En un pergamino de cuero, Juan de Garay dibujó la planta urbana de la ciudad que intentaba resucitar a orillas del Río de la Plata. La traza registraba dieciséis cuadras frente al río y nueve perpendiculares.
A cada uno de los sesenta y cinco miembros de la expedición se le concedió un solar o una chacra. Es posible que los sesenta y cuatro varones y la única mujer del núcleo original hayan sentido en aquel momento cómo el desolado paisaje circundante revelaba en el cuero un futuro palpable y hasta promisorio.
Los terrenos, según la usanza hispana, tenían diez varas de frente, equivalentes a ocho coma sesenta y seis metros. Ni siquiera la imposición ulterior del sistema decimal pudo modificar esta tradición.
Ana Díaz, tal es el nombre de la primera porteña, recibió el predio número ochenta y siete, en el cual decidió instalar una pulpería. En el presente la localizaríamos con facilidad: estaba en Corrientes y Florida.
Hasta el año 1608 las casas se levantaban con adobe. Ese año se inauguró el primer horno de ladrillos y la aldea empezó a adquirir cierta consistencia. El primer puente de la ciudad se construyó en 1614.
Estaba cerca del molino de Hernán Suáres, cruzaba el arroyo Maldonado y se levantaba a la altura de la avenida Santa fe.
Pero ya en 1697 surge la primera casa suntuosa. El propietario era Manuel de Riglos y la vivienda se ubicaba en la actual calle Arenales entre Maipú y Esmeralda. Tenía treinta y nueve salas. Cuatro de ellas tenían capacidad para doscientas personas.
Hubo que esperar hasta 1780 para disfrutar de la primera cuadra empedrada. Los adoquines venían de la Isla Martín García y el segmento privilegiado fue la calle Bolívar entre Hipólito Yrigoyen y Alsina.
Resulta tentador continuar con esta enumeración de distintos hitos en el crecimiento de Buenos Aires. Pero impresiona más registrar la dinámica asombrosa que transformó la aldea modesta y maloliente de 1580 en una metrópolis que, a medida que pasaban los años, insistía en diferenciarse de sus pares continentales para emperrarse en ser un reflejo de las capitales europeas. El intento no era malo en sí mismo. El problema estaba en la necesidad de forjar para ese hábitat una identidad y una calidad de vida que pudiera ser disfrutada por sus ciudadanos.
Fuera de un par de virreyes con iniciativa y la voluntad de urbanista asumida por el endeudador Rivadavia, los grandes transformadores del espacio macro porteño fueron Torcuato de Alvear y Mariano de Vedia y Mitre.
Lo cierto es que las ciudades adquieren su espíritu, su esencia, a través de la mirada que lee y decodifica la interacción de palacetes y monumentos con el ingrediente de humanidad para el que fueron levantados. Y aunque esas criaturas aparentemente inmóviles, los edificios, los monumentos y los paseos, encarnen la mirada soberbia y excluyente de las clases dominantes, en ellas se mueve una materia humana diversa y mestiza que una vez asomadas al paisaje “ajeno” ya se están modificando.
En algún momento existió el optimismo de pensar que a Buenos Aires le daba el cuero para satisfacer al mismo tiempo el recorrido que se le ofrecía a un príncipe y el trayecto dedicado a unos inmigrantes. Ese es uno de los ejes del libro de Francis Korn, “Buenos Aires, los huéspedes del 20”. Ambos circuitos nacen en el puerto, con el Príncipe se transita la Avenida Alvear, Palermo, la Plaza San Martín, la calle Florida, el Cabildo, la Plaza histórica, la Avenida de Mayo, el Congreso y enfilando por Callao se regresa a Palermo. A través del montaje literario de Korn, los inmigrantes sacan un pasaje ida y vuelta en tranvía. El itinerario es simple: del puerto al conventillo y del “convento” al barrio. Desde el barrio se reingresa a la ciudad propiamente dicha. En el territorio circundado de ambos viajes acechan a manera de rasgos exóticos los mendigos, las prostitutas y los anarquistas. Hay una visión optimista y hasta armónica de una ciudad en la que los actores humanos comparten una mezcla de sanidad y pujanza estimulada por las promesas de una movilidad social ascendente.
En sus agudas miradas sobre Buenos Aires, Adrián Gorelik rescata un texto de Mario Bravo escrito en 1917 donde la perspectiva es otra:
“Tenemos una ciudad seccionada en dos partes: la ciudad del norte y la ciudad del sur; la ciudad de los barrios ricos y la ciudad de los barrios pobres; las calles bien iluminadas y las calles sin luz; la ciudad higiénica y la ciudad que recibe tardíamente los beneficios de la limpieza pública.”
Podríamos saltar desde aquí a la comprobación brutal que entre finales de los sesenta y la década del setenta se consolida la condición bifronte de la capital.
Si con la llegada masiva de la inmigración europea Buenos Aires alcanza esa singularidad que la diferencia de otras capitales latinoamericanas, con Perón se produce la no prevista incorporación del morochaje al capital humano porteño. El histórico conflicto nacional se reproduce y agudiza en el nivel local.
***
Para volver a nuestro enfoque sobre el Patrimonio, ha de decirse que desde hace décadas los grupos más lúcidos de la mirada social advierten la desaprensión de los sectores dominantes para la conservación de la historia. Su avidez por aumentar la rentabilidad de negocios consistente en adquirir terrenos y parir edificios sin otra guía que el lucro.
No faltará oportunidad de recuperar en estas columnas los prodigios patrimoniales preservados y los sacrificados impiadosamente. Pero nos basta esta breve presentación para concentrarnos en un conflicto presente, el cual hoy gana la calle como último recurso para que Buenos Aires no continúe languideciendo en una cruel agonía marcada por la codicia enfocada en contra de la memoria y de la prioridad de habitar una ciudad pensada para sus ciudadanos pero sin exclusiones.
Ocurre que la esperanza más palpable para no perder la ciudad consolidada con su diversidad, sus luces y sus sombras desde 1580, no está constituida solamente por la mirada buitresca de inversores y funcionarios, carentes de otro impulso que del afán de ganancia y la insensibilidad que generan el individualismo y la ignorancia.
Del otro lado, con distintas especificidades y proveniencias políticas diversas, hay una gran variedad de agrupaciones que son agudamente conscientes del momento clave que estamos viviendo.
Algunas de ellas (y disculpándome desde ya por las involuntarias omisiones) son el Observatorio del Derecho a la Ciudad, la Asociación Ciudadana por los Derechos Humanos, el Colectivo de Arquitectas, la Asociación de Vecinos del Bajo Belgrano, Vecinos unidos por Núñez, Encuentro en Defensa del espacio público y las otras muchas que trabajan para que esa criatura maravillosa que es nuestra ciudad no termine por extinguirse.
Todas estas voluntades confluyeron el 30 de octubre en la convocatoria a una marcha en defensa de nuestro amenazado patrimonio. La cita fue a las 16h en la Legislatura de la Ciudad, Perú 160. Todos los materiales vinculados al tema estuvieron centralizados en una página web elaborada especialmente: ”Se va Buenos Aires”.
Allí uno puede enterarse que de un universo de ciento cuarenta y un mil edificios que deberían haberse declarado patrimonio histórico de la ciudad, sólo el trece por ciento, o sea dieciocho mil quinientos, fueron protegidos. El resto espera su demolición.
Junto a estos datos, las organizaciones denuncian las irregularidades de los convenios urbanísticos, la falta de control de las edificaciones protegidas y los cambios de leyes y normativas que, junto a las prerrogativas de los especuladores inmobiliarios, garantizan un proceso de patrimonicidio cada vez más difícil de contener.
La movilización llevó a la sede del Poder Legislativo comunal una lista de demandas y propuestas:
“Control vecinal sobre los organismos que deciden sobre el patrimonio porteño y la planificación de la ciudad, la realización de una auditoría al Consejo Asesor de Asuntos Patrimoniales y a la Dirección General de Interpretación urbanística. También se exigen planes para vivienda social en patrimonio reciclado y ayuda efectiva a bares notables.”
En el mismo sentido se convocó a una muestra fotográfica sobre las viviendas ya demolidas o próximas a derribarse. Las iniciativas no se agotaron allí, de modo que la visita de la página y la presencia en la marcha son responsabilidades ineludibles para quienes comprendan que esa parte decisiva de nuestras vidas. La ciudad es el territorio que habitamos, no debe quedar en manos de los mercachifles del espíritu que tanto daño vienen haciendo. Los cuales están decididos a ir por más.
Todo lo enunciado es una razón más que suficiente para reducir, por esta vez, nuestra viciosa tendencia a historiar distintos perfiles de la ciudad. La razón no sólo es evidente sino perentoria: si seguimos permitiendo el saqueo, si no hacemos lo imposible para evitar que “Buenos Aires se vaya”, nuestras investigaciones y nuestra memoria tendrán el destino de un cómic distópico que sumará nuestros barrios a la evanescente geografía donde se apaga el nombre de la Atlántida.