Papeleras en el Río Uruguay y los métodos para complicar un conflicto

Por Teodoro Boot, especial para Causa Popular.- Esta semana, Néstor Kirchner volvió a insistir en la necesidad de reanudación del diálogo argentino-uruguayo a fin de resolver el diferendo que hoy por hoy separa y parece enfrentar a ambos países. Pero lo hizo con una innovación: apelando a la intervención del gobierno de Finlandia para que “persuada” a la empresa Botnia de suspender las obras y brindar la información que en estos momentos reclama el gobierno argentino y tarde o temprano exigirá el uruguayo, habida cuenta que la autorización para construir la planta fue otorgada sin que la empresa presentase las aclaraciones y datos necesarios para que las autoridades pudieran aprobar su funcionamiento.

Si bien vulnera la razón lógica, uno de los argumentos esgrimidos por el gobierno uruguayo para desestimar la importancia de la suspensión de la construcción de la planta de Botnia -el de la que la obra civil no contamina- revela una gran coherencia interna: ese mismo razonamiento fue el utilizado para aprobar el inicio de las obras sin contar previamente con los debidos estudios de impacto ambiental.

Si existe alguien en el mundo que no puede escandalizarse de la falacia -más que implícita, explícita- de ese razonamiento, ese es un argentino, y particularmente un porteño: similar mecanismo utiliza el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para habilitar los comercios, que se autorizan mediante una declaración jurada del comerciante ad referéndum de alguna eventual inspección.

Tampoco es muy diferente el método del que se valen las autoridades nacionales argentinas para tener una idea de la cantidad de petróleo que extraen las empresas concesionarias: las declaraciones juradas de las mismas, y sin posibilidad práctica de inspección.

Si bien uno tiene todo el derecho del mundo a seguir asombrándose de la impavidez con que los seres humanos -al menos los de nuestra cultura y nuestra época- hacemos abuso de la razón y los argumentos para llegar al absurdo -¿acaso el señor Bush no se muestra dispuesto a detonar bombas nucleares para impedir los riesgos potenciales de un eventual desarrollo nuclear iraní?- la discusión argumental de los argumentos -entretenimiento de sofistas griegos, oficio de abogados y hábito de políticos onanistas- se llama en jerga, “chicana”, y carece de la menor utilidad, estando más bien contraindicado cuando se trata de resolver problemas concretos o de dirimir conflictos de intereses.

Vaya usted a argumentarle al prestamista cuando no puede cancelar la cuota de la hipoteca, y después me cuenta.

La discusión sobre si el gobierno uruguayo finge o no demencia al sostener que la obra civil no contamina, o de que no es lo mismo proseguir la construcción que proseguir los cortes de puentes por el hecho de que la una está dentro de la ley y los otros no, es una discusión de orates, una masturbación frente a la cual lo peor que puede hacer quien la ejercita, es tomarla y tomarse en serio, en especial, cuando lo que hay que resolver es justamente un asunto serio.

Y el conflicto por la instalación de las pasteras en el río Uruguay ha devenido, por azar de la mutua necedad, en un asunto muy serio, lo suficientemente serio como para afrontarlo con sensatez y sin hablarnos encima, embelesándonos de nuestras propias palabras y nuestra habilidad en la argumentación al cuete.

Está en juego mucho más que la contaminación ambiental -creencia que parece guiar al gobierno argentino, permite entender sus aciertos y determina sus muchos errores- pero eso no implica que la contaminación de regiones libres de ella y la afectación de la vida y forma de vida de miles de personas -a uno y otro lado del río- sea un asunto de segunda importancia o del que debamos desentendernos. Y este es el punto central de interés de las poblaciones ribereñas, particularmente la de Gualeguaychú.

La asamblea vecinal de esa localidad argumenta que la República Oriental ha violado en tres oportunidades el tratado del río Uruguay. Sea ninguna, una, dos, tres o cien veces, a esta altura de los acontecimientos eso carece de significación, al menos fuera de los ambientes leguleyos, y si bien sería deseable, en aras de que se aclarase mejor la perspectiva de cada parte, de ningún modo puede exigirse al actual gobierno uruguayo que reconozca -aunque más no sea para su coleto- los errores cometidos por su predecesor, a quien, obvia y evidentemente, la integración regional, la armonía entre los pueblos y la contaminación ambiental le importaron y le importan un reverendo pepino.

En rigor, el gobierno del Frente Amplio ha heredado las plantas y el conflicto, como ha heredado la deuda externa, la situación social y las consecuencias de los crímenes de lesa humanidad, y sería absurdo reclamarle que se desentienda y haga borrón y cuenta nueva, como si tal cosa fuera posible. Pero también es cierto que sin una actitud crítica hacia ese pasado, remoto y reciente, no existe posibilidad alguna de empezar a resolver los problemas del presente.

El segundo argumento de los vecinos de Gualeguaychú es que fábricas de esa naturaleza y envergadura no pueden instalarse prácticamente en medio de una ciudad, y, visto y considerando que esa otra ciudad es vecina de la propia, es que ponen el grito en el cielo. De estar construyéndose Botnia en La Paloma, los vecinos de Gualeguaychú jamás habrían oído hablar de las fábricas de pasta, ni el tema les importaría en lo más mínimo.

Este detalle debería advertir a unos cuantos uruguayos, sus medios de comunicación y la mayor parte de sus dirigentes, de que no existe nada que pueda ser denominado “intencionalidad argentina” respecto al Uruguay, tal como sostiene ese actual estado de paranoia colectiva, inducido seguramente más por irresponsabilidad que por intención. Sin ir muy lejos, que el Uruguay amenace con destruir su río Negro es un asunto que tiene sin cuidado a nadie en Argentina, fuera de los ambientalistas, los metementodo como quien suscribe y quienes suelen -o solían- recrearse en la zona.

Existen sobre las pasteras de Fray Bentos tres ángulos de intereses en Argentina, no siempre ni necesariamente coincidentes ni tampoco necesariamente contradictorios: el de Gualeguaychú que, como se ha dicho, no quiere ni oír hablar de que las plantas estén donde se van construyendo; el del gobierno de Entre Ríos, que es errático y oscila entre aceptar y rechazar la actual ubicación, lo que desde su punto de vista, sería apenas trasladar la zona de conflictos, y al fin de cuentas, mientras no esté frente a Concordia el señor Busti respirará tranquilo; el del gobierno nacional, más preocupado por la relación diplomática con el Uruguay que por la eventual contaminación.

Y también son tres los que existen en Uruguay: el del gobierno, obligado a hacerse cargo de los compromisos heredados y acuciado por una grave situación social, importantes compromisos externos y un alto desempleo; el de los habitantes del departamento de Río Negro, particularmente de Fray Bentos, que ven en las pasteras una inmediata oportunidad laboral frente a la cual la contaminación y molestias que pudieran ocasionar las fábricas son asuntos más que remotos; y el de las empresas, en especial Botnia, que pretende aprovechar los beneficios de la Zona Franca y amparada en el tratado de protección de inversiones firmado por el anterior presidente uruguayo con el gobierno de Finlandia, avanza en base a los hechos consumados y, desde luego y como corresponde, busca maximizar su rentabilidad.

Hablamos de intereses reales, razón por la que deben quedar de lado los intereses de las respectivas oposiciones, los medios interesados en crear noticias y demás intereses menores: así como el comercio resulta afectado en ambas márgenes, tanto por los cortes como por la creciente mala relación entre los países, existen en ambas márgenes quienes ponen el cuidado del medio ambiente por encima de cualquier otra consideración.

Con un poco de valentía, decencia y buena voluntad de ambas partes, el conflicto debería poder resolverse sin tremendas dificultades y para relativa satisfacción mutua, en tanto no se trata, objetivamente hablando, de un conflicto entre los países, ni entre uruguayos y argentinos. Si bien en el Uruguay la instalación de estas y próximamente otras plantas amerita una discusión en torno al modelo de desarrollo que estas políticas implican -paralela a la que debería darse en Argentina y en otros países de la región respecto a temas similares-, el diferendo argentino-uruguayo no es un litigio de límites ni un enfrentamiento político o diplomático -aunque debido a la desidia, obcecación e irresponsabilidad de la mayoría de los actores puede llegar a serlo- sino que se trata de un conflicto “ambiental” y, en todo caso, local y focalizado. Y así debería mantenerse, mal que les pese a los batallones de empujadores de ambos lados.

El problema central no son las fábricas en sí, sino el nivel de contaminación que puedan producir, asunto que es de interés común y que supuestamente debería preocupar de igual manera a unos y a otros. Sería sencillo si imperaran la sensatez y el sentido común.

Es cierto que para Gualeguaychú sería mejor que esas fábricas no existiesen jamás, pero la asamblea vecinal debe entender que el Uruguay tiene derecho a autorizar su instalación, en tanto se evite el deterioro de un recurso compartido, hasta ahora relativamente a salvo de nuestros habituales desastres en la materia. De igual manera, es de sentido común que la declaración de buena voluntad de las empresas y su promesa de mantener los más altos estándares y etcétera etcétera, no garantizan absolutamente nada.

Al contrario: está en la propia lógica de las cosas que toda empresa, en todo país del mundo, buscará aumentar sus márgenes de ganancia a expensas de la inversión, los resguardos, los salarios y las diferentes medidas de seguridad, recayendo en los Estados la responsabilidad de poner límites a esta natural pulsión empresaria y controlar que se respete la ley y que no se perjudique el ambiente, la vida humana o el bienestar de los trabajadores.

Todo proceso industrial, y prácticamente toda actividad humana, es contaminante, pero esa contaminación puede ser reducida al mínimo mediante tecnologías adecuadas, buenos tratamientos de los desechos y un eficaz control de todas las fases productivas. Eso cuesta dinero y, por lo tanto, reduce la rentabilidad empresaria.

A priori y sin ninguna razón, numerosos asambleístas de Gualeguaychú han decidido que ningún control será suficiente, mientras gran parte de los uruguayos acaban sosteniendo el disparate de que su país es lo suficientemente soberano como para no ejercer la elemental soberanía de controlar a una empresa privada. Se da en el Uruguay la paradoja de que, con argumentos nacionalistas, se termina defendiendo el nivel de rentabilidad de una empresa extranjera, y en la Argentina la de que se insiste en un estudio de impacto ambiental mientras se parte de la base de que éste sólo podrá demostrar lo que de antemano se cree.

Como si el nivel de demencia general no fuera suficiente, ambos gobiernos se ocuparon de aportar su granito de arena al acordar que el estudio de impacto ambiental no sería vinculante. Es decir, que no servirá para nada, más que para satisfacer nuestra curiosidad intelectual y darles algunos pesitos extra a expertos, burócratas, dactilógrafas, cadetes, choferes y amanuenses. Los gobiernos podrán jactarse de haber creado algunos empleos, disminuyendo así la desocupación, pero un estudio de impacto ambiental que no cree obligaciones carece completamente de sentido y constituye una pérdida de tiempo y dinero.

¿Cuál puede ser la objeción a que ese estudio cree obligaciones? ¿Qué perjuicios es capaz de ocasionar, y a quién? Decididamente, no al Uruguay ni a la Argentina: ambos países han declarado solemnemente su voluntad de no contaminar, y una buena gestión en este caso puntual podría servir de punto de partida para una acción conjunta en todo el litoral, donde los ejemplos de industrias sucias son el pan nuestro de todos los días.

Un estudio ambiental no vinculante es una tomada de pelo a los pobladores de las áreas que serían eventualmente afectadas, es pura cosmética y se asemeja demasiado a pavimentar un pantano: cualquier acuerdo que se logre hoy en base a eso, se hundirá inevitablemente mañana.

Pero así y todo, aun en esta aparente tesitura de fingir hacer las cosas para tranquilizar a las tribunas, los presidentes no llegaron a reunirse, ya que el gobierno uruguayo no obtuvo de Botnia la suspensión de las obras y trascartón, en Argentina los ambientalistas volvieron a la ruta.

La primera ocurrencia de unos y otros fue enrostrarse reproches y así como en Uruguay se insiste en que al gobierno de Kirchner no le interesa despejar las rutas, del otro lado, en el colmo de la irresponsabilidad, un ministro llegó a afirmar que no era Tabaré sino Botnia quien detentaba el poder en Uruguay. Vayamos encargando unos guardapolvos a cuadritos para que todos esos regresen al jardín de infantes, que parece ser lo único adecuado a su nivel de madurez mental.

Exigir que Néstor Kirchner reprima a los vecinos de Gualeguaychú es signo de cretinismo, y debería avergonzar a quienes lo dicen si quienes lo dicen creen ser de izquierda. Señalar la impotencia de Tabaré Vázquez para imponer su voluntad a una empresa extranjera es mirar la paja en el ojo ajeno ignorando la viga en el propio. La facturación anual de la empresa Botnia supera con creces al PBI del Uruguay.

Eso es un hecho y no supone rebajar al Uruguay, y quien así lo crea -en especial si es un ministro- debería advertir que no es una sino varias las empresas extranjeras que operan en Argentina cuya facturación supera el PBI del país, y otro tanto ocurre en la mayoría de los países de la región: fue ese el propósito y resultado de las políticas “neoliberales”, inauguradas en Latinoamérica hace treinta años, antes de que se inventara dicho neologismo.

En esta debilidad relativa de los Estados nacionales respecto a las grandes corporaciones económico-financieras y la acentuación de las diferencias entre las regiones de la “periferia” y las potencias centrales, radica la importancia de los acuerdos subregionales con miras a arribar a una unidad regional. Solos, no existimos, y somos un bocadito fácil, no ya de las potencias sino de simples grupos de inversión.

Un nacionalismo que bata el parche sobre una imposibilidad, la de una soberanía nacional aislada, merece por lo menos una beca del Banco Mundial, ya que sirve primordialmente a sus intereses, que no son los de todos nosotros, sino los de las naciones ricas y los grandes conglomerados económicos.

El Banco Mundial… Apena ver cómo tantos se llenan la boca con los eventuales “estudios” del Banco Mundial. Produce mucho estupor que se insista en creer al gato un posible árbitro en una disputa entre pajaritos.

Tanto casi como el que provoca que la no suspensión de las obras o la persistencia de los cortes en las rutas constituyan algún impedimento para avanzar en un acuerdo. Objetivamente, no lo son. Ni Tabaré Vázquez debe pedir permiso a los asambleístas para proseguir viaje a Mar del Plata, ni Néstor Kirchner corre riesgo de que algún operario de Botnia le arroje un ladrillo en su camino a Colonia.

Lo que les está faltando a ambos presidentes es la suficiente valentía como para hacerse cargo de la decisión de proseguir los acuerdos sin que se hayan dado las “condiciones”, y defenderla frente a posibles críticos de variada laya, pero todos animados de similar mediocridad intelectual, pequeñez moral, cortedad de miras o mala intención.

El estudio de impacto ambiental puede perfectamente realizarse mientras las obras prosiguen y la ruta 136 permanece cortada, pero es imperioso que sea vinculante, que cree obligaciones, que -no hay que dejarse engañar y no olvidarlo en ningún momento- no son obligaciones para el Uruguay sino para las empresas. La primera de todas, la elemental de brindar la información necesaria, algo que debería ser de interés de unos y otros.

Si el estudio determina que los recaudos que, según asegura, tomará Botnia son suficientes y que la tecnología a utilizar es la adecuada, no habrá mucho que decir, les guste o no les guste a los vecinos de Gualeguaychú, más que conformar un órgano binacional encargado del control y seguimiento de la operatoria, independientemente del control que el propio Estado uruguayo vaya a ejercer. Si el estudio indica que los recaudos no son suficientes, pues deberán tomarse, le guste o no le guste a Botnia, Ence o quien sea. Se trata, pura y simplemente, de un asunto práctico.

En cambio, de seguir así, en la obcecación maximalista del lado argentino y la caprichosa confianza uruguaya en las promesas empresarias, el resultado será el peor de cuantos podamos imaginar: una industria contaminante sin posibilidades de ser controlada por el Estado, más un litigio internacional, más el inevitable litigio entre el Estado uruguayo y las empresas, a los cuales deberá sumársele los litigios particulares cruzados, con remotas posibilidades de solución que, de serlo, serán a largo plazo. Es decir, cuando ya sea tarde para todos.

Se trata de un problema ambiental, decíamos, pero en el que hay mucho más en juego, y lo que está en juego es la posibilidad de integración y cooperación subregional y regional cuyo propósito -y este caso puntual es ilustrativo para entender de qué se trata- es construir en conjunto lo que ya no nos es imposible construir por separado: capacidad de decisión frente al capital concentrado y los países centrales, de manera que el interés público no se vea sometido una y otra vez a la arbitrariedad del interés privado.

Capaz que va siendo hora de que nos pongamos los pantalones largos y comencemos a actuar y pensar como adultos.

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