Quizá la esperanza tenga nido.
Acabo de ver, fragmentado, el encuentro que un Lanata desesperado por recuperar el número del oído mediático provocó entre Luis D’Elía y Fernando Peña la semana pasada.
¿Cómo hallo esperanza en tanta previsibilidad? No es por ganas sino por evidencias.
Yo sabía que Peña es un ignorante armado de los peores prejuicios. Tomé cuenta de su pobreza intelectual hace ya unos años, cuando lo veía cerca de ciertos descubrimientos pero nunca dispuesto a zambullirse en los mares de realidad que se los realizara. Lo vi paladear los resultados de una transgresión módica, transgresión de living, rebeldía contra una pobreza existencial propia pero nunca nada más. Jamás alguna cosa que lo trascendiera, que lo usase para hablar de algún destino más allá de él, torturado espíritu de niño criado en un palier.
También sabía que ese chico a Luis no le podía durar más de un round, independientemente de que el obeso referí se distrajera a la hora de contar en las caídas o apurase el break cuando su favorito se las veía color de hormiga. La diferencia era mucha. Un militante político y social, en una Argentina en dónde los patrones modelares son regidos por la máquina mediática concentrada de consagrar, solo consigue rivales virtuales cuando se los dan.
Siguiendo con la metáfora boxística, Clay estaba peleando contra un paquete.
El sistema solo nos puede poner falsarios o pobres espantajos como Peña a la hora de dar batalla franca. Por eso rehúyen el combate toda vez que pueden.
Y he aquí la razón seminal de la esperanza: a pesar de todo, si nos dan un cachito de cancha en dónde jugar, la verdad del pueblo tiene que ganar, porque se trata de una verdad que tiene el interés de todos.