Para esperar la proclama

Episodio #37 de las “Memorias de un niño peronista”, de Teodoro Boot.

Contó De Santis que en Retiro fue él quien sacó los pasajes en una de las boleterías del Belgrano mientras Polo llegaba hasta los andenes sin cruzar el hall.

 

–No sé cómo hizo –dijo de Santis.

 

Nadie parecía prestarle atención. Emilio rompía un cajón de verdura para empezar el fuego con que haría el asado, mientras, en la sala, Friedman hablaba por teléfono con un misterioso don José. Y yo, recuperada mi condición de niño invisible, sentado entre las macetas con malvones, trataba de entender qué había pasado con mi tío Polo. Será por eso que no me costó mucho controlar la risa que me daba al mirar a De Santis, tan grueso y retacón que a veces parecía una pelota de futbol, metido dentro de un par de pantalones del gigantesco Emilio, enrollados varias veces en las bocamangas, y un pulóver que le llegaba hasta las rodillas, como si fuera el jumper de las chicas de los colegios de monjas.

 

Se ve que Friedman y Emilio ya sabían cómo había hecho Polo para llegar al andén, o no necesitaban de tantas explicaciones. Mientras yo dormía, ellos se habían pasado la noche en vela esperando noticias. No se veían de buen ánimo.

 

–Seguro lo ayudaron sus compañeros –dijo al fin Emilio.

 

De Santis retomó su relato. Subieron al tren, casi vacío, y se sentaron en un vagón para fumadores, aunque ninguno de los dos fumaba.

 

Un guarda venía caminando por el andén, se aferró a una de las dos manijas que flanqueaban las puertas y tocó un silbato. El tren se sacudió y como si se desperezara comenzó a ponerse en movimiento.

 

Imaginé la escena: el guarda ya estaba en el primer escalón y miraba hacia delante, haciendo pinta. Todos los guardas canchereaban subiendo al escalón recién cuando el tren se ponía en marcha.

 

Una vez que el convoy tomó velocidad, el guarda entró al vagón. Caminó a lo largo del pasillo. Al llegar junto a Polo, sin detenerse, le palmeó la espalda.

 

–Suerte, pibe.

 

–Chau, López –murmuró Polo.

 

A pesar de no tener calefacción, la temperatura dentro de los vagones era agradable. Las puertas iban cerradas y los vidrios de las ventanas estaban intactos. De Santis se adormeció. Dijo que si Polo no lo despertaba, habría dormido hasta llegar a Jujuy. O La Paz.

 

El ferrocarril Belgrano todavía llegaba hasta La Paz, Bolivia.

 

Eso sí: había que hacer trasbordo en Villazón.

 

Polo y De Santis no iban tan lejos. Bajaron en Florida Oeste.

 

–Veintidós minutos –comentó con satisfacción Polo luego de echar una mirada a su reloj.

 

Lo llevaba en el bolsillo delantero del pantalón, sujeto con una cadena a una de las presillas de la cintura. Era propiedad del ferrocarril, pero Polo no podía andar sin el reloj. Se sentía perdido.

 

En la estación los esperaba Carranza. Había sido camarero en el Belgrano hasta que, durante el verano, lo habían detenido en Simoca por llevar panfletos.

 

En el escalafón de los ferroviarios, camarero era el que atendía los camarotes.

 

El ferrocarril también tenía camarotes.

 

Dos años antes Polo nos había llevado a mí y a dos pascualitos de vacaciones de invierno a Córdoba, en camarote. Los camarotes se hacían dobles. Al levantar un panel de madera, quedaba convertido en una habitación con cuatro camas y dos lavamanos.

 

Los trabajadores del ferrocarril tenían enormes descuentos en los pasajes, con o sin camarote. Hasta los pagaban en cuotas. Aunque nadie pudiera creérselo, Polo nos hizo pasar por hijos suyos. Sus compañeros del ferrocarril, que eran el camarero y el guarda y el inspector que pasó a marcarnos los pasajes, lo cargaron durante todo el viaje.

 

Los privilegios de los trabajadores indignaban al doctor Rofo, que era democrático. Y al diariero Miguel, que era socialista.

 

Ni democráticos ni socialistas, los panfletos que le habían encontrado a Carranza en la estación Simoca, eran peronistas. Y estaban prohibidos, claro. La policía lo detuvo y dos agentes lo custodiaron en el trayecto de regreso a Buenos Aires, pero se les escapó en Tucumán y desde entonces estaba prófugo.

 

Esa noche había pasado por su casa, muy cerca de ahí, en Boulogne. Y cenado con su mujer y sus hijos.

 

Elena, María Eva, Juan Nicolás, Carlos Alberto, Berta Josefa, Julia Renée. Así se llamaban los hijos de Carranza.

 

Se despidió de todos y al salir, llamó a la puerta de un vecino, también compañero del ferrocarril. Era un hombre alto, musculoso, casi en los cuarenta años. Ahora estaban juntos en el andén de la estación Florida, esperando a Polo y al hombre misterioso que hablaba con Perón.

 

Sin que ninguno de los muchachos del bar, ni del barrio, ni él mismo, ni nadie de la línea de ómnibus en que trabajaba lo hubiera advertido, De Santis se había convertido en una verdadera leyenda, la leyenda del hombre que hablaba con Perón. Ni los peronistas ni yo estábamos dispuestos a creer que quien llamaba por teléfono a De Santis era Pepe Arias, de manera que las razonables objeciones de mi viejo no tenían la menor importancia.

 

Mi viejo era un escéptico que ni en Dios creía, así que imagínense si iba a creer en Perón. Toda la fe de mi viejo estaba depositada en Distéfano, Pederzoli y Nappe, la Santísima Trinidad del mediocampo.

 

En el andén de la estación Florida Oeste, Carranza presentó a su amigo:

 

–Francisco.

 

Polo y Francisco se estrecharon las manos.

 

–Quique –dijo Polo.

 

Polo no se llamaba Quique ni Enrique ni nada parecido. Según me vine a enterar tiempo después, esos eran apodos que se le ocurrían a Velázquez.

 

Para Velázquez, que tampoco se llamaba Velázquez, María Elena no era María Elena, ni señorita Márquez. Para Velázquez, María Elena era Porota.

 

Debían probar en esos años a decirle señorita Porota a la maestra de cuarto grado.

 

Así que Polo ahora era Quique. La transformación tuvo lugar no bien pisó el andén de la estación Florida Oeste y estrechó la mano de Francisco, el amigo de Carranza.

 

Después, tomó a De Santis del brazo.

 

–Este es el hombre.

 

Carranza y Francisco lo semblantearon, saludándolo con ostensible respeto. Contó De Santis que sintió mucha vergüenza.

 

En parejas –Carranza y su amigo adelante, Polo y De Santis atrás– separadas por una veintena de metros, se dirigieron hasta el final del andén y pasaron al otro lado de las vías. Caminaron seis cuadras por Yrigoyen y cruzaron Franklin. Carranza se detuvo ante una casa con dos portoncitos celestes. Ambos daban a un mismo jardín.

 

–Es acá –susurró.

 

Entró por el portón de la derecha, seguido por Francisco. Esperaron la llegada de Polo y De Santis. Después de atravesar el jardín, los cuatro avanzaron en fila india por un largo y estrecho pasillo. Al final, detrás de una puerta, se escuchaba el bullicio de una desordenada conversación.

 

–¿Pero cuántos hay ahí adentro? –se asombró Polo.

 

Carranza se alzó de hombros y tocó a la puerta.

 

Les abrió un hombre alto, flaco, de abundante cabellera negra. El dueño de casa.

 

–Pasen.

 

Debía haber como quince, nos dijo De Santis. Algunos jugaban a las cartas. Otros conversaban. Y había quienes, cada tanto, cambiaban la sintonía de la radio. Estaba a todo volumen. Pronto empezaría la pelea por el título sudamericano. Y pronto habría noticias.

 

Muy cerca de ahí, en Campo de Mayo, un grupo de oficiales y suboficiales del ejército, al mando de los coroneles Ibazeta y Cortínez, esperaba la señal para iniciar el levantamiento.

 

La señal para iniciar el levantamiento era una proclama que el teniente coronel José Albino Irigoyen, ingeniero militar y especialista en comunicaciones, interrumpiendo la transmisión de la pelea por el campeonato sudamericano de los medianos entre Eduardo Lausse y el chileno Humberto Elías Loayza, emitiría por radio desde la torre de la escuela técnica Salvador Debenedetti, en Avellaneda.

 

El señor Salvador Debenedetti no tenía la menor relación con la educación técnica ni, mucho menos, con las proclamas revolucionarias. Había sido el arqueólogo que restauró el Pucará de Tilcara, una fortaleza construida por los omaguacas en los faldeos de un cerro que se alza junto a la confluencia de los ríos Grande y Guasamayo, en la Quebrada de Humahuaca.

 

“Humahuaca” es una de muchas formas de decir “omaguaca”.

 

Ni yo ni la mayoría de los educandos argentinos tenía la menor idea de los omaguacas ni de lo que podía ser el Pucará de Tilcara ni había oído hablar de ninguna escuela técnica de Avellaneda, de los ríos Grande y Guasamayo ni, mucho menos, del arqueólogo Salvador Debenedetti. Más atención hubiéramos prestado de haber sabido que, además de restaurar el Pucará de Tilcara, como presidente del Centro de Estudiantes de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires, en 1902 Salvador Debenedetti había inventado el Día del Estudiante.

 

De todas maneras, en prueba de nuestra condición de esclavos del sistema educativo, los alumnos primarios no celebrábamos el Día del Estudiante con pic-nics en el Rosedal de Palermo, sino que, diez días antes, habíamos tenido que sobrevivir a los soporíficos discursos que la señorita Campostrini leía en el patio de la escuela 24 del distrito escolar 17 conmemorando la muerte de Domingo Faustino Sarmiento.

 

Domingo Faustino Sarmiento había sido el padre del aula divulgador del apotegma que por esos días repetirían hasta el cansancio el doctor Rofo, el diariero Miguel, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati: “La letra con sangre entra”.

 

Salvador Debenedetti tampoco tenía la menor relación con Domingo Faustino Sarmiento. Hijo de un inmigrante italiano que consiguió montar una fábrica de soda, había nacido el 2 de marzo de 1884 en la curva de la calle Paláa, partido de Barracas al Sur, en el mismo sitio en el que luego se alzó la escuela de educación técnica que todavía hoy lleva su nombre.

 

Existe cierta remota lógica en que una escuela, por más técnica que se pretenda, lleve el nombre de un arqueólogo si ese arqueólogo había nacido en ese mismo solar, pongámosle, en el mismo sitio en que más tarde funcionarían el taller de electromecánica o el aula de segundo año. Más difícil es comprender por qué en 1904, exactamente 20 años después del nacimiento del arqueólogo Salvador Debenedetti, el partido de Barracas al Sur fue rebautizado con el nombre de un ex presidente nacido en Tucumán y fallecido en alta mar, que jamás en su vida había pisado Barracas al Sur.

 

En ese momento el teniente coronel José Albino Irigoyen, ingeniero militar y jefe del Batallón de Comunicaciones de City Bell, y el capitán Jorge Miguel Costales no se hacían ninguna de estas preguntas: seguidos de varios civiles irrumpían en dependencias de la escuela técnica.

 

–¿Usted es peronista? –preguntó Irigoyen al portero del establecimiento.

 

–Socialista –respondió el portero.

 

–Carajo –murmuró Irigoyen, seguramente sospechando, como había empezado a sospechar yo, que fuera de mi tío Polo, María Elena, Velázquez y –a esa altura no tenía más remedio que admitirlo– yo mismo, los peronistas jamás habían existido.

 

Irigoyen advirtió que el joven Rubén Mouriño, contrariando las órdenes paternas, aún permanecía en la escuela.

 

–A ver, vos, pibe –ordenó Irigoyen–. Subite a esta torre y colocá la antena.

 

Hasta pocos minutos antes, el joven Rubén Mouriño había esperado en la esquina de avenida Mitre y la calle Vélez Sarsfield la camioneta con la que iría a buscar un radiotransmisor. Debía llevarlo hasta la escuela técnica de Avellaneda.

 

–Le llevás el trasmisor a Lugo y te vas –le ordenó Miguel Ángel, su padre, mirándolo fijamente como para que le quedara grabado el “te vas”.

 

Junto a Miguel Ángel Mouriño, Fermín Jeanneret, Aldo Emil Jofré, Román Salas y Osvaldo Albedro, un par de meses antes el paraguayo Dante Hipólito Lugo había sido uno de los creadores del comando que, a propuesta de Mouriño, bautizarían “L113”.

 

Rubén Mouriño tenía quince años y era la primera vez que participaba de un movimiento revolucionario. Miguel Ángel, principal impulsor del misterioso comando, tenía poco más de 40 años y también era nuevo en eso de formar parte de un movimiento revolucionario.

 

El movimiento revolucionario era el que los generales Juan José Valle y Raúl Tanco pondrían en marcha esa misma noche cuando el transmisor ubicado en la escuela técnica Salvador Debenedetti emitiera la proclama revolucionaria que esperaban escuchar algunos de los que se habían reunidos en la modesta casa de la calle Yrigoyen.

 

¿Pero cuántos de esos sabían que había una revolución? –pensó De Santis.

 

–Acá hay de todo –dijo que murmuró el tío Polo, que había dejado de ser Polo y ahora era Quique.

 

–¿Qué hacemos?

 

–Ahí está Gavino –dijo Polo, sin contestarle y apartándose de su lado para ir al encuentro de otro cuarentón, atlético, pero de menor estatura que Francisco.

 

¿Quién carajo será Gavino?, se preguntó De Santis, antes de recordar que se lo había escuchado nombrar a Velázquez. “Yo vuelvo a Santa Fe, a poner sobre aviso a los muchachos –había dicho Velázquez– mientras usted –ese era De Santis– y Quique –De Santis todavía no sabía que Quique era Polo, así que había tratado de ubicar al tal Quique, sin éxito, en la sala de Emilio– se encargarán de buscar a Marcelo y a Gavino”.

 

Polo ya había llegado junto a Gavino

 

¿Qué mierda pasa acá? –preguntó Polo, a media voz.

 

Gavino meneó la cabeza.

 

–Me parece que no pasa nada. Al menos esta noche.

 

¿Pero quiénes son todos estos?

 

–Qué sé yo. A algunos ni los conozco. Otros vinieron de visita, a jugar a los naipes y escuchar la pelea.

 

Dijo De Santis que Polo parecía muy contrariado. Y estaba furioso.

 

–Este Torres es un inconsciente.

 

Torres era el dueño de casa.

 

¿Qué querés que haga? ¿Que les diga “Váyanse, estamos por hacer una revolución”? Además, si no pasa nada, no hay peligro para nadie.

 

Es verdad, pensó De Santis. Si no pasa nada, ¿qué problema puede haber?

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