La leche de la clemencia

Episodio final de las “Memorias de un niño peronista”, de Teodoro Boot.

No le conté a nadie que al tío Polo le habían pegado un tiro arriba de un camión de la policía. ¿Cómo había hecho para enterarme? sería la pregunta que me sabía incapaz de contestar.

 

¿Creen que podía decir, lo más campante, que se lo había escuchado contar a De Santis en el patio de la casa de Emilio, sin que mi vieja se sacara la chancleta y me corriera alrededor de la mesa de la cocina, como cada vez que me mandaba alguna macana?

 

Y al fin de cuentas, ¿quién era De Santis para saber qué había pasado con Polo? ¿Quién podía creerle a un chofer de ómnibus que alquilaba una pieza en la casa de doña Carmen y no servía para otra cosa en la vida que para gastarse el sueldo en las milongas del centro? ¿Qué sabía De Santis de algo que no fuera manejar un Mack de 41 asientos si ni siquiera había podido contestar una simple pregunta al jefe de policía de la provincia de Buenos Aires?

 

¿De qué tango querría saber ese tipo?, seguiría preguntándose De Santis durante ese triste domingo de junio.

 

Para mi vieja, mi tía, mi tío Rodolfo, mi viejo y los muchachos del bar nada parecía haber cambiado; Polo seguía tan presente o ausente como lo había estado desde que se convirtió en lobizón y, tras saltar la medianera, se perdió más allá del patio de don Santiago.

 

Tampoco yo estaba muy seguro de que De Santis hubiera contado la verdad. Por algún motivo, algo dentro mío me decía que nada de eso podía ser cierto y que De Santis se lo había inventado. Porque, al fin de cuentas, ¿dónde estaba el cuerpo de Polo?

 

Con los años, aunque siempre en cuentagotas, el que quisiera saber qué había ocurrido acabaría por enterarse de que esa madrugada varios tipos que estaban escuchando la pelea en una casita de Villa Martelli serían asesinados en un basural de José León Suárez por orden del jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires. Si hasta se terminaría por conocer sus nombres. Pero el de Polo no estaría entre ellos.

 

Y si no estaba entre los muertos, debía ser porque seguía vivo.

 

Fue así que, aunque nunca pude sacar de mi mente la imagen de mi tío derrumbándose sobre sus piernas mientras una mancha oscura crecía sobre su pecho, tan nítida y clara como si la hubiese registrado con mis propios ojos, todavía me sorprendía con la vista clavada en la curvita de Arregui esperando su aparición.

 

“Cuando se asoma alegre el sol / sobre los campos del Talar” tarareaba, de pie entre los conejos, que saltaban a mi alrededor.

 

No, nadie sabía qué había ocurrido con Polo, pero algo parecía haber cambiado, imperceptible, leve, tan tenue y ligero como una fugaz corriente de aire que súbitamente, cruza una habitación.

 

El tío Rodolfo se veía más apagado y distante, por ejemplo. Y el diariero Miguel, más hosco y malhumorado que nunca antes. Hasta parecía desinteresarse de las enseñanzas del doctor Rofo.

 

–Los jerarcas del régimen nefasto han provocado un nuevo día de duelo nacional, un nuevo derramamiento de sangre argentina –había dicho el doctor Rofo cuando reapareció por el bar tras un par de días de ausencia–. Sepan, señores, que, desde el exterior, el verdadero culpable ha preparado y subvencionado este cuartelazo, afortunadamente abortado.

 

–¡No me hable del cuartelazo! –exclamó el Pelado.

 

–Le hablo, señor, porque la cruel tiranía totalitaria jamás volverá a ensombrecer la vida argentina.

 

–¿Qué pasó ahora, dotor? –preguntaron a coro Carlitos y Alberto Culacciati.

 

–Que una vez más el ex dictador ha llevado a la muerte a muchos de sus corifeos y ha provocado episodios de lucha civil. Pero guarden tranquilidad y confíen en la ley, pues esos que pretendieron tomar de sorpresa al gobierno para maniatar otra vez al país, carecían de fuerza para cumplir su cometido y de ideales de validez moral para luchar contra esta nueva era de libertad y democracia.

 

Advirtiendo que el Mudo arrojaba, displicente y escéptico, el pucho de su Particulares fuertes en la salivadera, el doctor tomó aire y prosiguió en tono apasionado:

 

–Ahora todos saben que nadie intentará alterar el orden sin riesgo de vida. En materia política es evidente que los argentinos necesitaban aprender que la letra con sangre entra.

 

Extrañamente, nadie festejó sus palabras, ni el Pelado, ni Carlitos y Alberto Culacciati, ni mi tío Rodolfo, ni Pablito Serún, que había quedado loco en la guerra. Ni siquiera el diariero Miguel, que era socialista.

 

Esa sería una de las últimas tardes en que el doctor nos honraría con su presencia, pero yo todavía lo ignoraba.

 

Tampoco sabía que, en América Ístmica, Perón no estaba a punto de abordar ningún avión negro, de manera que, día tras día, a pesar del frío, seguiría subiendo a la terraza a esperarlo.

 

Las calles amanecían cubiertas de escarcha, las cunetas y los charcos estaban helados. Había días en que mi viejo debía salir al patio a golpear el caño de agua con un martillo. Más le hubiera valido un soplete, pero o a mi viejo nunca se le había ocurrido o no tenía soplete.

 

La mayoría de los chicos, y las madres, las tías y las abuelas, tenían sabañones.

 

Debe haber sido un par de días o una semana después, un sábado o domingo en que me había quedado en lo de mi tía y luego de darle de comer a los conejos, leía un Intervalo sentado al sol en la escalera que llevaba a la terraza, cuando escuché un chistido. Miré a mi alrededor sin ver a nadie. Por el frío, mi vieja y mi tía tomaban mate en la cocina prendidas a un radioteatro.

 

Después de unos segundos, escuché otro chistido y un ansioso: “Pibe, pibe”.

 

No reconocí la voz, pero era indudable que venía del patio de don Santiago, del otro lado de la medianera. No era la de don Santiago, que, además, era español y antes de decirme “pibe” se cortaba la lengua.

 

Trepé a la medianera y me asomé al patio. De Santis, sudoroso y agitado, me miraba implorante.

 

–Dame una mano –siseó.

 

¿Una mano? ¿Cómo? Si De Santis creía que yo podía ayudarlo a saltar la medianera, significaba que se había vuelto loco.

 

–Dale, rápido –urgió–, antes de que aparezca el gallego o se aviven los botones.

 

No sabía de qué botones hablaba De Santis, pero el gallego era don Santiago, a quien no le haría ninguna gracia encontrar un desconocido en su patio. Entendí la urgencia de De Santis.

 

–¿Cómo hago?

 

–¿Tu tío no tiene una escalera?

 

Había una en la terraza, pero era altísima y seguramente tan pesada que yo no podría con ella. Pero en la terraza había algo más: los canastos de alambre para el vino. Sin las botellas, eran relativamente livianos.

 

Tratando inútilmente de impedir que los conejos bajaran al patio a comerse los malvones y acabaran en una cazuela con papas y arvejas, fui bajando los canastos y pasándolos al patio de don Santiago, donde De Santis los apiló, hasta que subido sobre ellos, tuvo alguna chance de trepar a la medianera.

 

Pasó la pierna y permaneció unos segundos tendido sobre la angosta pared, respirando pesadamente, hasta que cayó, por suerte, hacia el patio de mi tía. Y, lo más importante, sin derrumbar la pared.

 

Se debe haber hecho daño, pero estaba tan asustado que no sintió el dolor ni el cansancio: recorrer la cuadra saltando de terraza en terraza podía ser fácil para un tipo atlético como Polo o una cosa de nada para mí, que era un niño, pero resultaba una verdadera hazaña para las cortas piernas de De Santis y los más de cien kilos que debían sostener.

 

–Los botones llegaron a lo de Emilio –se creyó obligado a explicar–. O la marina. O andá a saber.

 

Yo seguía sin decir una palabra, mudo de asombro o acaso sin imaginar de qué modo debía actuar un agente secreto peronista en un momento como ese.

 

Se puso de pie con bastante dificultad.

 

–Lo están apretando a Emilio –dijo–. Y en cualquier momento se avivan de que me rajé.

 

De Santis tenía razón: en cuanto los que habían allanado la casa de Emilio se dieran cuenta, tardarían muy poco en llegar hasta lo de mi tía.

 

De Santis avanzó por el pasillo. Caminando con dificultad, entró al bar por la puerta color mierda de perro y cruzó el salón sin que nadie advirtiera su paso: Pablito se entretenía con el ojo mágico de la Zenith, el Mudo y Carlitos y Alberto Culacciati miraban atentamente un papel en el que el Pelado trazaba complicados signos, y mi tío Rodolfo tenía los anteojos demasiado engrasados para ver nada que ocurriera un metro más allá del mostrador.

 

Una vez que atravesó la puerta de la ochava, De Santis tomó por Gavilán en dirección a Jonte.

 

En sentido opuesto, después de cerrar el kiosco, Miguel caminaba hacia el bar mirando al suelo, pateando cada tanto algún cascote, un trozo de baldosa, una chapita de cerveza o uno de los cantos rodados con que hacíamos puntería contra los faroles. Reconcentrado en sus misteriosos pensamientos, cuando se cruzó con De Santis no levantó la vista ni lo saludó. Tal vez ni siquiera lo haya reconocido.

 

Al entrar al bar, pidió un especial de crudo y queso y el invariable vaso de clarete. Se ubicó en una de las mesas cercanas al mostrador, abrió un libro y quedó mirando sin expresión hacia la ventana de Gavilán. Tenía la cabeza hundida entre los hombros, tensos como los de un boxeador al empezar un round.

 

Pablito Serún dejó la radio y agarró un escobillón con el que empezó a mover la basura de lugar.

 

En la punta del mostrador, el Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati seguían analizando las ventajas y desventajas de la martingala. El Pelado planeaba viajar el fin de semana a Mar del Plata y debía tener cuidado de no hacer saltar la banca demasiado pronto, porque en tal caso correría el riesgo de que lo rajaran del casino. El Mudo se mostraba escéptico y buscó la complicidad de mi tío, que no le dio ni la hora y siguió preparando el sándwich.

 

El Mudo se volvió entonces hacia Miguel.

 

–Che, vos que lees muchos libros, ¿les podés explicar a estos otarios que para saltar la banca se necesita más guita que la que juntó Canaro en toda su vida?

 

 

En esos momentos, De Santis llegaba a salvo hasta Jonte, donde subió al primer colectivo que encontró. Tuvo suerte. Después de irrumpir por segunda vez en el bar y la casa de mi tía, los marinos que habían entrado a la casa de Emilio ya habían subido a sus autos y desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado. Advertidos de que De Santis se les había escapado por un pelo, estuvieron rastrillando el barrio para encontrarlo.

 

 

Miguel apretó las mandíbulas.

 

–Ustedes son una manga de pelotudos –dijo, sin darse vuelta–. Viven en las nubes, como si no pasara nada.

 

–¿Sí? ¿Y qué pasa? –preguntó Carlitos Culacciati, envalentonado por el número o un ataque de inconsciencia. Todos decían que Miguel estaba loco y era capaz de reaccionar mal.

 

Por una vez, Miguel no contestó. Habrá pensado que no lo entenderían o creyó que ya era bastante.

 

La violencia del gobierno había sido tan desproporcionada que hasta Miguel resultó impactado. Tenía el ánimo abatido por sombríos presentimientos. En sus oídos todavía zumbaban las triunfales palabras de un tipo capaz de revelar en un acto la dimensión de su bajeza: “Se acabó la leche de la clemencia”.

 

Shakespeare había puesto esas palabras, envenenadas de crueldad y resentimiento, en boca de Lady Macbeth. Fue ella, quien cegada por la ambición, arrastró a su esposo al homicidio y hundió el reino en la tragedia.

 

 

Pocas horas después de que los marinos volvieran a entrar a lo de mi tía, el cuerpo de Emilio fue encontrado en el patio de su casa. Pronto empezaron las especulaciones y en el bar se discutiría acaloradamente si había resbalado del techo o se había suicidado, arrojándose al vacío; si había subido a arreglar una gotera, si estaba gravemente enfermo o desesperadamente enamorado de una mujer casada.

 

Hasta hubo alguno que dijo saber quién era esa mujer casada.

 

Casi simultáneamente, el integrante del comando L113 Aldo Emil Jofré aparecía ahorcado en la celda de la Unidad Regional Lanús en la que estaba detenido desde la noche del 9 de junio.

 

Sin que yo acabara de entender si se refería a la muerte de Emilio, a la desaparición del tío Polo o a otra cosa, el doctor Rofo aseguró que todo había ocurrido para bien y que, gracias a Dios, había terminado cuando el eco del último disparo que acabó con la vida de Juan José Valle se extinguió entre los altos muros de la Penitenciaría Nacional.

 

Ahora podremos empezar de nuevo –dijo el doctor, satisfecho.

 

 

El último disparo sonó siete segundos después de las 22 horas del martes 12 de junio. Más allá de la inocencia infantil con que veía transcurrir los días o el sorprendente candor con que los adultos parecían actuar, como extras de un film de Artistas Argentinos Asociados, no sé qué pudo haber terminado entonces, porque fue, justamente ese, el momento en que todo empezó.

 

Y sigue todavía.

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