Desde épocas de la guardia pretoriana y, más recientemente, desde la implacable caracterización humana en Leviatán de Thomas Hobbes, se discute sobre la posibilidad de que las organizaciones comunitarias prescindan de fuerzas oficiales, que, armadas monopolicamente por el gobierno de turno, controlen acciones y comportamientos en su nombre.
Mas allá de los ingentes esfuerzos teóricos y organizativos de Mijail Bakunin, Piotr Kropotkin y muchos otros pensadores, lo cierto es que el hombre bueno, desinteresado y solidario del que habla el anarquismo, aquel que hace innecesarios el estado y la policía, está lejos de ser, en 2020, mayoría entre nosotros.
La pandemia no mejoró esta “limitación sociológica” y lo cierto es que, a esta altura de los tiempos, cuando “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, la policía y las políticas de seguridad aparecen como imprescindibles en la organización comunitaria. Por ende, sus características y los alcances de su accionar cobran una relevancia extrema.
Obviando los devaneos teóricos entre punitivistas, garantistas y abolicionistas, lo cierto es que las estadísticas mundiales indican una relación directa entre desigualdad social y aumento del delito, en cualquier latitud del mundo que se analice.
Esta primera mirada nos señala una política de seguridad básica: la búsqueda de la justicia social financiada a través de la justicia fiscal. Pero lo cierto es que en el mientras tanto algo hay que hacer con la seguridad y con la policía, sobre todo porque anda suelta y está armada.
Hace pocos días se cumplió un nuevo aniversario del Golpe de Estado en Chile, donde fue derrocado Salvador Allende y puesto en marcha lo que se conoce en muchos debates como el inicio del “Laboratorio Neoliberal Latinoamericano”. Destrucción de la democracia y de los derechos ciudadanos y sociales inherentes a la misma, financiarización del conjunto de la economía y represión ilegal ilimitada, coordinada a través del Plan Cóndor a escala regional.
Pasados esos años oscuros y retornada la democracia formal en buena parte de la región durante los años 80, sobrevendrían una serie de luchas y reorganizaciones de las fuerzas populares que darían origen a una “anomalía intolerable”; el comunismo había sido vencido, el muro de Berlín transformado en escombro y Fukuyama era promocionado como un intelectual respetable. Las policías de aquellos momentos, abocadas a la represión, no sufrieron grandes cambios estructurales ni funcionales desde entonces.
Al triunfo de Hugo Chávez en 1999 le sucedería una época de auge de los populismos latinoamericanos, que en mayo de 2010 se exhibirían como una nueva etapa regional en los festejos del Bicentenario en Argentina, con la nueva UNASUR en pleno esplendor. La apuesta del exterminio planificado del Plan Cóndor había fracasado, y los movimientos populares habían construido estrategias democrático-electorales eficientes y ganadoras en varios países. Solo Chile y Colombia mantenían un sistema político “ideal”, donde todos los partidos y coaliciones con chances de acceder al gobierno profesaban confesamente el credo neoliberal.
La situación resultaba un mal ejemplo y el bueno de Obama, el líder blanco de piel oscura de Chicago, tenía prevista una batería de estrategias para volver a poner a los gobiernos de la región en “su lugar”: el alineamiento con el Departamento de Estado y el sometimiento al orden económico global neoliberal. El lawfare, las fake news, el big data, el oenegismo de la transparencia y el rol político de la policía provienen de esas ideas, procesadas en el Center for American Progress para “protegernos” de populismos y nacionalismos autoritarios diversos.
El rol policial como condicionante de las democracias populistas ya lleva varios capítulos de éxitos y fracasos. La primera crisis importante de este tipo cumple 10 años a fines de septiembre. Por entonces, en Ecuador de 2010, una protesta policial contra una ley salarial amenazó con convertirse en una interrupción democrática. La rápida intervención de la UNASUR sofocó el intento y ratificó el apoyo continental a la democracia ecuatoriana, en cabeza de su entonces presidente, el hoy proscripto, lawfare mediante, Rafael Correa.
El avance del intervencionismo en la región, de la mano de la persecución, proscripción y destitución de gobiernos, debilitó fuertemente a la UNASUR; una rebelión policial en Bolivia, de características similares a la ecuatoriana, daría inicio y plafón al Golpe de Estado que derrocaría al gobierno legítimo de Evo Morales en noviembre de 2019.
Argentina y sus “malditas policías”
Tiempo después de la rebelión policial en Ecuador, nuestro país sufriría un episodio no tan distinto.
El 14 de noviembre de 2013, la “fase preparatoria” de la sedición policial cordobesa comenzaría a través de mensajes de texto, cuyos autores, cuatro días después y con la presencia de esposas y familiares en apoyo, lanzarían su proclama frente a la sede de la policía.
Pasarían varios días de organización conspirativa antes de que un centenar de policías estacionados en la sede policial de Barrio Cerveceros -en el sudeste de la capital cordobesa- realizaran un reclamo (ya claramente sedicioso) en la madrugada del 3 de diciembre de 2013.
Con el gobernador ausente de la provincia y el gobierno nacional no muy interiorizado de lo que sucedía, el conflicto se agudizó. En horas del mediodía, ya eran más de dos mil los efectivos acuartelados. De la Sota viajaba a Colombia por esos días, para asistir a un encuentro internacional de gobernadores.
En horas de la noche de aquel día, los saqueos y robos se multiplicaban en las calles, afectando a comercios y supermercados de distintos barrios, reviviendo la población las horas más trágicas del 2001.
Los hospitales de la ciudad no daban abasto ante la gran cantidad de personas ingresadas con heridas de armas blancas y de fuego, además de accidentados. Debido a la situación, se suspendió el transporte público y cerraron los bancos y las estaciones de servicio.
El “efecto Córdoba” se extendería rápidamente a veinte provincias del país, donde las fuerzas policiales entraron en paro y sedición. El efecto dominó de los saqueos se extendió ante la ausencia de policías y de respuesta política.
Después de cuatro reuniones y casi dos días de saqueos, violencia y destrozos, en el mediodía del 4 de diciembre José Manuel de la Sota anunció un acuerdo con los policías acuartelados, quienes volvieron a “patrullar” las calles.
La ausencia política y simbólica del gobierno nacional, enemistado por entonces con De la Sota, sería una mochila llena de piedras para el peronismo nacional que llega a estos días. Los magros resultados electorales desde entonces, a pesar de tener hace muchos periodos provinciales un gobierno justicialista “a la cordobesa”, son atribuidos -por muchos analistas- a aquellos episodios.
El que fuera Secretario de Seguridad de la Nación en 2013 es el mismo que hoy gestiona el Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. Imputado en mayo de 2019 por la fiscal federal N°3, Graciela López de Filoñuk, por la falta de asistencia a la Provincia de Córdoba durante el amotinamiento de policías en diciembre de 2013, fue protagonista de otra revuelta policial bajo su mando en estos últimos días.
Aquí y ahora
La semana que terminó mostró dos episodios de preocupación ciudadana, protagonizados por las policías de Colombia y de Argentina.
En Colombia, la prepotencia policial se cobró un muerto por los golpes recibidos. Javier Ordoñez, abogado, 45 años.
La reacción popular se extendió masivamente, quemando los manifestantes más de 50 destacamentos policiales en la capital colombiana, con 14 muertos cuanto menos, producto de la represión que se dio como respuesta. Colombia, ese país tan elogiado por analistas interesados, ostenta el mayor número de magnicidios, una lista iniciada en abril de 1948 con el asesinato del casi electo presidente de entonces, Jorge Eliacer Gaitán.
La Policía colombiana, a diferencia de los que sucede en otros países latinoamericanos y en gran parte del mundo, es una institución de carácter militar. Presenta atribuciones policiales, pero maneja privilegios referidos a tribunales militares de juzgamiento, lo que imposibilita a la justicia ordinaria de intervenir en la investigación y valoración para juzgar su comportamiento. La reguera de violencia política y muerte que asola al país cafetero desde hace más de 70 años indica que este formato institucional no parece ser una alternativa a considerar.
En Argentina, el gravísimo desborde policial de la semana que pasó contó con rápidos reflejos del presidente Alberto Fernández, quien decidió intervenir de modo directo, entendiendo que más allá de la característica eminentemente provincial del ilegal reclamo de los uniformados bonaerenses, el efecto contagio y la vocación intolerante de la dirección de la oposición macrista hubiera producido una crisis de dimensiones imprevisibles, en un escenario de fragilidad sanitaria, social y económica.
La actitud presidencial tuvo un claro contenido político de apoyo al Gobernador Kicillof, además de respuesta institucional dirigida a calmar las ansiedades de la población que habita el territorio donde se registra el mayor respaldo político y numérico al Frente de Todos.
El fantasma de las similitudes con los acontecimientos que derivarían en el golpe de estado a Evo Morales antes descripto encendió luces rojas en Olivos. El recuerdo de las consecuencias, aun irreparables políticamente, de la ausencia del gobierno nacional ante la revuelta policial de Córdoba en 2013 hizo el resto. El Gobierno de Alberto Fernández tomó a su cargo la resolución de la situación.
Ese recuerdo, sumado al aprendizaje de aquellos días, incidió en la actitud de Fernández al decidir trasladar el conflicto desde la ciudad de La Plata hasta el interior de la Quinta de Olivos por su propia voluntad, y ofrecer asistencia financiera de las arcas nacionales -y no de las de la ciudad autónoma de Buenos Aires, como algunos informaron erróneamente- hacia la Provincia de Buenos Aires.
Esta decisión valiosa y positiva del presidente Fernández, cuestionada insólitamente por el Intendente de la Ciudad de Buenos Aires, autodenominado Jefe de Gobierno, puso nuevamente luz sobre el siempre viejo y meneado asunto de la seguridad y del federalismo.
La estructura de seguridad de la República Argentina tiene fuerzas federales, fuerzas provinciales y, desde la recordada gestión de Daniel Scioli en la Provincia de Buenos Aires, fuerzas municipales.
Las diferencias salariales y la falta de coordinación entre jurisdicciones es un problema que agrava aún más la escuálida fortaleza institucional donde se da este debate.
Los recursos hacen a las políticas públicas. Sin ellos, las estrategias de seguridad tienen la misma influencia que la publicación de material de lectura sobre el tema en cuestión.
Son muchos los gobernadores que cuestionan la aglomeración de recursos por parte de la Nación que, estiman, son de las propias jurisdicciones, y deberían usarse para financiar políticas de seguridad provinciales. La ley vigente, nunca actualizada a pesar de la manda constitucional de 1994, efectivamente establece que el 34% del total recaudado debe ser coparticipado a las provincias.
El porcentaje actual que se coparticipa, como resultado de calcular la coparticipación sobre el total recaudado, incluye lo que proviene de la seguridad social. El porcentaje puede calcularse de diferentes maneras, pero la cláusula que rige el cumplimiento de la garantía del 34% (art. 7 de la Ley 23.548), no incluye los recursos pertenecientes a la seguridad social, sólo aquellos recaudados por la Administración Central.
Más allá de esta justificación del Estado Nacional, el porcentaje de la recaudación que se coparticipa es bastante más bajo hoy que en los olvidables ’90. Esto se debe a que los impuestos que más crecieron no son coparticipables, lo que se tradujo en un ascenso mayor de los recursos tributarios del Estado Nacional respecto de los provinciales. En 1997, se coparticipaba el 53% de los recursos fiscales existentes por entonces. Hoy la cifra está muy lejos de aquello.
Es impensable mejorar las políticas de seguridad sin discutir el federalismo fiscal y la administración de recursos, teniendo en cuenta la estructura securitaria que tiene la República Argentina. En muchas fuerzas policiales, con salarios magros y agentes endeudados por mecanismos de exacción financiera planificada, es casi imposible exigir mejores comportamientos que los actuales.
Suponer fuerzas policiales nórdicas con salarios africano es un ejercicio intelectual de un voluntarismo supino, que supone muchas veces que solo la falta de “educación democrática” es lo que motiva los erráticos y muchas veces cuestionables comportamientos policiales.
Las policías serán buenas para la democracia cuando la democracia sea buena para con las policías. No se pueden tolerar comportamientos sediciosos, pero tampoco se puede ser complaciente con el actual orden de cosas.
La exigencia de obligaciones mayores para con las policías debe ser contemplada, incluyendo una mirada crítica sobre la pauperización de sus ingresos salariales.
No permitir sediciones y amenazas es tan importante como no generar excusas para que los golpistas de ayer y de hoy tengan un campo donde accionar.