Pasillos

Aguardientes. Segunda temporada.

Creyó que era insomnio, por eso ni siquiera le hizo la mínima referencia a su analista. Tampoco lo comentó con sus amigos ni dio datos a nadie que encendieran el alerta desde afuera, desde quienes no eran él y pudieran advertirle que algo extraño estaba sucediendo.

Cuando pibe, digamos los doce o trece años, había vivido una situación comparable. Despertar a eso de las cuatro de la mañana, quizá antes, y empezar a pasear la mente por unos pasillos cada vez menos angostos, pasillos en los que los seres de la novelería que engullía a diario, se paseaban sigilosos por la orilla misma de una historia que no había sido escrita. Malayos de Salgari, o britanos de armadura ruidosa, o los frufrús de los vestidos acampanados de una ella maravillosamente hermosa, caminaban esas ensoñaciones con creciente familiaridad, animando unos sucesos de los que él era mucho más que un testigo, como cuando la vigilia lo tenía como un simple lector. La intensidad de esas vivencias lo empujó a comentarle la situación a su padre, quien le dijo que era un pibe premiado por la vida con el talento de la gran imaginación.

Quizá la primera experiencia sexual, o el primer desengaño, no sabía qué, le habían clausurado esos andariveles que unían la vida cotidiana con ese mundo farragoso creado en el abandono de la conciencia.

Algo, tal vez pensar que nunca más habría de amar, tendió de nuevo los pasillos desde vaya a saberse desde dónde hasta los pies de su cama.

Igual que en esas noches fabulosas de la infancia en retirada, se despertaba sin sobresaltos y sin abrir los ojos a las cuatro de la mañana, quizá un poco antes. Durante semanas aguardó casi con anhelo alguna aparición, alguna figura encorvada, algún guerrero iroqués blandiendo un hacha de piedra. Pero nada sucedió. Creyó ver brumosas figuras en el fondo de uno de los pasadizos, pero terminaba sabiendo que se engañaba.

Más o menos arribado el invierno, con la extensión de la noche sobre la mañana, empezó sus incursiones. Cansado de aguardar que ocurriera aquello que tan fácilmente vivió de niño, comenzó a invertir el orden de las acciones. No sólo con la mente, sino con el propio cuerpo, se incorporaba en el éxtasis y avanzaba por las crujientes maderas de los pasillos que insinuaban un lugar extenso más allá de la pared del baño. Los primeros días lo hizo con resguardo, tratando de develar una identidad en las retorcidas brumas en las que se perdía el puente. Con el transcurrir de las experiencias diarias, sobre la cuarta semana se lanzó sin dudas a la exploración conciente. Tal vez haya sido después de ese fin de semana en que esperó una llamada de ella que jamás ocurrió.

Lo cierto es que el martes siguiente rompieron la puerta de su casa después de denunciada por una semana su ausencia de los lugares habituales. El departamento estaba vacío y la cama desecha. Ropa, papeles y documentos fueron encontrados en lugares lógicos de la casa, como si su dueño se hubiera tenido que ausentar imprevistamente. La única cosa inexplicable para los peritos fue la cantimplora de vejiga encontrada contra la pared que separaba la habitación del baño y los restos de un fiambre extraño yaciendo sobre el piso que, unos días después fueron reconocidos como de pernil de oso. Nada les dijo tampoco la innumerable cantidad de huellas diversas que adornaban ese muro como si se tratara de un patinado, un graffiti o una muestra de arte rupestre.

Nunca más se supo de él.

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