Pequeños actos de autohumillación

Aguardientes. Segunda temporada.

Puede uno alimentar soberbias. Un mundo tan pletórico de ramplonería, estandarización y veleidades subidas a caballos de calesita hacen que una frase al acaso, una milonga (como diría Dolina) o cualquier ocurrencia de bar genuino, luzca en la estepa intelectual del nuevo siglo como una llamarada de genialidad tan inesperada como innecesaria.

Pero uno (el que puede alimentar soberbias) sabe que no le dan los trancos para una carrera tan desigual. Por eso, acto fallido pero que no falla a la hora de hacerte recordar cómo va el partido, siempre terminás recordando a coscorrones.

Faltaban dos mil metros para que llegara yo a la “Facu” entre sueños y ensoñaciones hamacadas por la amortiguación de la combie. Parpadeé, registro del dominio de un sueño avasallante que creía dominado, y a la apertura del ojo de mirar me encontraba yo quinientos metros más allá de mi destino. Me paré, más torpe que presuroso, y al cabo de mi esfuerzo bajé mil quinientos metros delante de lo que era el inicio de un lunes de mañana.

Empecé el retorno después de cruzar a la otra mano con el riesgo de aplastamiento que puede sufrir un cuis en la panamericana. Camisa liviana, morral cruzado al pecho (pero apoyado en esta panza que no se resigna a mis almuerzos), anduve de Kung Fu itinerante de la Juan XXIII por algo más de medio kilómetro. El rocío en el paso y en la tierra se fueron comiendo mis zapatos.

Los cinco aparecieron detrás de una tranquera. El más chico comandaba el operativo erguido sobre cuatro patas chuecas, blancas y menores. Los otros ladraban más de lo que operaban en esa jauría Brancaleone más dispuesta a joder que a comerse el objetivo.

Nunca temí a los perros, aún cuando pueblan mis pesadillas. Me divierten sus bravuconadas de enanos en patota y conozco los recursos de defensa con tanta precisión como si se tratase de una obra de teatro. Me agaché brusco amagando el armarme de una piedra inexistente. Siempre resulta, huyen despavoridos, nunca sabré si como parte de la farsa. Pero en el exceso gestual, o en el exceso de peso y de volumen, la agachada reventó las costuras de mi pantalón allí en donde la cultura ha localizado la vergüenza.

El rajón sonó a trueno y definió la estampida de perros.

Flojo en la entrepierna seguí el camino abochornado. Un triunfo a lo Pirro, me dije, mientras convertía mi andar habitualmente abierto y gauchesco en una filigrana de compadrito apretada del 900.

Cuando llegué al diario, un amigo de toda la vida, que tiene una mirada social sobre el atuendo me señaló los zapatos. Parecía que había corrido la final de los pantanos australianos.

Una amiga, en cambio, abrió la ternura sobre el gil desprotegido con dos palabras de aliento.

El crimen no paga, me dije. La autohumillación en cambio curte, purifica, carmatiza y te deja consuelos de chupetín.

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