirá esta epistemología de lo nacional puede y debe jugar un papel de primer orden al entrar en contacto con lo específicamente educativo. El sistema que resulte corolario de un proyecto de este tipo debería -en nuestro entender- orientarse hacia tres cuestiones básicas: en primer lugar, a facilitar el reconocimiento gradual de aquel destino común; en segundo lugar, afianzar la unidad nacional que posibilitará contar con un sujeto histórico en condiciones de protagonizar ese destino; finalmente, deberá generar y transmitir los saberes técnicos necesarios, como para que ese proyecto en común -por medio del trabajo- se convierta en obras y riquezas para su pueblo. Y esto es tarea de todas y cada una de las disciplinas que integran el currículum escolar; cada una de ellas -según el grado y la medida de su saber específico- tiene algo que decir y hacer algo al respecto.

Desde este punto de vista de lo nacional (entendido ahora como proyecto integrador de una comunidad, protagonizado por un pueblo histórico) no caben las falsas dicotomías de saberes (científico-humanístico), ni los antagonismo entre disciplinas (ciencias de la naturaleza-ciencias del espíritu) ni las mayores ni menores distancias con la práctica (ciencia pura/tecnología), ni las oposiciones consagradas (trabajo manual/trabajo intelectual) o los gustos artificialmente enfrentados (arte/ciencias).

Un proyecto educativo concebido a partir de una epistemología nacional requiere, respetando y armonizando las diferencias, de todos esos saberes para el logro de una personalidad individual integrada y de una voluntad colectiva madura y participante.

– 3°. Lo nacional no se opone a lo universal, sino que lo posibilita y lo enriquece.

Aclarado lo anterior, conviene advertir ahora sobre otra falsa dicotomía que es particularmente peligrosa, cuando de pensar y legislar sobre educación nacional se trata. Nos referimos a la oposición tajante entre nacional y universal. Cuando esta dicotomía nos lleva a un callejón sin salida, es muy probable que los términos de la ecuación no estén bien planteados.

Suele ocurrir frecuentemente y con frecuencia es utilizada esta (falsa) contradicción para desertar de todo planteo acerca de lo nacional, o bien reducirlo a un papel secundario. Sin embargo, no tiene por qué ser así y allí está la propia historia de la filosofía para mostrar las distintas posibilidades de este debate.

Lo universal no existe por sí mismo ya que -al igual que todo genera– supone siempre un particular que lo fundamente y origina. Cuando algo adquiere las condiciones de universal (o general), lo es por la fuerza o certeza con que algo nacional (o particular) se expresa.

La dicotomía no es entonces entre educación universal o educación nacional, sino entre educación creadora o educación repetitiva, o puramente imitativa. De lo que se trata es de producir conocimientos, de permitir que las potenciales de nuestro particular se expresen y así se tornen artes, ciencias y tecnologías apropiadas.

Y lo serán entonces en un doble sentido: porque surgen de lo propio y porque satisfacen necesidades reales de una comunidad. A su vez, si estas tecnologías son realmente apropiadas pueden servir a otros hombres y a otros pueblos en similares circunstancias (lo cual universaliza sin más el saber así logrado).

Un saber no es entonces universal por origen; por ello se ha señalado adecuadamente aquello de “Pinta tu aldea, que pintarás el mundo”; o desde otro ángulo, que lo nacional no es sino lo universal, visto por nosotros.

Lo universal es así el ámbito de diversas producciones nacionales que -con el devenir civilizatorio y no sin dolor e inconvenientes- se transforman luego en patrimonio común de la humanidad. Conscientes de ello y de nuestra responsabilidad para con ese patrimonio común, es necesario entonces producir y tomar conocimiento sin dogmas a priori, ni falsas dicotomías.

La conformación curricular dentro de un proyecto educativo nacional, deberá tener muy en cuenta este concepto epistemológico central, a la hora de tomar decisiones de contenidos y formas en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Las creaciones humanas son siempre procesos de mestizaje cultural, en los cuáles lo que se “inventa” y lo que se reproduce, lo propio y lo otro, lo que se tiene y lo que se importa, terminan casi siempre en una nueva amalgama que -cuando está bien lograda- expresa con claridad la singularidad cultural que la produce.

En síntesis, que educar no es cerrarse telúricamente sobre sí mismo, ni tampoco un cosmopolitismo sin bases ni raíces locales. Por el contrario, una educación nacional -cuando es correctamente planteada- resulta la tercera vía superadora de esas antinomias.

– 4°. Lo nacional es más necesario aún en proceso de globalización creciente.

Con esto apuntamos a descartar otra falsa dicotomía que tiene también sus consecuencias teóricas y prácticas, esto es la antinomia nacional/internacional (correlato de la anterior: universal/particular, donde suele encontrar un sustento teórico, también erróneo).)

En procesos de globalización creciente -como el que estamos cursando- la afirmación de lo nacional es doblemente necesaria. En primer lugar, porque aquélla -para ser positiva- requerirá de actores firmemente enraizados en sus culturas, caso contrario, en vez de una verdadera comunidad de ideas y acciones, estaríamos en presencia de un proceso de masificación creciente asentado sobre la borradura de toda diferencia (una suerte de totalitarismo planetario). En segundo lugar, porque sólo pueblos enraizados en sus respectivas culturas nacionales son capaces de enriquecer creativamente esa “aldea planetaria” en gestación y participar en la toma de decisiones fundamentales (alejándonos así de aquel totalitarismo).

En síntesis, que una comunidad internacional organizada y pacífica, requerirá más y no menos afirmaciones de las singularidades nacionales. Lo que sí ocurre, es que no podemos seguir pensando la nación y lo nacional en términos antiguos -como enclaves cerrados sobre sí mismos-, sino abrirnos a ese concepto integrador de lo nacional que señaláramos más arriba.

Si la revolución científico-tecnológico ha logrado comprimir tiempo y espacio, estructurando este mundo único basado en la información y la comunicación, ellas son ahora las condiciones a partir de las cuales debemos pensar sus correlatos nacionales; de donde este proceso globalizador -hasta ahora crítico e inequitativo- podría también servir como acicate de nuestras potencialidades nacionales.
Por cierto que se trata de un complejo desafío, pero de su resolución correcta depende nuestro futuro como nación y como planeta habitable.

Y en esto la educación y el currículum pueden hacer mucho, en primer lugar formando hombres capaces de pensar globalmente y actuar según sus propias condiciones particulares y nacionales. Para eso, una “educación nacional” (encarada ahora como proyecto ético plural y abierto, con pleno reconocimiento de lo propio y de lo otro, creativa e innovadora en el campo del conocimiento y con plena escucha de lo popular que la sustenta) es la mediación necesaria.

De aquí que -como acertadamente se ha señalado- discutir la educación e intentar legislarla y protegerla, son tareas directamente relacionadas con la construcción de un proyecto de país. Y viceversa, tenemos (y tendremos) la educación que el país sea capaz de construir (o de impedir).

La educación no lo es todo (como el mito iluminista proclamara), pero sin una educación nacional es muy difícil tener un país en serio.

– 5°) Lo nacional -según nuestra historia- debe concebirse a su vez como una pluralidad federal integrada y regionalmente asociada.

Lo que señaláramos en el punto anterior, vale también en el marco interno de la experiencia argentina. Debemos concebir nuestra propia realidad nacional como una experiencia federal, caso contrario cometeríamos en el orden interno el mismo error que señalábamos en lo global.

En efecto, la Nación Argentina es la resultante de la voluntad de pueblos libres que -organizados como provincias o territorios autónomos- precedieron a la Nación y la posibilitaron. Nuestro republicanismo tiene en ese federalismo fundador, una marca registrada que no puede ser ignorada ni minimizada.

Somos una república federal y esto nos aleja de todo proyecto monárquico y dependiente. Integramos voluntariamente una nación, no la padecemos.

En este sentido, no podemos concebir hoy lo nacional (“argentino”) como una sustancia autónoma que se impone sobre el resto, sino como ámbito concertado de pluralidades que perseveran en torno de un destino común. Ya que en esto consiste una experiencia federal, en sentido profundo: un juego de diferencias que requieren y posibilitan la unidad nacional. En lo nacional lo federal se sintetiza y en lo federal, lo nacional se despliega, a la vez que enriquece su sentido. No pueden subsistir auténticamente el uno sin el otro.

Y en esto encuentra precisamente uno de sus mayores desafíos el proceso de reforma de la educación argentina a la que se nos ha convocado. Si lo que se desea es una auténtica ley de educación nacional, estará deberá ser a la vez federal. Y de cómo se resuelva ese delicado y fundamental equilibrio (siempre clave en la historia argentina) dependerá buena parte del éxito futuro. De nada serviría un nuevo centralismo educativo, ni tampoco un federalismo desarticulador del proyecto nacional en común.

Ambas han sido ya experiencias fallidas en la historia de la educación argentina, a las cuales su larga vigencia no ha hecho sino aumentar la gravedad y los costos del error. Es de esperar que esta vez no volvamos a incurrir en ellos y que la ley en marcha sea capaz de recoger -bajo el proyecto de una educación realmente nacional- la enorme riqueza cultural del país que la sustenta.

Sin embargo, esto sólo hoy ya no basta. Ese federalismo no estaría completo, si no hacemos referencia a nuestra renovada pertenencia latinoamericana. Así como la Nación Argentina es el resultado de un proceso que va de las partes hacia el todo (de las provincias a la Nación), América Latina -inversamente- resultó de una fragmentación que fue del todo hacia las partes (del viejo hogar continental común, a jóvenes estados nacionales).

Pero el ideal común no es hoy perseverar en aquella balcanización parroquial, sino avanzar en crecientes procesos de integración de nuestra realidades nacionales; más aún, sólo en ese marco regional es posible completar hoy nuestros respectivos procesos de desarrollos nacionales. Los nombres de MERCOSUR, Comunidad Sudamericana de Naciones, ALADI -entre tantos otros- son algo más que un danza de siglas y aranceles, expresan por el contrario una reiterada voluntad de integración continental.

En consecuencia, un auténtico proyecto de educación nacional será hoy -a la vez- federal y latinoamericanista. Para lo cuál, el concepto de soberanía ampliada deberá ocupar cada vez más el lugar de aquel otro (mezquino y restrictivo), por el cual nuestros pueblos sufrieron no pocas penurias internas y externas (dictaduras genocidas y guerras fraticidas).

Por todo esto, un concepto renovado y actualizado de nación y de educación nacional, deberá nutrirse de esas dos vertientes básicas: internamente, de lo federal que lo precede y le da un contenido; externamente, del marco latinoamericano en cuyo seno vio la luz. Ambas realidades lo reclaman y lo enriquecen por igual y deberán estar muy presentes a la hora de legislar.

A manera de una primera síntesis

Por cierto que los cinco puntos anteriores requerirían -cada uno de ellos- un desarrollo más vasto y fundamentado. Esto no sólo es necesario, sino que también es posible.
Sabemos también de los prejuicios y preconceptos que despierta el concepto de lo nacional, después de largas décadas de prédica neoliberal a nivel planetario. Y seguramente estos reaparecerán -convenientemente maquillados, dado su reciente fracaso latinoamericano- ante el sólo intento de volver a plantearlo.

Nosotros sólo hemos querido señalar otro sentido posible del término nacional (repensándolo desde nuestra situación argentina y latinoamericana), dado que ese concepto debería ser la clave de bóveda sobre la que se apoye la ley que se desea construir. Caso contrario, lo que ésta tendrá de “nacional” será sólo su ámbito territorial de aplicación. Y nada más.

Por eso y sintetizando aún más lo hasta aquí señalado, diríamos que esto supone:

– a)la concepción de lo nacional como proyecto plural e integrador;

– b) la idea de la comunidad como protagonista indelegable de ese proyecto histórico;

– c) la superación de las falsas antinomias entre saberes y disciplinas, en aras de esa formación integral que se requiere para el auténtico protagonismo popular;

– d) la superación consecuente, de esa falsa dicotomía entre lo nacional y lo universal, a través del concepto de educación creadora (productora de conocimientos, en sentido amplio) y de la democratización del saber planetario, en tanto patrimonio de una humanidad solidaria;

– e) la necesidad de reafirmar ese concepto amplio de lo nacional en procesos civilizatorios como el actual (de creciente “globalización”), en tanto reaseguro de la propia identidad y como aporte al hogar común;

– f) la escucha atenta de ese doble juego que marca nuestra historia nacional: la experiencia federal, en lo interno y la común pertenencia latinoamericana, en lo más próximo.

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