Operación Ceferino

El cadáver de Rucci, ariete de un nuevo intento de reflotar la “teoría de los dos demonios” y torpedear la política de Derechos Humanos del Gobierno so pretexto de la aparición de un libro muy oportuno.

El asesinato de José Ignacio Rucci es una mancha negra indeleble en la breve historia de la organización Montoneros, que —a pesar de su inapelable derrota— en otros aspectos fue fulgurante, como en la abnegación de la mayor parte de sus militantes, que dejaron la vida en un intento que originariamente persiguió instaurar un régimen de gobierno de las mayorías con el objetivo de que reinara la justicia social y la noble igualdad.

También fue una estupidez. Y en menor proporción —pero para nada desdeñable— posiblemente también un intento exitoso de los sectores más estalinistas de la poderosa «orga» recién conformada por la absorción por parte de los Montoneros originales de los Descamisados y parte de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), con unas Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), originalmente concebidas como columna de retaguardia de la guerrilla boliviana al mando del Che.

Porque el asesinato de Rucci constituyó una especie de golpe interno que clausuró el acalorado debate que estaba teniendo lugar de modo tumultuoso e inorgánico (esto es, sin respetar los alambicados canales de un sistema celular establecido en las épocas de propaganda armada contra la dictadura militar que gobernó el país entre 1966 y 1973) desde las bases hasta la conducción nacional, llamada “Carolina Natalia» en la jerga montonera.

Ese debate giraba en torno a cómo relacionarse con un Viejo (Perón) después de que éste hubiera descargado imprevistamente (en el sentido literal, pues Montoneros no lo había previsto en absoluto, acaso por una imposibilidad emocional de hacerlo) la entera responsabilidad de los gravísimos incidentes de Ezeiza (de los que, aún con matices, todos los que políticamente nos considerábamos montoneros coincidíamos en sentirnos víctimas) en la espalda de la antaño “juventud maravillosa” y, elípticamente, en la de la conducción de la orga. Y es que Ezeiza fue una emboscada preparada por la ultraderecha para impedir de una vez y para siempre cualquier posibilidad de acuerdo entre el anciano líder y las huestes juveniles, socialistas y folclórico-rockeras de su movimiento, a las que un Perón descontrolado había calificado de “infiltrados”.

A consecuencia de aquel ataque artero, y tras una investigación sumaria, Montoneros consiguió identificar a una serie de pistoleros de la CNU (Concentración Nacionalista Universitaria), de la JSP (Juventud Sindical Peronista) y el Comando de Organización (C.de O.). Y seguidamente a sus instigadores y jefes en el terreno. No cabía duda de que el principal instigador había sido el superministro José López Rega, ni que su brazo ejecutor había sido el presidente de la comisión encargada de recibir a Perón en su segundo y definitivo retorno a la Patria, el teniente coronel Jorge Osinde. La ex comunista Norma Kennedy había sido la Juana de Arco de la entente, alentando a los machos de la manada a atacar despiadadamente a los «rojos». Los del C. de O. del camisa parda Alberto Brito Lima habían matado y torturado compañeros en la Escuelita que previamente habían tomado. Y muchos de los de la CNU y la JSP que habían disparado con armas largas contra la multitud eran amigotes públicos de Rucci.

A todo esto, Rucci era una de las cien personalidades que acompañaban a Perón en su regreso al país en un avión despachado en Roma por la Logia Propaganda Dos, por lo que no estaba ni podía estar directamente implicado en la balacera.

En su best-seller Operación Traviata, el autor Ceferino Reato, no encuentra pruebas de que los custodios de Rucci hayan participado en esos tiroteos, participación en la que los Montoneros creían a rajatabla. Y es que aunque Rucci no era «el enano fascista» que una década más tarde habría de patentar Raúl Alfonsín, no cabían dudas de que el secretario general de la CGT, apodado por sus allegados «el Petiso”, era fascistoide sino fascista, y vino a confirmarlo su velorio, con escuadristas que saludaban el féretro con el brazo derecho en alto.

Lo cierto es que fuera por carecer de suficiente poder propio dentro del movimiento obrero (e incluso dentro de su gremio, el metalúrgico), por una concepción casi canina de la lealtad, o por ambas cosas, Rucci le era fiel a Perón. Por lo que, junto al ministro de Economía, José Ber Gelbard, se había convertido en una de las tres patas del Pacto Social propuesto por el líder para capear la ofensiva imperialista que acababa de clausurar a sangre y fuego el ensayo de socialismo democrático del presidente Salvador Allende y la Unidad Popular chilena.

No era sólo que Rucci era una pieza insustituible de la estrategia elaborada por Perón, sino que también que era absurdo ponerse a matar a los pequeños, medianos o grandes déspotas fascistoides que había y hay en la Argentina. Como bien describió Andrés Calamaro en su “El vigilante medio argentino” y parafraseando al vate Francesc Pi de la Serra (Si els fills de puta volassin no veuriem mai el sol), si los autoritarios vocacionales de la Argentina se pusieran a volar al unísono, nos dejarían en penumbras. Y, por cierto, tampoco cabía proclamar inocencia: hasta un niño de teta podía darse cuenta de que en Rucci era mucho más importante su calidad de instrumento de Perón que su apolillada ideología de camisa nera sudaca.

En fin, que aunque Carolina Natalia había emitido una especie de «fatúa» contra quienes consideraba habían sido los cabecillas de la encerrona de Ezeiza, y se intentaron ataques contra otros condenados de la lista, el único que fue rápidamente ubicado fue Rucci, lejos, el más importante de los cinco desde el punto de vista de Perón y su pacto Social, piedra angular de su política. Justo, justo, el único que no había tenido una participación directa en los hechos de Ezeiza. Y es que parece haber sido ubicado antes de lo de Ezeiza por un grupo proveniente de las FAR que solía parar en una Unidad Básica del barrio de Flores ubicada a unas cuadras de la casa en la que desde poco antes vivía Rucci con su familia.

Luego de Ezeiza, los Montoneros se habían reunido con Lorenzo Miguel, el secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) a la que pertenecía Rucci, buscando aquietar las aguas. En el último tramo de la reunión —organizada por el secretario general del Movimiento Peronista, Juan Manuel Abal Medina— participó el nº 2 de Montoneros, Roberto Cirilo Perdía. En aquella reunión, Miguel aseguró que, tal como los Montoneros juraban haber hecho, los de la UOM había llevado a Ezeiza alguna gente con palos y cadenas y algunas armas cortas «como para ir a un asado entre compañeros», en prevención a que se armara una de las frecuentes grescas que solían armarse desde la victoriosa campaña electoral que había aupado a Héctor Cámpora a la presidencia, una campaña en la que los sindicatos habían tenido una participación muy menor respecto a las entusiastas huestes de la Juventud Peronista ligada a Montoneros.

Tomando como un hecho que la patota de Rucci estaba involucrada en el ataque a balazos contra las columnas filomontoneras, Lorenzo Miguel dijo entonces que Rucci le resultaba “incontrolable”. Perdía incluso dijo recordar que “El Tordo” habría dicho que “Alguién se volvió loco. Este petiso se cree Napoleón. Yo creo que está loco”. Abal Medina cree posible incluso que los montoneros hayan interpretado expresiones de este tenor como una tácita luz verde al “ajusticiamiento” de Rucci. O, en cualquier caso, que sus protestas serían módicas y asordinadas.

En cualquier caso, a los contemporáneos no se nos escapa que el asesinato de Rucci fue un crímen de matriz mafiosa, claramente inspirado en la escena de El Padrino en la que los Corleone decapitan a un crack pura sangre, Jartum, y ponen su cabeza sangrante dentro de la inmensa cama de su dueño, Jack Woltz, un magnate de Hollywood al que querían obligar a negociar. La gran película de inicio de la saga hecha por Francis Ford Cóppola sobre la novela-río de Mario Puzo se había estrenado poco antes y había fascinado a los Montoneros, que buscaban cómo volver a ser tenidos en cuenta por un Perón que había tomado partido por quienes hacía apenas tres meses los habían baleado en Ezeiza.

A diferencia del pequeño partido de la Izquierda Nacional de Jorge Abelardo Ramos (que con gran sentido de oportunidad cosechó cerca de un millón de votos por llevar en sus boletas la misma fórmula Perón-Perón que llevaban las del PJ, pero haciendo explícitos sus reclamos de que El Pocho gobernara prescindiendo de López Rega y «burócratas sindicales» como Rucci), los Montoneros fueron incapaces de darse una política diferenciada pero no automáticamente confrontativa con la de un Perón que transitaba las primeras horas de su tercer gobierno, tras haber sido plesbicitado con casi un 62 por ciento de los votos emitidos.

A pesar de que su consumación implicó vulnerar la lógica más elemental, estudiándolo desde la actualidad, el asesinato de Rucci llama profundamente la atención por su pesada apariencia de tragedia ineluctable. Vale recordar que en aquella época no había faxes, ni teléfonos celulares, ni correo electrónico, y que los Montoneros no sesionaban en teatros ni en estadios, por lo que sus comunicaciones internas eran lentas y laboriosas. Pero aun así, y a pesar de que miembros de la conducción nacional argumentarían mucho después que quienes mataron a Rucci no se comunicaron previamente con ellos para ratificar la orden genérica dada inmediatamente después de los hechos de Ezeiza, es difícil creer que los sobrevivientes Firmenich, Perdía y Vaca Narvaja hayan sido sorprendidos por la balacera desatada en la calle Avellaneda.

Recuerdo aquel aciago día. Estaba con Ricardo Stockdale, El Mamut, y ambos palidecimos. Éramos las caras visibles de la Jotapé en ese barrio céntrico, correspondiente a la circunscripción electoral nº 13, y al mismo tiempo integrábamos la misma Unidad Básica Revolucionaria (UBR) de Montoneros.

Lo más parecido a una sede de la orga era el local de la Regional I de la JP, en la calle Chile al 1400, a una cuadra de nuestra Unidad Básica «La Patria Grande», de México y San José. Fui para allí de inmediato. Grande fue mi sorpresa al ver que no había nadie más allá de los caseros, Benghi (o Benyi, hoy el decano de los movileros porteños) y Manzanita, ambos amigos de (Juan Carlos Dante) El Canca Gullo, quien había reemplazado a Rodolfo Galimberti como jefe de la JP porteña y bonaerense. Enseguida llegó un equipo de la TV holandesa, que estaba filmando en Buenos Aires no sé qué otra cosa. Merodeaban con las cámaras-cajones de entonces si que nadie atinara a decirles nada. Me encontré con Isaac Drykas, un pibe del Nacional Buenos Aires con quién éramos antiguos compañeros del Movimiento de Acción Secundario (MAS), tan viejo como los propios Montoneros. Fuimos al bar de la esquina, donde nos sirvió un café un mozo castellano cuyo nombre olvidé pero cuyo mayor orgullo, recuerdo, era haber combatido a Franco en las filas del ejército republicano. Ahí mismo, Isaac –al que llamábamos “El Pato Fellini”, el mismo a quien Martín Caparrós le dedicó su No velas a los muertos) garrapateamos un comunicado en el que le atribuimos el asesinato en forma directa o indirecta a la misma CIA que dos semanas atrás había protagonizado el golpe de Estado en Chile.

Regresamos al local y se lo dimos a los periodistas holandeses. Un rato después apareció Gullo. Que nos sorprendió al preguntarnos si no habíamos considerado la posibilidad de que Rucci hubiera sido muerto por «fuerzas propias». Nos le fuimos al humo. Le preguntamos ¿Por qué? Nos dijo que no tenía la menor idea, pero que le habían informado que habíamos sido “nosotros”.

Recordé la anécdota ante centenares de ex montoneros (o, cuando menos, miembros de “la gloriosa jotapé” de los ’70) hace una década, al presentarse en un galpón de la vieja Feria del Libro simultáneamente Los del 73, de Jorge Lewinger y Gonzalo Chávez, la segunda edición, corregida y ampliada de Montoneros, final de cuentas, de Juan Gasparini, y un libro de Eduardo Blaustein (¿Cruz diablo?).

El libro de Gasparini revelaba quiénes y por qué habían matado a Rucci. Luis Vásquez se preguntó en voz alta si no había sido la CIA. Y entonces yo narré cómo me había enterado de que lo habían (¿habíamos?) matado los montoneros ese mismo día.

Varios compañeros (entre ellos, un metalúrgico que cada año asiste al acto de homenaje a Rucci) me dijeron que no les constaba que fuera así. Gullo, alarmado, me hizo repetir que él no había estado de acuerdo con el amasijo. A los primeros, les dije que había pasado un cuarto de siglo y que me parecía increíble que nadie se hiciera cargo del asesinato de Rucci. “Muchachos, se les está borrando el disco rígido”, bromeé.

Ahora, una década después, luego de la publicación de una bastante exhaustiva biografía de Rucci por parte de Luis Beraza, aparece el libro de Ceferino Reato y se convierte en un boom, en parte por méritos propios, en parte por aquél estentóreo silencio, y en parte también porque el peronismo antikirchnerista y la derecha en general (y ahí está la promoción del libro de Reato por parte de Joaquín Morales Solá, quien también parece haberle abierto las puertas de la Embajada de los Estados Unidos y sus documentos clasificados) buscan con ahínco cómo atacar la política de Derechos Humanos del gobierno nacional. Acaso lo más emblemático e internacionalmente llamativo de su gestión. Acaso su misma piedra basal.

Es bueno que se lean libros que, como Operación Traviata revisitan un pasado oscuro y negado, buscando explícitamente diferenciarse de obras que ya son parte del canon, como el Ezeiza de Horacio Verbitsky. Es bueno que, por fin, haya una nueva polémica sobre aquellos años cruciales, los ’70, sobre todo los primeros ’70, sobre la legitimidad y/o corrección de la lucha armada después de 15 años de negación de la posibilidad de elegir autoridades democráticamente por la sola razón de que era obvio que las mayorías querían el regreso de Perón a la patria y al poder.

Es bueno que haya miradas críticas sobre una época que desde el Estado estaban organizándose la(s) Triple(s) A(es), y donde el humor imperante era tan vitriólico como para bautizar posfacto la muerte de Rucci como Operación Traviata por la publicidad televisiva de la galletita homónima que inquiría “¿Contó los 23 agujeritos?”. O para recibir a quien reemplazó a Rucci al frente de la CGT, el textil Adelino Romero, con el festivo cántico de Tomese una copa/ una copa de vino/ Rucci la tomó/ Rucci la tomó/ y ahora le toca a Adelino (que, por cierto, burló el pronóstico al fallecer poco después de un infarto, si mal no recuerdo el mismo día que Perón).

En tal sentido, no sólo son recomendables las lecturas de los libros de Beraza y Reato sino también de la polémica desatada en el blog Ramble tamble del publicista y encuestador Artemio López. Lo que no es bueno es que la derecha más cerril pretenda aprovechar la ocasión para tratar de equilibrar con Rucci y otras decenas de muertos por la guerrilla, a los casi mil muertos y desaparecidos del Terrorismo de Estado durante los gobiernos constitucionales y peronistas previos al 24 de marzo de 1976, y los muchos miles de después.

No se trata de un aspecto cuantitativo, ni de destacar que, se hagan como se hagan los cálculos, los muertos de uno y otro bando se encuentran en una proporción mucho mayor al 10 a 1. Es un asunto cualitativo y no debería ser difícil explicar e incluso entender hasta a cabezaduras como Hugo Moyano que no es posible equiparar chanchos con limones y que los crímenes de lesa humanidad son únicamente aquellos perpetrados por agentes estatales (o, a lo sumo, por los de un proto-estado, como una guerrilla que ejerce el control de un trozo del territorio de una nación) y nunca jamás los cometidos por un grupo de particulares, lo que fue explicado minuciosamente en Miradas al Sur por Rodolfo Mattarollo, ex subsecretario de Derechos Humanos de la Nación.

La derecha necesita criminalizar algo, de manera de juzgar simbólicamente a alguien, y no teniendo nada mejor en vista arremete en su absurdo intento de juzgar a quienes dispararon contra Rucci, quienes, que se sepa, fueron secuestrados, torturados y asesinados por la dictadura militar, con la excepción de su jefe, el cordobés Juan Julio Roque, un pedagogo, director de escuela y ex sindicalista de CTERA que se suicidó con una granada el 29 de mayo de 1977 después de resistir a balazos parapetado en un pequeño departamento de Haedo, por espacio de siete horas y hasta que se quedó sin municiones, a la patota de la ESMA que pretendía “chuparlo”. A quien le interese la vida y el misterio de Roqué, apodado “Lino” y también “Iván”, se les puede recomendar que vean el documental de 55 minutos que le dedicó su hija María Inés, Papá Iván (2000), que pueden bajar de Internet cliqueando acá.

La próxima semana nos referiremos a la conjura de pretendidos defensores de los derechos humanos que buscan equiparar los crímenes de Estado con los cometidos por lo que denominan elípticamente como “ONG’s”.

Por suerte, tras alguna vacilación, el autor de Operación Traviata fue muy claro al rechazar la Teoría de los dos demonios y la equiparación del asesinato de Rucci con los crímenes cometidos desde el Estado. “Son dos violencias totalmente distintas. La violencia de Estado, el Terrorismo de Estado de la dictadura es atroz. No hay dos demonios para mi. Aquel es un demonio muy grande (…) Después de los juicios a los militares, de los de Alfonsín y de los actuales, todos sabemos que eso no tiene parangón”, le explicó a su entrevistador, Gerardo Rozín.

Pero, a pesar de ello, y de la buena doctrina de la Corte Suprema de la Nación, habrá que permanecer muy atentos a las maniobras que insisten en proclamar la necesidad de una supuesta “memoria completa” con métodos más afables que las represalias y degüellos prometidos (y en el caso de Julio López, posiblemente ejecutados) por el comisario Etchecolatz y Cecilia Pando.

Quien crea que exageramos, que lea esta reciente editorial de La Nación que expone la posición de la derecha más rancia: equiparar la violencia de la dictadura con la de la guerrilla. En eso mismo les gustaría poder estar abiertamente el antiguo bussista Morales Solá y acaso le gustaría andar en eso también a monseñor Jorge Bergoglio, pero saben que no se puede ser tan frontal sino utilizar la estrategia de la aproximación indirecta.

Ceferino Reato se llama así en honor al adolescente Namuncurá, reciente beato. Hijo de un cacique mapuche vencido por las tropas de Roca y nieto de Juan Cafulcurá, que venció a Bartolomé Mitre en Sierra Chica y San Jacinto y peleó junto a Rosas en la batalla de Caseros, Ceferino (nombre que le pusieron los salesianos, que buscaron protegerlo de los militares) fue, a decir de su biógrafo católico, Manuel Gálvez, “un oscuro indiecito que pasó ignorado por este mundo y que nada hizo de importante” hasta el punto de haber muerto virgen. Gálvez reivindicó así la invención del mito.

Lo recordó el mismo Horacio Verbistky de quien Reato gusta imaginarse challenger, berretín con el que aquel abordaje parece tener no poco que ver, y que en principio parece tan insensato como el de de Cleto por empardar a Néstor.

“La Iglesia argentina no suscribiría hoy las despectivas palabras de Gálvez”, señaló Verbitsky. “Por el contrario, intenta reescribir la historia de Ceferino en los términos de una pastoral popular políticamente correcta”, razón por la cual al ser (Namuncurá) beatificado hace casi dos años, los obispos activos y jubilados de la región Patagonia y del Comahue destacaron “su carácter de ícono de una raza sojuzgada y símbolo ‘del amor y del perdón’”. Y el Episcopado agregó que “Ceferino transmitía un mensaje de reconciliación, palabra en código por impunidad”.

¿Es Reato, como muchos sospechan, un luchador por la impunidad apenas camuflado? De lo que no cabe duda es de que tiene buen olfato y capacidad para aprovechar los vientos deslegitimadores, así como los estruendosos baches de silencio del peronismo respecto a su pasado. Luego de integrar las filas de la llamada renovación peronista en general, y las huestes de los seguidores de Carlos Grosso en particular, cuando éste fue eyectado por Carlos Menem y Franco Macri de la intendencia porteña, Reato se puso a escribir su primer libro, El gran botín, subtitulado “El negocio de gobernar la capital”. Más sardónicos que socarrones sus antiguos compañeros, cultores de la omertá, lo rebautizaron El gran botón.

Lo cierto es que, a pesar de sus muchas negativas a darle pábulo a un enésimo intento de reflotar una teoria de los dos demonios tan muerta como Rucci, a Reato algunas veces se le escapa la tortuga. Como cuando dice con cara de inocencia que los reclamos de la derecha son “bastante adecuados” porque “la gente hace bien en tratar de pedir que haya una revisión un poco más completa”, como si “memoria completa” fuese una consigna de Bombita Rodríguez o de Chiche Gelblung y no el reclamo de impunidad de los horrendos forofos de la dictadura exterminadora.

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