Palestina, la guerra de los 50 años

Se cumple medio siglo de la ocupación de los territorios palestinos, el botín de guerra que abrió uno de los conflictos más largos, sangrientos y laberínticos de la historia reciente.
Foto: Reuters

El conflicto israelí-palestino debe ser uno de los temas internacionales más discutidos, mencionados y conocidos por argentinos y por el mundo en general. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, hubo tres guerras que arrastraron a gran parte de Medio Oriente, dos levantamientos populares palestinos con sus consiguientes olas de represión israelí y tres ofensivas masivas de las fuerzas armadas israelíes contra la Franja de Gaza, que convirtieron a ese pequeño, empobrecido, abarrotado y bloqueado territorio en uno de los lugares más destruidos y desamparados del planeta. En total, miles y miles de muertos.

 

Las noticias de violencia, odio, amenazas y venganza, contadas sin contexto, sin profundidad y -muchas veces- de manera maliciosa, se repiten una y otra vez hasta agotar, entumecer. De manera sutil y muy efectiva, la ocupación israelí de los territorios palestinos se normalizó en la mente de millones de personas y el próximo sábado 10 de junio cumplirá su 50 aniversario sin atisbos de cambios y ante una indiferencia global peligrosa y cómplice.

 

La ocupación militar de los territorios que hoy la mayoría de los países del mundo -entre ellos Argentina- reconoce como parte del futuro Estado de Palestina comenzó al terminar la llamada Guerra de los Seis Días en 1967. Habían pasado recién 20 años de la fundación del Estado de Israel y la región aún estaba dominada por la tensión. El joven país arguyó esa volatilidad para lanzar un supuesto ataque preventivo que inauguró una breve pero determinante guerra contra tres de sus vecinos inmediatos: Egipto, Siria y Jordania.

“La ocupación militar de los territorios que hoy la mayoría de los países del mundo -entre ellos Argentina- reconoce como parte del futuro Estado de Palestina comenzó al terminar la llamada Guerra de los Seis Días en 1967”

Tras sólo seis días, Israel no sólo consiguió ratificar su superioridad militar, sino que ocupó los tres territorios palestinos que habían quedado en manos de los gobiernos árabes con los que había firmado el acuerdo de paz de la guerra regional anterior. Cisjordania y Jerusalén Este -incluida la tan simbólica Ciudad Vieja-, hasta entonces bajo el control de Jordania, y la Franja de Gaza, bajo control de Egipto, pasaron a ser ocupados por las fuerzas armadas de Israel.

 

Jerusalén Este fue rápidamente unificada con la parte occidental y fue anexada al resto de Israel, pese a la negativa de la comunidad internacional y a su decisión de no reconocer la ciudad como la capital del joven país. Por eso, todas las embajadas se encuentran en Tel Aviv y no en Jerusalén, donde, sin embargo, se concentran las sedes de los tres poderes del Estado. Israel le ofreció ciudadanía a los palestinos que vivían allí, pero la mayoría de ellos la rechazaron y quedaron atrapados en la ambigua figura actual, conocida como los palestinos del 67: residentes permanentes que tienen pasaporte de Jordania, pero no son ciudadanos ni de ese país árabe ni de Israel. Pueden votar para elegir a las autoridades de Jerusalén, pero no las nacionales de Israel.

 

Cisjordania y la Franja de Gaza, en cambio, quedaron estrictamente bajo la figura legal de una ocupación militar. Las autoridades, la justicia, las cárceles, todo quedó bajo control de las fuerzas armadas de Israel y los palestinos que vivían ahí se encontraron encerrados en un limbo legal aún más profundo y desesperante que los de Jerusalén Este: sin ciudadanía y, eventualmente, sin libertad de movimiento.

 

Más allá de algunas diferencias legales, de los momentos de mayor o menor tensión, de los picos de violencia y del grado de libertad que Israel fue otorgando arbitrariamente a la población palestina de cada territorio en un claro esfuerzo por dividir y conquistar, la ocupación tuvo un objetivo concreto: permitir la colonización de gran parte de esa zona. Tras invadir e instalarse en 1967, Israel realizó un censo: 66 mil palestinos vivían en Jerusalén Este (y apenas unos cientos de judíos, ya que el resto habían sido expulsados por las fuerzas jordanas después de la división de 1948), casi 600 mil palestinos en Cisjordania y más de 350 mil en la Franja de Gaza, según la Oficina Central de Estadísticas de Israel.

 

A mediados de 2014, 47 años después, la ONU estimó que 298 mil palestinos vivían en Jerusalén Este y la Autoridad Nacional Palestina calculó que más de 2,5 millones de palestinos residían en Cisjordania y más de 1,8 millones en la Franja de Gaza. En 2005, unilateralmente el gobierno israelí había decidido expulsar a sus colonos de este último territorio palestino y prohibir todo asentamiento judío allí: más de 9000 colonos fueron evacuados, muchos de ellos a la fuerza, y todos recibieron una indemnización de alrededor o más de 200.000 dólares. La política hacia los otros dos territorios palestinos fue muy distinta: según la ONU más de 200 mil colonos judíos se habían instalado en barrios árabes de Jerusalén Este y cerca de 350 mil lo habían hecho en asentamientos en Cisjordania. Todos, con algún tipo de aval del Estado ocupante.

“De manera sutil y muy efectiva, la ocupación israelí de los territorios palestinos se normalizó en la mente de millones de personas”

Para el derecho internacional, estas personas son colonos que fueron transferidos ilegalmente por la potencia ocupante al territorio que domina. La colonización israelí sobre los territorios palestinos avanzó gradual e ininterrumpidamente a lo largo de las décadas, aún en los años 90 cuando los líderes de Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) negociaban por primera vez, cara a cara, lo que anunciaron como el principio de la paz. En ningún momento, ni antes o después de la firma de los acuerdos de paz de Oslo, Israel dejó de expandir sus asentamientos en tierras palestinas. Hoy, tras el fracaso definitivo de lo que el mundo pensó era un verdadero proceso de paz, la colonización continúa a través de demoliciones de casas, ocupaciones de edificios, la reciente creación de un asentamiento completamente nuevo en Cisjordania y todo tipo de amedrentamientos.

 

Por ejemplo, hace 15 años, el gobierno israelí ordenó construir un muro para separar Cisjordania de Jerusalén Este y así, argumentaron las autoridades ocupantes, evitar una nueva ola de atentados como la que azotó a Israel durante el levantamiento conocido como la llamada Segunda Intifada. Los atentados se redujeron, pero la mayoría de los analistas críticos de Israel lo vinculan más a la feroz represión militar subsiguiente que al levantamiento de un muro. Mientras su efectividad se puede discutir, lo que es incuestionable es que el muro, que fue condenado por la Corte Internacional de Justicia, no sólo profundizó la separación de dos de las tres regiones palestinas, sino que además delineó un nuevo límite de hecho que sumó un 10% de Cisjordania a lo que Israel considera como su territorio.

 

Mientras el gobierno de Israel no abre a discusión la soberanía sobre Jerusalén Este (y ahora también del 10% lindante de Cisjordania), también ha dejado claro que nunca renunciará a tener el control sobre toda Cisjordania. “En cualquier acuerdo de paz, Israel debe mantener un control de la seguridad dominante sobre toda la zona al oeste del río Jordan», aseguró el propio primer ministro Benjamin Netanyahu, este año, cuando visitó la Casa Blanca para su primera visita oficial con el presidente Donald Trump. Al oeste del río Jordan, lo único que hay antes de llegar al territorio israelí es Cisjordania.

 

El argumento de Netanyahu y de su coalición gobernante es que Israel necesita mantener ese control porque «si no otro estado islamista radical y terrorista se instalará en las zonas palestinas, que hará explotar la paz y a Medio Oriente». El premier israelí hizo referencia a una convicción generalizada que existe en su país: la eliminación de los asentamientos israelíes en la Franja de Gaza y la retirada de las tropas y los puestos de control militares en ese pequeño territorio palestino en 2005 dieron paso a la victoria en las urnas del movimiento islamista Hamas al año siguiente, una fuerza política que propone mantener una resistencia armada contra la ocupación, no pacífica como defiende el gobierno palestino en Cisjordania. Para frenar la amenaza de Hamas, argumentó Israel, sus fuerzas armadas, que nunca se alejaron mucho, impusieron un férreo bloqueo por aire, tierra y mar.

 

En conclusión, Israel se anexó Jerusalén Este y una parte de Cisjordania, mientras que encerró con un muro y prometió nunca liberar al resto de ese territorio por razones de seguridad, las mismas razones de seguridad que utiliza para mantener completamente bloqueado a la Franja de Gaza. El intelectual palestino-estadounidense Edward Said lo describió así en 2001 en la prensa egipcia: “El plan de Israel no sólo es controlar la tierra y llenarla de colonos terribles, violentos y armados que, defendidos por el Ejército, hacen estragos en los cultivos y las casas palestinas. Como lo calificó la investigadora estadounidense Sara Roy, su plan es deshacer el desarrollo de la sociedad palestina, hacer la vida imposible para que los palestinos se vayan o de alguna manera renuncien (a sus aspiraciones políticas) o hagan algo loco como inmolarse”.

 

De manera sistemática y comunicacionalmente muy efectiva, Israel consiguió convertir a las consecuencias violentas de su ocupación militar en las amenazas de origen que la justifican. Así, descontextualizando y naturalizando una situación sin precedentes en la historia moderna de la humanidad, mantiene fuerte su defensa de la ocupación después de medio siglo y conserva su lugar en la comunidad internacional como un Estado responsable y confiable, frente a los imprevisibles grupos armados islamistas de Medio Oriente.

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