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“Nuestra desobediencia fue nunca dejar de dirigirnos a Gaza”

Entrevista a Carlos “Cascote” Bertola, uno de los argentinos detenidos en Israel por participar de la llamada Flotilla de la Libertad hacia Palestina, que denunció el bloqueo humanitario a Gaza. Por Carlos Mackevicius

Carlos Bertola es un hombre del pasado. Lleva dentro una vitalidad que se empeña en confundir, marear y perder al sino trágico que lo persigue. Por eso, y a diferencia de muchos otros personajes de la política que solo tienen sus signos vitales estables, Bertola vive.

Su apodo, “Cascote”, como lo llaman sus compañeros de militancia, refuerza energías que pretenden guiarlo hacia lo oscuro, pero Bertola no es una piedra. Recibe a Revista Zoom en unos galpones ferroviarios abandonados y luego tomados y recuperados por su organización, la Corriente Nuestra Patria, en Tolosa, en la ciudad de La Plata.

En esa locación, que parece sacada de una película de hooligans de algún país europeo del Este, funcionan una radio digital, la revista Trinchera, una fábrica textil con decenas de máquinas, mesa de corte y herramientas; una carpintería que fabrica juguetes; una barcaza que cuelga de unos fierros en la altura del galpón; una herrería; un emprendimiento de prepizzas, y un festival de música electrónica. Y algunas cosas más también.

Es una mañana de lluvia intensa. Camiones y camionetas de la organización están estacionados debajo de uno de los tres galpones, el que aún no pudieron techar, y donde el contrapiso está completamente inundado. El galpón en que nos reunimos para conversar no se inunda. Estamos bien. Tomamos mate y Tony, uno de los muchachos que amasa pizzas para vender, nos trae tortas fritas y se vuelve a su cocina a seguir produciendo. Solo el ruido de la lluvia contra la chapa del tinglado y unos galgos grises de pelo largo que andan por ahí dando vueltas y nos hacen la seguridad son testigos de la escena.

Nunca había hablado con Bertola, pero lo conozco desde hace más de veinte años. Siempre que supe algo de él fue por acontecimientos que bordearon la tragedia. Hay un coqueteo con el abismo, una amistad más o menos consciente con Tánatos que, sin embargo, su destino se resiste a aceptar. Esa energía vital, luminosa, que se percibe ni bien se lo conoce, vive en tensión con esas otras fuerzas profundas que lo quieren llevar hacia lo ominoso. Pero Bertola prevalece, tozudo y resignado, probablemente en la conciencia —o en la intuición— de que todo heroísmo es trágico.

Y como ya dijimos, Bertola es un hombre del pasado, del tiempo donde existía vida política más allá de los signos vitales estables. Y más allá de los algoritmos, de las fotos y de los “me gusta”.

La tragedia de Bertola comienza mucho antes, cuando tiene un año y sus padres son emboscados en San Antonio de Padua, en el oeste del Gran Buenos Aires. Son secuestrados, desaparecidos, torturados y asesinados. Él se cría con sus abuelos maternos en la ciudad bonaerense de Salto. Se mete al río, juega en la calle, se sube a los árboles, tira piedras. Ya de joven siente impulsos de vivir, y eso le trae algunos problemas familiares. Al terminar la secundaria, se va a estudiar a la ciudad de La Plata y empieza su militancia en la organización Quebracho. Abandona sus pretensiones universitarias, se casa y tiene hijos. Es un militante político.

En el año 2001, en un hecho complicado, termina preso dos años y medio junto a Tato Quintero, después de que una bomba incendiaria les explota dentro de un auto. A su compañero de causa le tienen que amputar el brazo por las heridas de la explosión. Durante la audiencia del juicio que afrontan, Quintero dice que si está en esa sala es “gracias a mi compañero Carlos, porque a él le debo la vida”. Se refiere así a que, después de la explosión, Bertola se queda con él pese a que con seguridad eso implica ser detenido, y lo acompaña hasta el hospital.

Bertola tiene en ese momento 28 años. Forma parte de los que se dan en llamar “comandos de la resistencia”, grupos que se ocupan de hacer todo lo que está a su alcance para oponerse al “neoliberalismo” —en sus propias palabras—, primero del gobierno de Menem y luego del de De la Rúa. Esto incluye lucha callejera de masas, pero también actos de sabotaje al sistema financiero, básicamente el incendio de cajeros automáticos, como el que intentan realizar la vez que terminan detenidos.

Si se me permite, la escena tiene algo de la imagen de Kostecki y Santillán en la estación Avellaneda antes del fusilamiento de este último. Un compañero herido, la violencia, el riesgo, la juventud, el arrojo, la tragedia; en este caso, la de Bertola y Quintero, no consumada. Vivir políticamente implica poner el cuerpo, y el cuerpo en movimiento genera efectos. Estar vivo implica, en buena medida, correr riesgos y asumir las consecuencias de las propias decisiones.

Hoy es noticia —en la ínfima medida en que la agenda mediática permite noticiar cualquier afrenta contra Israel— por haber participado de la flotilla de embarcaciones que pretendieron llevar ayuda humanitaria a Gaza. Sí, la movida de Greta Thunberg, una acción internacional de propaganda y denuncia de la guerra de exterminio que Israel ejecuta contra Palestina.

Bertola fue uno de los tres argentinos presos en Israel después de que la infantería de marina de las FDI interceptara las casi cincuenta embarcaciones. Seis días en las mazmorras de la cárcel de máxima seguridad de Saharonim Detention Center, en el desierto del Néguev, donde fueron llevados Bertola, Celeste Fierro y Ezequiel Peressini —los tres argentinos—, y cientos de detenidos más de distintas nacionalidades.

Bertola había llegado siendo el capitán del Estrella y Manuel, un pesquero de buen calado que la organización de la flotilla le asignó para liderar. Al mando de ese barco salió del puerto de Barcelona —desde donde fueron despedidos como héroes por cerca de doscientas mil personas— hacia Palestina.

¿Cuántos argentinos estuvieron presos en cárceles de máxima seguridad de Israel y de Argentina a la vez, en la misma vida? Bertola, nuestro Joe Baxter, nuestro último aventurero: militante, capitán de barco, prisionero, funcionario, educador, esposo, padre, empresario cooperativista.

En un mundo de mierda donde a los jóvenes les da ansiedad ir a tomar una cerveza con un desconocido, Bertola fue a meter la cabeza adentro de la boca del león y vive para contarlo.

De cómo llegó a ser capitán, de cómo navegó un velero desde Malvinas a Santa Cruz por los mares más bravos del mundo, de piquetes marítimos a grandes buques, de la escuela popular de náutica, de sus pioneras incursiones a Lago Escondido para denunciar a Lewis, de su paso por la gestión como director de Pesca Artesanal, de su militancia en Quebracho, de su hija que se recibió de socióloga mientras él estaba preso en Medio Oriente, de su hijo menor y su esposa de más de treinta años —que siguen enojados con él por los disgustos a los que somete a la familia—, de drones israelíes incendiarios, de su paso por prisiones israelíes y argentinas, de la peripecia de remontar el Mediterráneo para llegar a Palestina… de parte de eso y otras cosas más nos va a contar en esta conversación para Revista Zoom Carlos Bertola, el último romántico.

Foto: Franco Garcia Delavalle

—¿Cómo terminaste preso en una cárcel de Israel?
—Bueno, terminamos ahí un poco por casualidad y un poco por militancia histórica en defensa del movimiento palestino. Yo estaba en Venezuela, en un congreso por la paz, estaba como veedor de las elecciones, esas cosas que hacen los venezolanos de juntar agenda y hacer eventos internacionales. Estábamos ahí con el proyecto de construir una escuela popular de náutica y viendo la posibilidad de llevar ayuda humanitaria a Haití. Entonces una persona escuchó que yo navegaba, se fue a agarrar a una chica, la trajo de la mano, puso su mano arriba de la mía y nos dijo: “ustedes dos se tienen que conocer”. La chica era siria, hablaba en árabe, y estaba organizando lo de la Flotilla a Palestina. Entonces ahí nomás nos pasamos nuestros WhatsApps, y viste que ahora tienen traductor estos bichitos; mágicamente yo escribía en castellano, a ella le aparecía en árabe y viceversa. Y así empezamos a charlar.

—¿Quién organizó la Flotilla?
—Me fui de acá sin saber mucho. Flotilla de la Libertad se llama, y ya hicieron ocho campañas además de esta; esta era la novena. Yo me desayunaba de muchas de estas cosas ya estando ahí, en Barcelona. Todo medio europeo esto, ¿no? Las primeras campañas que hicieron fueron en un barquito donde terminaron todos presos. Después los turcos los quisieron imitar, con un condimento más político, e Israel les metió un misilazo y mató a nueve de los once que iban arriba del barco. Ahí hay un timing complejo, digamos. Y con nosotros quisieron decir “ustedes son todos de Hamás”, que era absolutamente inverosímil. Podían inventar lo que quisieran, pero había legisladores de la comunidad europea, legisladores argentinos, portugueses, actrices de Hollywood… O sea, te puede gustar o no, pero no era Hamás.

—¿Y cómo se financia la Flotilla?
—No lo sé, pero hay una página donde quince millones de personas pusieron donaciones, por ejemplo. Un dólar, diez, cien… no sé, euros. Si hubiesen puesto un euro cada uno, son quince millones de euros, como para empezar. Y nadie dona un euro en Europa, donan más. Había más de treinta mil voluntarios para subirse a la Flotilla. ¿Cómo hicieron para seleccionar a quinientos de esos treinta mil? No tengo idea. Es la complejidad que se me escapa de la organización. Pero además había, entre todos esos voluntarios, equipos de tierra que eran abogados, médicos, analistas. Imaginate, teníamos más de veinte médicos yendo con nosotros.

—¿De cuántos barcos era la Flotilla?
—Terminamos llegando cuarenta y ocho, pero eran como cincuenta y cinco, sesenta. De Barcelona, por ejemplo, salimos diecinueve el primer día. O sea, yo llego a Barcelona y me encuentro con esto, un montón de barcos en un muelle donde estábamos casi clandestinos, en un lugar medio secreto que la prensa no sabía. Toda la prensa española estaba “¿dónde está la Flotilla?, ¿dónde está la Flotilla?”. También había miedo a que venga un buzo táctico israelí y agujeree un barco. Porque había tensiones, existía vigilancia de organizaciones sociales, entonces eso se manejaba con cierta reserva. Cierta reserva que al poco tiempo dejó de ser reserva. De ahí nos fuimos al puerto de Barcelona, es como si te dijera el Obelisco acá, todo lleno de gente, miles y miles de personas. Y de ahí salimos, con esa multitud, doscientas mil personas despidiéndonos, banderas de Palestina, un tremendo acto, los barcos zarpando…

—¿Doscientas mil personas?
—Sí, sí, una locura. Y ahí estaban todos los participantes que se iban subiendo a los barcos. Yo no conocía a nadie de los que viajaban conmigo. Hasta ahí solo estábamos la tripulación. Yo, que era el capitán del barco; el mecánico; una marinera, y la traductora.

—O sea, vos llegás a Barcelona y en algún momento vas a un puerto y te dicen “este va a ser tu barco”.
—Yo llego, voy al puerto, me acuesto a dormir porque llegué como a las tres de la mañana. Al otro día me levanto con el mate, voy caminando medio dormido, me estaba despertando y me agarra uno de los organizadores: “vos, capitán argentino, vení conmigo”. Me subo a un pesquero que había llegado la noche anterior, con cuatro pescadores que estaban yendo a vender su barco. Y en ese momento sube uno de los organizadores, lo paga y me dice: “recibí el barco” (risas).

—¿Cómo lo paga? ¿Cash? ¿Taca-taca?
—¡Lo paga, lo paga! Sí (risas).

—Pero los barcos tienen un registro, como un auto. Hay que anotarlos en algún lado, supongo.
—Sí, ponele. Lo paga, le hace un boleto de compraventa y me dice: “recibí el barco”. El pescador indica: “así se prende, así va para adelante, así va para atrás, ahí tenés una pata de jamón…” Ellos venían navegando desde hacía dos días, desde la caleta donde pescaban. “Ahí tenés una pata de jamón y algo de cerveza en la heladera.” Se bajaron contentos con su paga recibida y se volvieron.

—¿Y qué tipo de embarcación era?
—Este era el único pesquero de toda la Flotilla. Después, muchos veleros. Tenía un calado grande, mucha potencia de motor, una capacidad de bodega de diez mil kilos para la ayuda humanitaria, que era donde iba el pescado. Un barco profesional, si se quiere, que excedía totalmente mis habilidades.

—¿Vos nunca habías piloteado algo de ese tipo?
—Claro. Cuando veo eso me doy vuelta y le digo: “esto no, yo vine a manejar un velero”, como los dieciocho que había al lado. “No tenemos otro capitán, dale, animate.”

—¿Y sabés por qué te lo dieron a vos?
—No, porque justo salí yo caminando (risas) por ahí, regalado, y venía el barco ese. Porque todo era medio así, eh… Mucha gente, mucho quilombo todo. Juntamos tantos capitanes, tantos barcos, uno para cada uno.

—Me impresiona el nivel de improvisación y caos de todo.
—No era improvisación, pero a veces esas cosas son medio así, desborde, desborde, desborde. “¿Quién compra el agua?” Y vos veías un pibe de la organización llorando porque se caía la compra de agua. Era todo desborde y problemas de logística. Lo único que nos unía era “vamos a Gaza”. Acá hay un genocidio. En la escala de discusiones rompe todos los termómetros, se va a la mierda. Entonces hace que todas estas otras discusiones —por egos, por un montón de cuestiones— queden en un segundo plano. Porque es un genocidio, e ir a Gaza a visibilizarlo cambia todo.

Foto: Franco Garcia Delavalle

—¿Había una noción del riesgo o no se hablaba de eso?
—Se sabía desde el primer segundo, ellos lo dejaban bien claro. Vamos a hacer una acción no violenta, pero… Las hipótesis eran tres. Nos hunden o nos tiran un explosivo fuerte, como le tiraron en un momento, que te deja el barco hundido; o nos interceptan y nos meten presos; o nos dejan llegar y entregar la ayuda humanitaria. Por la difusión en internet, por todo esto que decimos de los influencers arriba de los barcos, por cómo se trabajó, la hipótesis del hundimiento era poco probable. Y la hipótesis de que Israel te dejara llegar también era poco probable. Entonces lo que más se trabajaba era la hipótesis de la intercepción. La duda era que por primera vez se iba a ir con cincuenta barcos, y no con uno o dos. Entonces también, ¿cómo va a reaccionar Israel? No sé. Ellos también estaban con ese desborde.

Nos agarra una tormenta saliendo de Barcelona y paramos en las islas Baleares, ahí en Menorca, Mallorca. De ahí nos vamos hasta Túnez; en Túnez se suman diez, doce barcos más. Ahí nos tiran por primera vez drones incendiarios. Ahí varios recularon en chancletas, gente que se bajó de la movida, y eran reemplazados. Y si un capitán se bajaba, había que juntar a algún otro y subirlo a ese barco para que ese barco siguiera. Algunos barcos se rompían.

—¿A ustedes les tiraron drones incendiarios?
—Sí, sí, al Family, que era el barco donde estaba Greta, claramente el barco que lideraba, el barco insignia de la flotilla. Y yo no tenía ancla, entonces estaba agarrado al Family con una soga de quince metros. De hecho, la cámara que lo enfoca al dron —y que se ve, la que salió por todo el mundo— era mi barco, el Estrella y Manuel. Yo estaba de guardia, porque esto fue a la noche, doce de la noche, tomando mate y charlando con otro capitán que tenía el barco anclado ahí, a unos metros, puteando porque estaban todos en un hotel en Túnez paseando y nosotros cuidando los barcos. Enojados con esa situación de no poder conocer Túnez, pero bueno…

—O sea que ese ataque fue en territorio tunecino.
—Claro. Por eso Túnez decía “esto fue un fósforo mal apagado, se les habrá incendiado por algo de eso”, porque si no tenían que reconocer que Israel le había metido un pepinazo en su territorio. Tenían que romper relaciones diplomáticas, declararle la guerra o qué sé yo, las cosas que se hacen. Túnez no quería saber nada. Nadie quiere saber nada de pelearse con Estados Unidos e Israel, y la flotilla te llevaba esos quilombos. Entonces era: “soy solidario porque todo mi pueblo es árabe, pero soy solidario hasta ahí”, ¿no? Por eso Túnez era el único lugar que podíamos tocar. No podíamos tocar Italia, aunque vinieran barcos de Italia. Entonces los barcos de Italia estaban en un puerto de Sicilia, que nosotros pasábamos cerca, y ellos venían y se sumaban a la flotilla, pero sin que entráramos en aguas italianas. En Grecia lo mismo. Tanto Italia como Grecia son muy aliados de Israel, si tocábamos puerto, probablemente no salíamos más de ese puerto. Entonces también se cuidaba de dónde ir y de dónde no ir.

Ahí en Túnez nos tiran dos drones incendiarios, uno una noche y otro la noche siguiente.

Foto Agencia Reuters

—¿Cómo funciona un dron incendiario?
—El dron tira peso, ¿viste? Puede ser cualquier dron de agricultura, de lo que fuere, que lanza un artefacto incendiario. Como si fuera una molotov, que la hace explotar en el aire y cae. Y cuando cae ¡plum!, explota y prende fuego la superficie. Como una molotov un poco más compleja, digamos, que te la tira un dron en vez de una persona, y que además elige dónde tirarlo. Cayó a dos metros de un tanque de mil litros de gasoil que teníamos en cubierta.

—¿Pero cayó en tu barco?
—No, no, cayó en el Family, que estaba a quince metros mío.

—¿Y lo dejó fuera de combate?
—No. El capitán ahí, rápido, arrancó el matafuegos. Nosotros encendimos el Estrella y Manuel, nos pusimos a la par y lo ayudamos. Al rato vino toda la policía tunecina. Son cosas que pasaron. Pero bueno, eso hizo que se discutiera mucho: “¿seguimos o no seguimos?”. Era una línea roja. Si nos atacan con explosivos, paramos. Nunca pensamos que eso pasaría en Túnez; pensábamos que más avanzado el trayecto. Ahí estábamos lejísimos, en el medio de la travesía, menos de la mitad.

Después de eso seguimos viaje y nos vuelven a atacar con drones entre Libia y Grecia, en el medio. Ahí nos tiran doce drones explosivos. Estos eran distintos, no eran incendiarios, sino que explotaban y hacían un ruido muy fuerte. Estábamos en medio del mar, navegando ahí, era distinto. Venían, vos veías un fogonazo, como fuego en la noche bien oscura, que iluminaba el barco donde explotaba cerca, y de repente escuchabas un estruendo: ¡pluuuum!, fuertísimo, de aturdimiento. Y ahí a todos se les llenaba el culo de preguntas: “bueno, nos hunden, nos hunden”.

—¿Eso en medio de altamar?
—Entre Grecia y Libia, en aguas internacionales. Doce de esos en una misma noche. Eso hizo que viráramos el rumbo y nos metiéramos adentro de Grecia, donde no íbamos a parar porque Grecia es aliado de Israel. Pero bueno, el miedo a los drones fue más fuerte que el miedo a las barreras burocráticas. Nos metimos adentro de Grecia, se viralizaron de nuevo todas esas imágenes de ataques con drones, y ahí los países de Italia, España, Turquía —había muchos barcos turcos también— y Grecia pusieron embarcaciones militares a custodiarnos. A partir de ahí no tuvimos más ataques de drones. Pero nos quedamos unos cuantos días en Grecia, hasta que llegaran los barcos militares.

—¿En tierra?
—No, no, al ancla, igual que en Túnez. No tocamos tierra griega, pero estábamos ahí, atrás de una isla, como en una cala, todos anclados. En el medio, ahí, se rompió el Family que fue descartado de combate. Y todos los que estaban en el Family fueron a otros barcos. Pasaban esas cosas, porque vos vas a la travesía sabiendo que Israel se va a quedar con el barco, entonces tenés que comprar un barco que te sirva, que esté bien, pero que sea de segunda mano, porque ya sabés que lo vas a perder. No podés comprar el mejor, el más caro. Bueno, se le murió el motor al Family, no hubo forma de arreglarlo.

El Estrella y Manuel, que era mi barco, era un barco que hacía de apoyo a los otros. Como teníamos mucha capacidad de motor, velocidad y un buen mecánico arriba, cuando a alguno se le rompía yo iba y ayudaba. Eso nos demoraba, nos dejaba atrás. También reponíamos gasoil, porque llevaba bidones y un tanque extra. Teníamos una médica a bordo, y cuando alguien de otro barco se enfermaba, ella bajaba a asistirlo. Ese era nuestro rol dentro de la Flotilla: asistir, remolcar, sostener al resto. Cuando un barco no podía repararse le tirábamos un cabo, lo enganchábamos y lo arrastrábamos para que no se quedara tan atrás mientras lo iban arreglando.

—¿Y te diste maña?
—Y, tuve que darme maña, sí, y anduvimos bien. Hasta que en un momento se nos rompió el Estrella y Manuel, y ahí pensé: “hasta acá llegamos, esto no hay manera de resolverlo”. Y Gene, el mecánico que teníamos —¡setenta y un años tiene Gene!—, un genio, pudo resolverlo. Se nos había roto la refrigeración. Ahí entramos en un montón de quilombos técnicos que fuimos resolviendo; ya no pudimos ayudar tanto a los otros barcos porque nosotros también quedamos medio rengos.

Sigamos con el relato…

Los barcos militares españoles, italianos, turcos y griegos que nos escoltaban llegaron a la milla cien y dijeron: “de acá para allá no vamos ni en pedo, nos volvemos”, porque ahí Israel ejercía su jurisdicción; para nosotros eso es Palestina, justo a la altura de Gaza. Palestina está reconocida como país y Gaza tiene salida al mar, por lo tanto esas son aguas palestinas. Ese “debate” lo perdimos con los israelíes en el momento mismo de la detención. Cruzamos la milla cien y, a la altura de la ochenta, ya nos habían interceptado, primero al Alma, después al Sirius y por último al Adara, donde iba Cele Fierro.

Foto Agencia EFE

—¿Cómo fue la intercepción?
—Cuando se fueron los barcos militares que nos escoltaban, comenzaron a cruzarnos barcos de guerra israelíes. Íbamos más o menos compactos, y de pronto aparecieron barcos de ataque, luces, hasta un submarino que emergió y se volvió a hundir (risas). Pensamos que ahí arrancaba el quilombo, pero pasó toda la noche y nada; amaneció y seguimos navegando. Más o menos a ochenta millas, alrededor de las once de la noche, empezó la intercepción: barcos de guerra, buques grandes, lanchas. Por radio todos empezaron a tirar el SOS.

Se acercaban los buques de guerra y se arrimaban lanchas rápidas con soldados que bajaban en gomones —diez, quince soldados por gomón—, se acercaban al barco, saltaban adentro y te abordaban.

—¿Saltaban arriba de tu barco?
—Claro, se ponían a la par y se trepaban. En los veleros es más fácil; en los pesqueros, por ser más altos, tienen como una escalera y hay que ver por dónde suben. Primero te intimidaban para que cambiaras de rumbo: “cambien de rumbo, no sigan más por acá”.

—¿Por radio?
—No, por altoparlante. Y te iluminaban —¡Fah!— con reflectores que te dejaban ciego.

—¿Y en inglés te hablaban?
—En inglés, sí: “change course, change course”. Nosotros, rumbo a Gaza derecho; a veces te obligaban a cambiar para que no te choque algún barco que se ponía adelante, pero luego retomabas rumbo a Gaza. Fue en todo caso la desobediencia concreta: no dejar de dirigirnos hacia Gaza hasta que perdimos el control del barco —una desobediencia argumentada.

—¿En términos jurídicos decís?
—Jurídicos, sí. Esto no es territorio suyo, estás en aguas internacionales.

—Pero ellos dicen que desobedeciste.
—Claro, ellos dicen que Palestina no existe, que eso es Israel, que estás entrando a Israel y te voy a hundir. Esa es la discusión. La ONU y la mayoría de los países reconocen a Palestina; yo iba a Palestina con ayuda humanitaria; es una discusión jurídica internacional. Para ellos está prohibida la bandera palestina. Las banderas que llevábamos en los barcos están prohibidas, enarbolás esas banderas y te meten preso —adentro de Israel, en Gaza o en Cisjordania. Incluso por una sandía te pueden meter preso porque es parecida a la bandera palestina. Imaginate que si creen eso, la Flotilla en sí es una provocación para esas legislaciones.

—¿Y te abordan?
—Mirá, cuando abordaron al Adara hice una cuenta rápida —les llevó como una hora y media interceptar tres barcos; somos cincuenta—. Puse piloto automático, me acosté a dormir y dije: “bueno, avísenme cuando venga un barco grande y nos ilumine” (risas), porque tenía sueño. Y a las cuatro de la mañana —o a las tres y media, porque antes apareció otro barco— ya estábamos interceptados. Primero nos tiraron agua desde afuera, para quemar el instrumental. Había un barco gris grande que, cuando se te arrimaba, te caía el GPS. Dejaba de funcionar Internet, inhibía la señal de todo. Seguíamos yendo rumbo a Gaza.

Después vino mucha intimidación hasta que, de repente, se pusieron tres barcos de guerra a la par —muy grandes—, iluminándonos de ambos lados; y empezamos a ver en el agua los gomones que llegaban. Cuando los gomones estaban a dos o tres metros, saqué el motor, me puse el chalequito, bajé y levanté las manos. Lo veníamos ensayando veinte veces: este era el ensayo —no provocar—; tirábamos antes todos los cuchillos al agua para que no pareciera que había armas. La desobediencia llegaba hasta ahí, hasta el momento en que una persona aparece a dos metros tuyo con un fusil de asalto. Ahí decís: “bueno, me quedo quieto”.

—¿Cuántos soldados subieron a cubierta?

—Subieron como quince, más o menos, de los dos lados. Primero dos nos apretaron y nos metieron a todos en la proa. Los otros subieron rápido a cortar las cámaras y el Internet, a voltear el Starlink. Hacían eso primero y después subían los demás. Uno se fue a manejar el barco; cuando le agarró la mano, lo puso rumbo a Israel y aceleró. Nosotros todos en la cubierta. Ahí se bajaron varios soldados para interceptar otras lanchas y quedaron unos seis. Éramos trece en total; ellos, unos seis.

—Y ahí te trasladan a una prisión.

—Sí, nos llevan a una cárcel de máxima seguridad, muy parecida a las de acá. Son iguales.

Foto: Franco Garcia Delavalle

—¿Podés comparar con Argentina?

—Sí. El camión de traslado era casi igual. Se enojaban por las mismas cosas: que no los mires a los ojos, que pongas las manos atrás. Los europeos se quejaban del modo en que entraba la requisa, pero son cosas que yo ya tenía aprendidas.

—¿Cuántos días estuviste?

—Seis días. Acá en la Argentina, en su momento, dos años y medio.

—¿Dónde estuviste acá?

—En Ezeiza, mayormente, la de máxima seguridad. También un poco en Marcos Paz y en Devoto. Algunos era la primera vez que pisaban una cárcel; otros no. Los europeos, tranquilos, sabiendo que esto iba a pasar. Tranquilos, incluso envalentonados. Las mujeres hicieron mucho más quilombo que nosotros. Los europeos tenían cierto privilegio, se notaba. A los árabes los trataban peor.

—Sigamos con el relato hasta la liberación.

—De los seis días, nos dieron de comer cuatro; los otros dos, no, porque nos castigaban. Después vino el ministro del Interior a filmarnos dentro de la cárcel. Ya nos había filmado en el puerto cuando llegamos y subía los videos a sus redes, insultándonos. Había gente en huelga de hambre, mucha discusión sobre qué hacer; éramos quinientas almas. Yo estaba algo preocupado de que me relacionaran con actividades de lucha de acá, de Buenos Aires, y me generaran problemas.

—¿Cómo fue la relación con el cónsul argentino en Israel que los fue a visitar?

—Buena. Una vez que dejó en claro que no se iba a meter en cuestiones políticas, nos preguntó cómo estábamos y nos hizo firmar un formulario burocrático sobre el trato en la cárcel.

—¿Les pegaron en la cárcel?

—A Thiago, un brasilero que era uno de los líderes de la flotilla, le hicieron un simulacro de fusilamiento, por ejemplo, en medio del desierto. También hubo zamarreos, manos atrás, esas cosas. La requisa siempre entra de manera violenta, pero eso pasa en todas las cárceles. Las mujeres que tuvieron algún conflicto ahí contaron que la requisa entró con fusiles y perros. La requisa es la requisa, como la infantería en la calle: tienen sus protocolos, nunca es no violenta.

—¿Y cómo los liberan?

—Una madrugada, a las tres, nos sacaron a todos en camión de traslado. Thiago quiso salir último, dijo “soy el jefe, quiero ver que todos salgan”. Lo castigaron: nos sacaron la ropa, “qué último ni último”, y la requisa nos llevó a patadas hasta el camión. El viaje duró seis horas. Nos dieron una botella de agua —la primera vez que nos daban agua— y una especie de pan con mermelada, como una vianda. Pensábamos que íbamos a Tel Aviv a tomar un avión, pero llegamos a la frontera con Jordania. Ahí nos bajaron, un funcionario israelí entregaba los pasaportes a un jordano que tachaba los nombres en una lista y los guardaba en una caja. Tuki, ya estabas arriba del otro micro, un micro de larga distancia.

—¿Un micro civil jordano?

—Sí. Con la ropa de preso, con las ojotas, obvio. Ahí empezamos a cantar Free Palestine y subió un jordano como diciendo “shhh, silencio, muchachos”. Era un funcionario, algo así como el ministro del Interior o secretario de la cancillería. Nos pidió por favor: “estamos en una frontera caliente, esto está complejo”. Y sí, estaban todos con los fusiles ahí, los israelíes. Era una situación muy delicada. Nos pidió que no cantáramos, así que no cantamos más hasta pasar el alambrado. Ahí se hizo cargo de nosotros el Consulado uruguayo.

—¿Y cómo volvés de Jordania a Argentina?

—Bueno, Jordania había tomado precauciones. Para aceptar el ingreso había llamado a todas nuestras familias, tenía la lista y cada uno debía tener un pasaje para irse de Jordania en menos de doce horas.

—¿Y vos lo tenías?

—Sí, sí, sí. Yo no sabía que lo tenía, pero mi familia ya lo había resuelto acá. El de todos.

—¿Tu esposa se ocupó de eso?

—Sí, ella y los compañeros. Cuando llegamos a Amán, el taxista nos llevó a comprar ropa: un jean, una camisa, algo. Nos sacamos esa ropa mugrienta que hacía seis días teníamos puesta.

—¿La tiraron?

—No, no. La tengo de recuerdo. La lavé y la guardé. Las ojotas, el pantalón gris y la remera. Antes de ir al hotel, el tachero nos llevó a un lugar donde toman café los taxistas, un café turco, un bolichito jordano. Todos los que estaban ahí venían a saludarnos, nos regalaron el café. Éramos héroes para el pueblo jordano, se notaba ese cariño. Después fuimos a un hotel frente al aeropuerto. A las tres horas salía el avión, así que nos pegamos una ducha, nos cambiamos y nos tomamos una cerveza, con las patas en la pileta del hotel. Ese fue el momento de relax: saber que tenías tu boleto de avión a la Argentina.

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