Una vez le preguntaron al general alemán Kurt von Hammerstein –célebre por renunciar a la jefatura de ejército en 1933, tras la llegada de Hitler al poder– desde que puntos de vista juzgaba a sus oficiales. La respuesta fue:
“Los divido en cuatro clases: los inteligentes, los trabajadores, los vagos y los tontos. Aunque en la mayoría de los casos concurren dos cualidades. Los inteligentes y trabajadores son sin dudarlo para el Estado Mayor; los otros, los vagos y tontos, forman el noventa por ciento de todos los ejércitos y son aptos para las tareas de rutina. El que es inteligente y, a la vez, vago, se califica para las más altas tareas, pues aporta la claridad mental y el aplomo necesarios para tomar decisiones de peso. Del que es tonto y trabajador hay que protegerse; en ese no se puede delegar ninguna responsabilidad, pues siempre causará alguna desgracia”.
Seguramente Hammerstein no imaginó hasta qué punto la última parte de su reflexión es aplicable a ciertos funcionarios argentinos del presente.
La gobernadora María Eugenia Vidal es un gran ejemplo al respecto.
“No es por necesidad laboral sino por vocación”, soltó el 31 de julio.
Se refería a la fila de un kilómetro y medio formada por 1500 jóvenes en respuesta a un aviso para ser guardiacárcel en el penal de Olmos.
Y lo aseveró como si su gestión no hubiera sido determinante para que por estos días haya (según datos del INDEC) alrededor de 160 mil personas en La Plata que buscan trabajo (40 mil sin ninguna fuente de ingresos y 160 mil en procura de un empleo complementario), cuando en el Conourbano hay casi dos millones de personas en la misma situación.
La ministra Bullrich no le va a la zaga en relación al llamado Servicio Cívico Voluntario en Valores (SCVV), su ocurrencia más reciente. Una suerte de “colimba pedagógica” a cargo de Gendarmería, establecida a través de una resolución publicada el 16 de julio en el Boletín Oficial.
La afluencia de pibes desocupados y excluidos del sistema educativo hacia esa imprecisa tabla de salvación (unos 20 mil inscriptos en los primeros días) hizo que ella la calificara de “rotundo éxito”.
La elección de esa fuerza para tan noble tarea no fue azarosa. Bien vale reparar en sus fundamentos:
“Gendarmería –sostuvo la funcionaria– es la institución más valorada de nuestro país. La número uno. Mucho más que cualquier otra, que la educación pública, que la iglesia y ni que hablar de la política”.
Y aseguró: “Además de ser una fuerza de seguridad es una institución educativa con aptitud educativa como cualquier institución educativa (SIC)”.
Su remate fue: “Todos los gendarmes imparten clases en la universidad de Gendarmería. Son profesores universitarios que también dan clases en otras instituciones. ¿Qué tiene de malo que el profesor sea un gendarme?”.
Semejantes disparates no son sino la adaptación policial de una antigua creencia militarista sobre la versatilidad de los uniformados para toda clase de ocupaciones y saberes. Un concepto ya satirizado hasta por el cine infantil.
En el película Los intrépidos y sus máquinas voladores (realizada por Ken Annakin en 1965), cuyo argumento gira en torno a una competencia aérea internacional en el comienzo del siglo XX, el actor Gert Froebe interpreta a un general prusiano que, sin tener la menor idea de cómo se conduce un avión, debe reemplazar a último momento al piloto de su país. Entonces, dice: “No hay nada que con un buen manual de instrucciones un oficial alemán no sepa hacer”.
Pero la iniciativa de Bullrich ni siquiera es la primera en la materia. Ya a mediados de la década pasada el gobernador de Mendoza, Julio Cobos, supo llevar a la práctica un emprendimiento similar para así encarrilar a muchachos en riesgo social. Aquella experiencia tuvo el loable propósito de conjurar con una misma estocada el azote de la inseguridad y la crisis de la escuela pública, a través de un programa de capacitación en instalaciones castrenses, y a cargo de personal del Ejército. Algo que rescataba los valores más positivos de esa tradición argentina que fue el servicio militar. Sin embargo dicha experiencia fracasó con estrépito al registrarse en el lapso de ocho meses una deserción del 60% de los reclutas.
La idea fue retomada en 2009 por Eduardo Duhalde, quien decoró de tal manera sus ensoñaciones electorales. Pero la propuesta de “instruir a chicos marginados” era un poco temeraria, porque esa “colimba correctiva” hubiese brindado entrenamiento militar (que incluye el manejo de armas) justamente a jóvenes en conflicto con la ley.
No obstante, al año siguiente el asunto mereció un proyecto legislativo con el apoyo del bloque radical y del (entonces llamado) peronismo disidente. De hecho, los senadores de la UCR, Ernesto Sanz y Laura Montero, junto al justicialista puntano Adolfo Rodríguez Saá, fueron los padres de la criatura. El tema, que en la Cámara Alta había obtenido una media sanción, finalmente naufragó en el recinto de los diputados.
Asimismo cabe destacar que allí alguien redobló la apuesta: el salteño Alfredo Olmedo, nuestro Bolsonaro de entrecasa. Éste, tal vez inspirado en el burbujeo del champán que solía beber en el club nocturno Cocodrilo, no dudó en presentar una alternativa más audaz. Nada menos que el retorno al Servicio Militar Obligatorio con la objeto –según su letra– de “contribuir a la defensa nacional, brindando el esfuerzo de los jóvenes y su dedicación personal”. En ocasión de presentar la propuesta, profundizó ese concepto con encomiable elocuencia: “Lo importante no es qué país les dejamos a nuestros hijos, sino qué hijos le dejamos a nuestro país”.
Una coincidencia: nueve años después, ante los anuncios de Bullrich, otro insigne político norteño redobló la apuesta con una fundamentación casi idéntica: “Hay que implementar un servicio cívico obligatorio para chicos que no puedan acreditar trabajo o estudio”. Esa frase salió de los labios de Ricardo Bussi, hijo del militar genocida y precandidato a disputado de la alianza NOS, encabezada por Juan José Gómez Centurión y Cinthia Hotton.
Ya se vio, pues, que la ilusión de restaurar el servicio militar constituye un fenómeno espasmódico, e invariablemente suplantado por otras obsesiones conservadoras. Pero en el caso del SCVV de Bullrich, su rasgo distintivo es la extraordinaria capacidad de convocatoria que logró, al igual que ese aviso para cubrir vacantes de carceleros en Olmos. Una parábola típicamente macrista: cada vez que sus funcionarios sacan de la galera algún truco para deslumbrar a los votantes, en realidad consiguen el efecto contrario. Y en esta ocasión, dejar al descubierto el dramatismo social de los indicadores económicos.
Ante el aluvión de posibles reclutas que acudían a las cinco sedes que la Gendarmería dispuso en Buenos Aires y a las restantes en Córdoba, Santiago del Estero y Río Negro para inscribirse, la prensa oficialista resaltó casi a coro “el entusiasmo y las expectativas” de tales incautos. Sí, incautos, ya que ellos creían que se trataba de un empleo remunerado en esa fuerza de seguridad.
Lo cierto es que las definiciones de la ministra en tal sentido habían sido ambiguas: “Habrá talleres de orientación vocacional y de oficios; el objetivo es adentrar a los jóvenes en el sistema de responsabilidad de valores, el valor de la disciplina… van a saludar la bandera todas las mañanas”.
Fue el jefe del Escuadrón 34, de Bariloche, Oscar Poblete, quien salió a aclarar el malentendido: “El SCVV no tiene sueldo tampoco hay becas y de ningún modo implica la posterior incorporación a la fuerza”.
En definitiva, otro publicitado desfile hacia la nada.