Era una tarde gris, como siempre. Leonardo Favio representó aquella tarde con cierto reflejo solar, pero cualquiera que haya pisado las callecitas de La Boca o Barracas, sabrá que todos los atardeceres de domingo son grises a la vera del Riachuelo. José María el Mono Gatica, aquel púgil que había tocado la gloria en el boxeo nacional durante los años del peronismo, venía caminando desde Avellaneda donde se ganaba la vida como vendedor de muñequitos de plástico en la cancha de Independiente. Probablemente haya tomado la ruta del viejo puente Puyrredón, desembocado en la esquina de “El Puentecito” y virado por Pedro de Luján hacia Herrera. Favio reconstruye el accidente mediante el advenimiento furioso de un colectivo al que Gatica, producto de la cojera que lo afectaba, no logra subirse a tiempo y ese impasse lo deja atracado entre las ruedas delanteras. Pudo haber sido la salida de un micro de la línea 12 en su base central, quien sabe. Lo cierto es que ninguna calle de Buenos Aires reúne tanta tristeza y nostalgia como aquella intersección de tres esquinas donde una lejana tarde gris de noviembre del ´63, un colectivo marcaría los últimos fatídicos días de José Gatica.
Nadie muere a tiempo, sostiene Sartre, y ocho años antes de aquella fatídica tarde en Barracas, el Mono largaría una frase que la arbitraria reconstrucción de aquel accidente sólo logra introducir en cuanto tiene de efemérides: cuando “La Libertadora” consumó el derrocamiento de Perón en septiembre del ´55, el representante del boxeador le comunicó al Mono que el decreto de proscripción del peronismo sería extensivo a su figura producto de su afiliación partidaria y su amistad con el General, siéndole prohibido pelear en competiciones oficiales o actos públicos del boxeo nacional. Fue allí que Gatica largaría una frase que arropó toda su inocencia. Preguntó “¿Por qué?, si nunca me metí en política, siempre fui peronista”.
El motivo de la presente columna es pivotear entre aquella pregunta que Gatica legará a la posteridad y parte del actual momento peronista, bajo la sospecha de que algunos elementos permitirán abrir interrogantes de índole coyuntural. Partir de una pregunta legada por un boxeador, en lugar de convites intelectuales o teóricos, aportará el disparador necesario para complejizaruna crisis: la aparente crisis del peronismo cuyas aristas se invisibilizan durante este último período. La frase del Mono remite a lo siguiente: hay cierta dimensión de la identidad peronista más vinculada a la pasividad o a la espera un tanto olvidada, seguramente a causa del interés que despiertan figuras más asociadas a la insubordinación (como resistencia, lucha o militancia) que obliteran otras formas de pensar aquella.
Ariel Gendler abre una puerta interesante. En el “nunca me metí en política, siempre fui peronista”, sostiene que el peronismo se aparece como parte de la cosmovisión cotidiana de un sujeto social histórico que en lugar de figurarse a aquel como sistema o fenómeno ideológico-político-social, lo hace como horizonte entroncado a su habitus plebeyo de prácticas y costumbres. Si repasamos la biografía del boxeador, veremos que el Mono había arribado a Buenos Aires como migrante interno junto a su familia y su ascenso social, sus triunfos y el consiguiente reconocimiento simbólico asociado al éxito deportivo, corrían en paralelo al ascenso y consolidación del gobierno peronista. Una y otra historia se fundían en la misma, de allí que Gatica no pudiera ver al peronismo como algo externo a él.
Gendler sostiene que el peronismo como movimiento (y más aún como movimiento que alcanzó el control del dispositivo estatal) se articuló en torno al folklore de las clases populares argentinas, enalteciendo concepciones del mundo y de la vida que al glorificarlas (cotidianeizarlas), obturaron las posiciones más heréticas e insubordinadas, aquellas potencialmente capaces de aspirar a una subversión de las jerarquías de clase. Es decir, si bien amplió el horizonte de posibilidades de acción plebeya haciendo factible las luchas por la justicia social, su emergencia debe inscribirse dentro de un orden discursivo productor de subjetividades cuya superficie estaba atada a formas de la argentinidad.
José P. Feinmann abre una puerta similar al analizar el segundo regreso de Perón, aunque resaltando el entroncamiento entre aquellas figuraciones simbólico-culturales y la pata genuinamente revolucionaria del movimiento: el hecho de que el pueblo entendiera menos al peronismo desde la ideología que desde los hechos concretos radicaba en que Perón era el único que les dio lo que nunca habían tenido (y lo que nunca volverían a tener). Osvaldo Soriano suscribe a esa interpretación en Aquel peronismo de juguete: el recuerdo de aquel movimiento significaba la memoria del primer juguete, la primera camiseta de fútbol o el rigor de la madre en la figura de Evita. La caída del general era el fin de una niñez asumida con posterioridad y recordarla significaba asociar la felicidad a la memoria del peronismo. Feinmann sintetiza muy bien ese traspaso sosteniendo que el pueblo tuvo que primero entender a Perón, para después amarlo.
Existe una puerta más (o al menos una que tenemos a mano) para pensar esa dimensión pasiva o de esperaen la identidad peronista. Oscar Braun señala que una variable importante para entender los límites de un proyecto peronista es la imposibilidad que tiene la burguesía nacional de consumar un proceso de acumulación y crecimiento económico autónomo. Sus posibilidades de golpear al capital monopolista dependiente o a la oligarquía terrateniente, son objetivamente limitadas y políticamente costosas; de allí que su caballito sea en ocasiones la figura del “Gran Acuerdo Nacional”. La contracara de estos procesos, sin embargo, es que tales condicionantes se extienden a la clase obrera: el apoyo de esta a un proyecto peronista tiene que ser un apoyo pasivo, un apoyo no-militante. Tiene que ser el apoyo de una clase obrera desmovilizada, tranquilizada, despolitizada; porque de lo contrario, se agudizarían enfrentamientos que la gran burguesía nacional (o lo que quede de ella) no está en condiciones de absorber.
Si traccionamos al presente, varias de estas líneas pueden ayudarnos a pensar ciclos o momentos políticos contemporáneos. La figura del apoyo pasivo explica parte de las tensiones que afectaron a la relación entre el movimiento obrero organizado y Cristina Fernández durante el último tramo de su gobierno (siendo el conflicto por el impuesto a las ganancias el más elocuente). La des-movilización militante para apoyar la intervención estatal a la agro-exportadora Vicentin por parte del gobierno de Alberto Fernández, también podría pensarse en tal dirección. Como paradoja, es desde el peronismo y no desde la oposición donde se retoma la idea del “Gran Acuerdo Nacional”. Cuando se acusa de despolitización a la derecha, suele olvidarse que el último Perón (y esta última Cristina) echan mano a cartas de índole universalistas (preeminencia de banderas e insignias argentinas en lugar de partidarias) o merodean consignas giradas (“para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”). Es Cristina Fernández quien en cada aparición pública remarca la necesidad de un pacto económico-social entre los argentinos. En su última gran aparición en La Plata, en noviembre del ´22, sobrepuso las preocupaciones por los riesgos de una escalada no-democrática a los lejanos debates por conflictos sectoriales o corporativos marcados por nombres propios.
La tensión entre la militancia kirchnerista y la propia Cristina Fernández (que reitera que “ya dio todo” y cuya militancia está empecinada en hallarle nuevos sentidos a supalabra), puede abordarse remitiendo a aquella dimensión de la espera, de la lealtad o la subordinación, como elementos infranqueables de la identidad peronista. Hay algo en el recuerdo de las políticas sociales del kirchnerismo (cierto habitus a un circuito de bienestar social que se asumió como natural entre segmentos de las clases bajas y medias) que hace que Cristina no pueda ser olvidada. No se trata de preguntar si Cristina quiere o no ser candidata, sino de analizar la existencia de condiciones de posibilidad para la reinvención de esperanzas populares por fuera de su conducción. Por otro lado, hasta qué punto una nueva experiencia frentetodista basada en un “Gran Acuerdo Nacional” puede prescindir de un liderazgo político fuerte o encontrar vías para un proyecto que requiere la aquiescencia de la clase obrera, es todo un interrogante que el carácter aditivo de su alianza no ha logrado resolver.
Cuesta hallar, como legado de la experiencia kirchnerista, un sujeto político claramente delimitado que sintetice la identidad peronista en una frase como lo hiciera el Mono Gatica. Han pasado 60 años de aquella tarde gris en que un ídolo popular del boxeose topara contra el destino a manos de un colectivo en Barracas. Las callecitas de allí siguen grises. A pocas cuadras, se siente el silencio que dejaron las sombras de los proyectos industrializadores. La estación de trenes Hipólito Yrigoyen (antaño polo de concentración obrera) y la ochava poética de la tanguería Sur ubicada frente a ella, se cubren de un aura desoladora que ya ninguna historia de Pino Solanas o Leonardo Favio pueden reconstruir. En la estación de trenes ya no hay obreros. En la tanguería tampoco. El tango pasó su etapa plebeya luego del modernismo, y allí sobrevive un almacén del que pocos tienen registro. Cualquiera tiene derecho a preguntarse si lo nacional-popular no puede renacer en alguna historia proveniente de Avellaneda o del Sur. Como en esta, que intentó homenajear la memoria de un deportista caminando en solitario por Pedro de Lujan hacia Herrera. O como en aquel presagio del tango Preludio para el año 3001, donde el poeta Horacio Ferrer con música de Astor Piazzolla, escribe sobre el advenimiento de un sujeto que gritará lo siguiente: en una bronca de obreros por el Sur renaceré.