En su libro sobre los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt se pregunta por las condiciones de posibilidad y los principios de acción que rigen un gobierno totalitario. Con acertada astucia, arriba a la conclusión de que el nazismo y el estalinismo radican en el ejercicio de un terror coactivo imbricado a un principio de acción donde prevalece una premisa ideológica (la “superioridad” de cierta raza o el ascenso “predeterminado” de cierta clase social). Arendt aporta una idea para entender las condiciones de posibilidad de semejante forma de dominación política: el totalitarismo tiene tras de sí el desierto de un aislamiento social, su emergencia está atada a la existencia de un tiempo donde hombres y mujeres vivencian un largo proceso de impotencia e incapacidad, siendo obturadas las capacidades políticas para la acción. El peligro radica, según la autora, en la delgada línea que separa al aislamiento de la soledad; es decir, entre una experiencia donde la impotencia para actuar se trasunta en otra donde el hombre siente el abandono de toda compañía humana.
Como sostiene la autora, la soledad es un vacío mucho más abarcativo de las relaciones humanas y se encuentra relacionada al desarraigamiento. Sentirse sólo significa no tener en el mundo un lugar reconocido y garantizado por los demás; una suerte de pulso constante de superfluidad que linda con el sentimiento de no-pertenencia. Un movimiento de ruptura con lo exterior común a todos; un momento de corte individual respecto de cierto marco de tradiciones, costumbres, instituciones, etc. Y la paradoja de este sentir, señala Arendt, es su perfecta compatibilidad con la posibilidad de adherir a una premisa ideológica: la única capacidad de la mente humana que no precisa de la compañía del yo ni del otro para funcionar con seguridad es la capacidad del razonamiento lógico (ninguna experiencia de soledad, por más absoluta que fuere, pervierte las normas elementales del tipo dos más dos es cuatro).
Estamos en el corazón del argumento arendtiano y al borde de una pregunta coyuntural, pues si la emergencia totalitaria se relaciona con la existencia de momentos donde las verdades socialmente aceptadas pierden su garantía o resultan vacías (lo que da lugar a otras líneas de pensamiento a priori descabelladas del tipo “la naturaleza selecciona razas superiores”); ¿hasta qué punto la soledad masiva es excluyente de una emergencia totalitaria? Es decir, ¿qué nivel de compatibilidad hallamos entre formas de vida aisladas o encerradas y formas de gobierno democráticas? ¿es posible pensar líneas de continuidad entre dictadura y democracia; y no sólo entre dictadura y totalitarismo?
Esta columna se erige contra todo intento de circunscribir la gran performance electoral de Javier Milei, las aparentes novedades consignatarias de La Libertad Avanza y expresiones como el abstencionismo electoral, dentro de una lectura que circunscriba el fenómeno al último trienio de la política argentina. Entendemos que 2001, como señala Pablo Semán, también parió una corriente que en los últimos años avanzó hacia posiciones beligerantes contra el Estado, las políticas redistributivas y las organizaciones sociales. Una corriente que durante el año 2008 se reactualizó como discurso de la gestión, de la administración o del empresariado, siendo el ascenso de Macri un efecto elocuente. Esa tendencia revitalizó una corriente profunda de desprestigio a la política que apuntaba más allá de formas de representación tradicionales y que, como señala María Pía López, se expandió como sospecha respecto de toda actividad que no tenga relación explícita con el dinero: la política podía acusarse de máscara encubridora de intereses oscuros o prebendarios (“son todos chorros”, la consigna del momento).
Lo interesante no es re-descubrir el inventario de críticas contra la “Casta”, sino repasar aquel fondo condicionante que atravesó tanto al discurso oficial del kirchnerismo como de otras narrativas políticas que participaron en las discusiones de una época: el intento kirchnerista de reconstituir un orden dañado de muerte por la dictadura y el menemismo se fraguó en un estado de profunda despolitización y extendida desconfianza hacia la vida pública. Su búsqueda por recuperar tradiciones (como el ideario peronista de los ´40) o reabrir el debate público en torno a cuestiones de lo más relevante, no fue suficiente para contrarrestar una cínica sospecha sobre la razón de la política. La reparación profunda a la que convocó (por ejemplo, mediante la reapertura de los juicios por delitos de lesa humanidad) no implicaba per se un entusiasmo compartido, una política expansiva de alianzas o una reflexión persistente que soldara la identificación con determinados símbolos. Por el contrario, las vidas de las mayorías populares y el conjunto de los símbolos solicitados estuvieron separados más de una vez.
En este último gran ciclo de experiencia democrática, cierto lente perdió de vista que múltiples formas de vida son perfectamente compatibles con una forma específica de des-politización: aquella que observa los símbolos de la política como algo que siempre pasa afuera. Ese lente puede ser la “grieta”, la “década ganada” o la “república perdida” … los símbolos de una casta a la que millones de sujetos sólo ven como mímesis. A esto debemos sumarle transformaciones profundas en la manera de autopercibirnos, socializarnos, vivir entre nosotros: el proceso de encerramiento, aislamiento y contagio por Covid-19 abrió una serie de cambios radicales, empezando por el rol determinante de las redes sociales en nuestras vidas (un quiebre que modifica el nervio e influye en cómo nos vinculamos). En algunas sociedades, además, el confinamiento de la vida cotidiana se empalmó con ciertos discursos anti sistema herederos de la línea anti política (siendo la experiencia Trump en EEUU o Bolsonaro en Brasil dos ejemplos de esa tendencia).
No resulta para nada azaroso que los críticos a la gestión pandémica del gobierno de Alberto Fernández la hayan llamado “infectadura”. Como si cierta memoria de algo que creímos olvidado se hiciera presente. Como si de golpe, volvieran ciertas prácticas y hábitos archivados: es la posibilidad de ver por última vez a un ser querido y no saber luego su paradero, la imposibilidad de despedirnos de un familiar o la búsqueda sin sentido de un cuerpo que ya no está. Es, tomando la metáfora de Pía López, el regreso de un tiempo que parió subjetividades, afectos y prácticas distintas. Es la última dictadura cívico-militar, que abrió un abismo donde el tiempo se cortó abruptamente y que a veces creemos superado, digerido; pero si observamos la escualidez para re-afrontar el tema, recapitularemos: después de 12 años de kirchnerismo, 4 de Cambiemos y un regreso peronista en versión Frente de Todos, es posible aún disputar sus sentidos. Como si los discursos pretendidamente políticos (los discursos por los derechos humanos, los discursos de la memoria, los discursos feministas, redistribucionistas, etc.) aún requirieran de otra maceración para expurgar el acontecimiento de desarraigo más importante de la Argentina moderna. Como si sus monedas fueran insuficientes para no aparecerse como el afuera de formas de vida aisladas (¿bajo qué razonamiento para un trabajador precarizado, conviviente en solitario frente a un crudo sistema, puede resultar un anzuelo la advertencia de “no votar a la derecha”?).
Resulta comprensible, en este escenario, que sea el anti progresismo un vehículo exitoso para comandar emociones. Su sentido es revertir el desarraigo… el aislamiento al que supuestamente nos condujo el desvío social encabezado por una “casta corrupta”. Su propuesta de reinventar ciertas estructuras perimidas (la del Padre frente al hijo, la del Maestro frente al alumno, la de las Fuerzas Armadas frente al proceso democrático), tiene la potencia esperanzadora de recuperar algún nudo comunitario. Erigiendo banderas de una dignidad perdida, Milei va en búsqueda de la regeneración moral de un “pueblo extraviado” (parábola similar a la del judaísmo ortodoxo que practica). Entre los fieles simpatizantes de La Libertad Avanza, el progresismo es acusado de englobar una representación vacía y peor aún, de promover una agenda cultural de derechos o teorías disparatadas que vela el verdadero deterioro material en la calidad de vida. Como señala Juan Elman, la consolidación de las redes sociales estuvo acompañada por el avance de una subcultura online anti progresista que mediante la construcción de narrativas en forma de memes o tweets, politizó la marginalidad y (en principio) la frustración de varones adolescentes. Un proceso que sería inverso y complementario al anterior: hijos buscando un Padre, personas hallando un sentido de pertenencia. Una soledad que se manifiesta, en la recordada definición de Octavio Paz, como la muerte de la Madre, como la pérdida del vientre materno.
Se objetará que todo esto no se corresponde con una ideología que defiende a ultranza las mieles del mercado. Responderemos, por el contrario, que la fusión entre nacionalismo conservador y neo liberalismo tiene claros antecedentes, siendo la última dictadura cívico-militar el más claro. Pero allende los caminos a que conduce discutir el sentido de propuestas como la dolarización, la entrega de vouchers para ir a la Universidad o el arancelamiento de los órganos; cualquier intento de abordar a Milei como fenómeno de redes sociales o como producto de una crisis económica, obtura las posibilidades de analizarlo dentro de un largo ciclo con continuidades, omitiendo que la vía libertaria viene calando en una lejana ruta (muchas veces lenta y de poco ruido), donde hay subjetividades cada vez más aisladas. Recordemos la advertencia de Arendt: la soledad es perfectamente compatible con la posibilidad de adherir a una premisa ideológica. Nadie debe sorprenderse a esta altura si millones de sujetos encuentran en una versión radicalizada del liberalismo una vía explicativa in abstracto a la condición que los angustia, así como respuestas integrales de solución a su futuro.
Esta es la tormenta de arena que no vimos venir. Arendt la identifica como antesala del totalitarismo, pero aquí la repasamos como huella palpable de procesos democráticos.Una tormenta que nace cuando la política no recorre los cuerpos y se abren escenarios de aislamiento trasuntados en sentimientos de soledad. Se visualiza no sólo en el crecimiento de la narrativa libertaria, sino en 11 millones de personas que se abstienen de ir a votar. También se visualiza en la abulia de la militancia peronista… afectada más que ninguna por la pérdida del vientre materno. Quizá sea momento, entonces, de revisar pasado y presente tomando aquella línea que nos deja Pía López: si los discursos pretendidamente políticos continúan sin interpelar las conciencias y los cuerpos contemporáneos de las mayorías (cuerpos mellados y nacidos de una experiencia de gran aislamiento como la dictadura), quedaran de un lado los discursos de expansión democrática y del otro las prácticas en las que reina la descomposición.